Sergio Badilla Castillo
El empedrado áspero y desnivelado en la calle de los Suspiros y el muro aún enhiesto, con sus piedras quietas, como enarbolado el portal de la ciudad lusa en las riveras del río ancho. Los mosquetes de Manuel de Lobo permanecen silenciosos a la espera del invasor ibérico. Las casas empedradas con techos a dos y cuatro aguas tienen sus fogones encendidos mientras tomamos mate.
El suelo apoyado en rocas cristalinas aflora en mares de piedra. Absorbo el aire puro del Plata y me abandono al tiempo y sus máquinas. Ahora no impera la impaciencia en mi pecho, ni el escrúpulo de yacer bajo una transparencia ambarina en las rocas de la rivera con la mujer que amo. La puesta de sol de finales de febrero es un soplo de vida. El juicio se extravía, asume el sueño completo y espectral de siglos antepuestos. Pedro Antonio de Cevallos llega repentino cuando se prolonga la humedad del marjal en las paredes y la escasa luz de las farolas.
Tal vez Pablo me entienda en la posada de San Antonio y mire a través del faro la distancia y la quietud de las olas en las rompientes. Quizás los adoquines de su calle hayan ajado su rugosidad con tantos pasos de extranjeros. Pero el tiempo quimérico no tiene época en Colonia del Sacramento. Yo sé que Pablo me entiende cuando la ciudad queda atrapada en la memoria y en el instante en que los fantasmas están presentes en nuestra mesa y se amparan en la oscuridad que arroja el río en la madrugada.
En la vaguedad de la somnolencia escucho el chirrido de una puerta de alerce, miro hacia el jardín poblado de hibiscos y lapachos y en los racimos rojos de los ceibos, en la callejuela vacía, una viuva regresa al nido desde la torre de la iglesia de la ciudad vieja.
La luminosidad del día incesante en el Atlántico garzo
los arenales blancos las dunas perpetuas
en el oriente, la travesía de las nubes blanquecinas se disipan
después del desayuno tardío
y los desvaríos que empantanan la opresión en mi cerebro
se esfuman latamente mientras aspiro el humo de mi pipa
El viento alisa las heridas que han dejado las fobias
en los años irrevocables, ahora, justo ahora, cuando he perdido
mi dudable origen
Claudia, caminando a mi lado toda bronceada y bella
me repite algunas palabras en portugués:
você tem fome, ele não é assim
El Gobernador Vasconcellos anduvo por aquí mismo,
con sus granaderos hace unas horas fijando los límites de la arrogancia.
Tordecillas y el Papa lo fijarán todo, en pocas líneas y sin arcabuces.
El estuario del Chui queda, aún así, preñado de espejismos, de lenguas
y de parentescos.
El faro y el rompeolas en las extremidades de la jungla están allí serenos
como dos gigantes vigías.
Las bandurrias y los colibríes sin frontera emiten sus trinos oportunos,
en su propio idioma y no necesitan pasaportes,
Tocó mi frente transpirada en el cruce de la linde de dos reinos
en este recoveco del mundo aparentemente sin congojas,
mientras unos muchachos pescan pejerreyes desde los tetrápodos
de la escollera.
Las estrellas centelleantes en las noches de luna llena
en el febrero del 2004 de prolongadas traslaciones y hospedajes,
cuando los ceibos palpan con sus ramas, los luceros
más altos de la noche brasileña.
La ciudad se vuelve a parecer a otras épocas en sepia,
cuando un relámpago dispara su fogonazo y lo veo desde la plaza
de San Telmo.
Luego retumba un trueno en la cercanía y llueve a media tarde
y el tiempo permanece detenido o más bien regresa espectral y
fabulesco:
Borges comienza de a poco a construir su laberinto a partir de un
boceto de biblioteca.
Oliverio Girondo, con sus ojos entristecidos jamás tiene contacto
con lo inerte.
Arlt , el eterno insatisfecho, hijo de ruso e italiana
instala un laboratorio en Lanús sin mucha suerte, para él
y para la química, sólo persisten sus aguafuertes.
Lugones viene del norte con un revólver escondido bajo el gabán
para suicidarse.
¿ Soriano cuántos años han pasado desde que hablamos en Reconquista con
Tres sargentos? Cada uno con un pucho entre los labios.
Aún así, los Palos Borrachos siguen floridos en la Nueve de Julio y
de pronto, por Tucumán, veo acercarse a Fogwill trasnochado
y molesto, con un diario bajo el brazo.
En el Jardín Botánico de Palermo los gatos viven y copulan en rebaños
y los helechos huelen a excrementos.
Los lirios se quedan en la mesa de Alfonsina antes que ponga
sus pies en el mar, en las dunas de la Perla
La Levinson se sentará largas horas a
escuchar los colibríes y los horneros en su patio,
como si el destello de los rayos del sol semejasen la orilla de un
rescoldo donde dormita la pava.
La lluvia cesa y la humedad empaña mis ojos de extranjero
Sin embargo, todo esta igual, la quimera
nos suplanta
y aviva lo que está aparentemente muerto.
Camino raudo por la calle Corrientes y allí están los mismos cafés.
los teatros redivivos y las librerías consonantes.
No sé si ir a Maipú con Marcelo T. Alvear a la casa de Borges
o tal vez visitar a Arl para que me lea su Juguete Rabioso.
Hoy es lunes y tengo ganas de comer un bife de cuadril en el Pippo,
llegó hasta la esquina de Rodríguez Peña
y escuchó un disparo, tal algún otro trueno, y entonces pienso, que Leopoldo Lugones ha muerto.
Acaso hablo solo frente al oleaje en los farallones de la costa de Colonia. Es posible que pierda el juicio y mi mente se sumerja en un pantano de congojas. Soy un hombre real o una ficción de mi propio pensamiento. Un espectro que pasea lejos de su laberinto, porque esta brevedad ilusoria no tiene tregua.
Probablemente las losas de la rambla estropeen sus blanduras con el paseo de los viejos. Yo sé que hablo un idioma ya muerto cuando la ciudad se queda desierta y el río acalla mi sonoridad, al llegar el alba.
La noche es de cigarras y grillos o de grillos y arañas. Ahora me he calmado y la ansiedad ya no avasalla mi bizarría. Miro hacia las aguas turbias y no veo reflejada mi figura. Un olor a encierro me sorprende, la cal del muro ha sido invadida por el musgo y tampoco puedo identificar mi sombra a la luz de los candiles.
En la ambigüedad de mi apariencia, los movimientos son vertiginosos e intangibles, me desplazo como si fuera un luso que conoce cada rincón de este alcázar. Incluso los nombres de los habitantes que ahora duermen, sueñan, o pesadillan. En la calleja desierta de las Flores, se mecen los jacarandaes, como bufos, cuando sopla el viento desde el río térreo. Amanece y las mujeres encienden las hornillas para preparar el primer mate.