ONCE POEMAS

Antonio Redondo Andújar

 

CUANDO contemplo el mar sobre una roca

es tal su inmensidad que mi deseo

sólo anhela hacer suya tanta vida,

pero al querer sentir su eterno hálito

descubro un animal que ha fenecido.

 

 

YO ya no puedo hablar del florecer,

del nuevo nacimiento de las cosas,

sólo acaso del sol que permanece

unos instantes más junto a nosotros.

No puedo hablar del campo que florece,

de la vida que brota alegremente.

Yo ya no puedo hablar, estoy dormido,

soy un durmiente que ahora mismo escucha

cómo un coro solemne de sonámbulos

describen torpemente el reiterado,

el nuevo nacimiento de las cosas.

 

 

ME encontraba tan lejos de la vida

que hube de darle un nombre equivocado.

Fui casi como aquéllos que proclaman

su nombre sobre todo, no su nombre

sino la permanente y fría máscara

que su rostro sin rostro al cabo oculta.

Quise un espacio libre en que posarme

y allí, tendido, dar a luz un hijo

que fuera sólo mío, frío y húmedo.

Pero el hijo que tuve fui yo mismo,

aunque, eso sí, desnudo, sin amparo.

 

 

VIVIR con un temor siempre distinto

mas siempre algún temor, nuestros sentidos

sometidos por siempre a esta inquietud,

a suponer que oculta algo el espacio

por el que nos movemos, algo siempre

detrás de nuestros actos, algo siempre

detrás de lo evitado, algo detrás

de nuestros movimientos, algo siempre,

algo siempre detrás de esta vigilia,

de esta vigilia siempre, algo, alguien.

 

 

AL regresar del viaje sucesivo

al que mi anhelo interno me somete

siempre encuentro las cosas esperándome

tal como las conservo en mi recuerdo.

¿Es la mirada aquélla antes del viaje

la que por un instante recupero

o es otra mirada que aprehende

de nuevo el ser de aquéllas, su sentido?

 

 

ME gusta que el camino no me muestre

muy pronto su final. Me desespera

recomenzar de nuevo siempre, siempre.

La niebla, si aparece, nos impide

ver si aquello que amamos está lejos

o lo hemos alcanzado sin saberlo.

Siempre he amado la niebla y ella siempre

me demostró su amor abandonándome

si toma forma, al fin, mi último anhelo.

 

 

VIERTE pequeñas lágrimas el cielo.

Mi cuerpo no desea resguardarse

de esas gráciles y húmedas caricias.

Son casi como besos invisibles

dados por una dama misteriosa.

Antaño, cuando niño, en la ventana

me quedaba mirándola, sombrío.

Hoy, en cambio, si estoy muy desolado,

alzo mi rostro al cielo: en él se posan

las manos diminutas de la lluvia

y con voz melodiosa me suplica

que desnudo me ofrezca como fruto,

para que, con sus labios infinitos,

pueda abarcar, sutil, todo mi cuerpo...

Yo entonces, por pudor, cierro los ojos

y, como siento miedo, acabo huyendo.

 

 

SI de lo que me cubre me despojo,

¿qué quedará de mí? Tan sólo el rito

de volver a cubrir mi hueca nada

con el multicolor manto del mundo.

 

 

HIJOS siempre del frío nuestros cuerpos

al llegar el calor hemos llorado.

Tan pequeña es la vida de una lágrima

que apenas si sentimos en el rostro

su leve y siempre húmeda caricia,

que apenas si escuchamos temerosos

su monólogo tenue y melancólico.

Tanta es la claridad que adorna el cielo,

tan desnudo está el sol que hemos querido

con pudorosas nubes tormentosas

cubrir su desnudez casi lasciva.

 

 

YO quise que las manos de mi madre

se llenaran de flores. No recuerdo

apenas nada más que primavera.

La nieve se asomaba a mi ventana

y no me daba miedo, mas sentía

sus frías manos blancas en mi nuca.

Jamás vi en ella labios ni caderas.

Jamás vi en su blancura una esperanza.

Sólo recuerdo cómo la cortina,

al verme tiritando, me abrazaba.

 

 

DE velos va cubierta la belleza

y el viento los ondea. Un velo rojo

he visto desprenderse de su cuerpo.

Donde aquél se posó hoy han brotado

docenas de amapolas que el otoño

habrá de destruir, mas sus semillas

un día inundarán toda la tierra.

 

 

Fondo: M. C. Escher

 

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