CARTA AL CAPITÁN

 

Julián Ávila Fernández

 

 

 

            “Escuchad villanos: Esta es mi pasión:

Combatir altivamente los pendones de vuestras causas.”

            “...No os perdonaré nunca

el que hayáis quemado en la pira

a mi Señora la Belleza”.

 

                        Francisco Pérez.

 

 

 

            (Adagio del concierto de Brandemburgo, nº 1 en Fa mayor)

 

 

I

 

            Sabía que era bravura la belleza, también que era valentía y esto le llevó siempre a luchar por causas perdidas, aquellas que defienden a los débiles y necesitados; las que lo enfrentaron, desde los primeros años de su vida al status del poderoso; las mismas que le hicieron estudiar bajo la luz tibia y cegadora de los gamonitos, o la cálida luminaria del candil, noches intensas en las que las Ciencias de los Filósofos, las Visiones de los Astrólogos o las Técnicas de los Alquimistas dominaron una ilusión encaminada a encontrar las causas de la verdad y de la desigualdad; unos valores, acaso artificiales, o tal vez profundos, asomados ahora con el devenir de la sabiduría. Una ilusión que permanentemente le dirigía a Kenitra, oteada bajo la bruma poderosa de los inviernos a las orillas suaves del Piedras.

 

Lo percibía y algunas veces lo había escuchado en boca, ignoraba de quién, acaso de un capitán lejano, quizá desterrado, indagando la patria que buscaba.

 

         Conocía o al menos lo creía que el honor no fenecía con la lucha. Pensaba, no sabia por qué clase de altruismo, lejano como el hombre, antiguo, instalado en un recóndito recuerdo, tan primitivo como lo era la vida, que la existencia pertenecía a todos por igual. Tanto a hombres como a animales y demás seres; así los que andan como los que vuelan, los que reptan o los que saltan y se suspenden, o aquellos que nadan o se sumergen. Aprendió que todos eran semejantes, incluidas las plantas, porque todos sin excepción estaban conformados de la misma sustancia.

 

         Observaba que hacia la Polar el Norte y cabalgó largas horas a su amparo. Dirigió su mirada con la altivez de los valientes y la sumisión del que sirve a los humildes, hacia el destino que señalaba la Isla Soñada, donde su Señora la Belleza, inmaculada e inmune invadía todos los lugares, la savia y las piedras; el corazón de los animales y la clarividencia de los elegidos. Una Doncella que lo observaba perpetuamente con el aturdimiento de su pasión y con la piedad mansa de la divinización.

 

         No percibía que solo él lo sabía.

 

         Sufrió los avatares del cielo, el dolor sublime y dulce de la melancolía, la temible ablación de la demencia y la exaltante, jubilosa, terrible y clarísima alucinación de la locura. Y de la tierra atrajo las dolencias propias de las hediondas emanaciones de la pobreza y el daño angustioso de la contradicción de las riquezas. Por todo ello, su alma compungida le azuzaba y así  la bravura cambiola por la Belleza en la sabienda de que todo acaecía en Ella y la misión del caballero no era sino defender el Ideal. Por eso no doblegó su origen, que como un guía le encaminaba a emprender las más grandes y desiguales Batallas, le incitaba a encontrar el Paradigma. No flexionó su alma, que dolorida vagaba adherida al báculo de la dignidad.

         Llevó consigo siempre, en un lugar oculto (protegida, al aguardo del cielo por miedo de los déspotas y de la tierra al amparo por temor de los perversos) la suerte que portaba. Estaba aprisionada, cerrada con aldaba, abrigada en un lecho valeroso, donde el hidalgo cobijaba su estrella secreta por arcanos y donde exclusivamente los iniciados podrían descifrar sus códigos esotéricos.

  

         Puedo decir del caballero algo más que el hecho fortuito de que no fue desterrado de su tierra, pues nadie más que él la conocía, y que su exilio flotaba como las barcas a las orillas del atlántico (una evocación perenne de sus dominios), en un alma asediada por los enemigos del espíritu, hacia el Grial que lo elevaba sin cesar en una peregrinación continua alrededor de la Ciencia. Y al contrario que a otros señores de entonces, a los que disputaron patrias consecutivas, olvidaron a Darío en el convencimiento de que nada portaba, a nadie gobernaba. Y no se equivocaron, ya que su territorio era inaccesible a los ojos de los hombres, su Ideal era suyo y no poseía otro hidalgo o vasallo que él mismo. Las demás cosas de las que podamos hablar pertenecían a otra tierra, a una esfera distinta, a ajenas posesiones, a otro hecho diferente en el que sólo lo adventicio se inmiscuía. Cierto es que crónicas históricas, tan fidedignas como él, cuentan que también por aquí  lo vieron, pisó estas tierras, y que se emborrachó del dulce vino de lo accesorio, como todos aquellos; pero es sabido que sólo el Ideal lo conmovía. Así, en su camino, muchas veces se abatió su montura y él mismo determinó que sus pies lentamente lo llevarían hasta la patria (que bien sabemos que no existe).

        

¡Quién obligó al caballero a confinarse en su heredad...!  

         ¿¡Quién limitó al caballero.!?

 

II

 

         La mujer, repetía, mi dueña. Una dama encubierta desde la cabeza hasta los pies con un vestido de lino, un atuendo que hacía asomar las suaves formas ingenuas y débiles de la espiritualidad y el sonido lejano y dulce del roce de sus perfiles cuando se estremecía. Tocaba el aire con la delicadeza con que lo hacían las alas de las aves, o las plumas que se desprenden de su penacho al caballero. Una diadema de nácar en la cabeza recogía los tirabuzones que colgaban de sus sienes. La doncella, repetía, y el señor azaroso se movía por la estancia, tratando de asir en alguno de sus movimientos cualquiera de sus emociones.

La señora, repetía el caballero, esa dama, y a veces sonreía para si mismo, como diciéndole a su corazón que para qué llorar. Y elevando los brazos hacia el cielo reclamaba que ningún sufrimiento la afligiera... Fuera su dolor la liberación para su amada y ella su apoyo hasta el final de la desdicha.

         No le servia la espada y la blandía de vez en cuando y zumbaba en el silencio como una honda. Como una onda sus cabellos sobre las sienes, dos tirabuzones frente a la chimenea, no sabia si dos llamas de oro junto a sus mejillas.

         El corazón del jinete, tardío ya, cansado por el peso sofocante del infortunio (entornados los ojos por el sedante sopor de la ofuscación), galopaba sobre un manto blanco de sal, en la mañana, lejos de su tierra natal, cubierto el rostro hasta los ojos de una celada de lana y su cabeza de un gran penacho marino.

         Desde los mares del Sur, lejos Atlante, su océano lejos, Alejandría lejos, Kenitra lejos. Lejos Maldevo. La tierra sólo de él como su Dama rubia sobre la niebla quieta.

 

III

 

         Pudo haber sido previsto, alguien en cualquier lugar de la tierra pudo percibir en un instante que el ímpetu del caballero agonizaba, se extinguía pausadamente absorbido por las potencias inmisericordes de los miserables; estaba siendo amenazado y devorado por la Fraternidad Negra. Quizá hubo burócratas y estadistas que determinaron la probabilidad de hostigar al caballero, que especularon con su eliminación o su destierro, que obligaron al Honorable, a ese hombre vestido de negro, a que buscara su poblado fuera de su pueblo; su país fuera de su patria (aunque ya sabemos que la patria no existe).

 

         Fría era la noche y los árboles tiritaban en el silencio oscuro de la niebla, el viento de hielo sobre su frente oscura, agrietaba su tez amansada durante siglos por las brisas marinas de los océanos en el estuario de Onuba. Temblaba el alma del caballero y el corazón se espaciaba con un galope lejano.

         Fría era la noche y el destierro helaba prados solitarios de algodón, extensas llanuras por donde cabalgó el caballero.

 

         Quizá fue advertido, la burocracia examinaba por detrás de los mostradores de los ministerios. Pero a nadie podía culparse, nadie lo había hecho, ni uno solo de los burócratas había sacado su cabeza por una ventanilla; todos se habían dedicado a sellar y archivar sus papeles.

 

         Pero el caballero, tardío ya, se alejaba, dejaba su hacienda anegada por el recuerdo, un halo doloroso que le quebraba el corazón, abandonaba su casa cubierta por un poso que únicamente a él pertenecía.

 

 

 

                            (de Historia de Darío)

 

                           

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