PRESENTACIÓN

Cuando escribo esto estamos a veinticinco de marzo de 2004. Han pasado catorce desde el fatídico día once y los periódicos y diarios televisivos y radiofónicos no han dejado de vomitar su ración cotidiana de sangre: atentados, maltratos, miseria, crímenes de toda laya en los que cada uno tenemos nuestra cuota de responsabilidad. Unos más que otros, ciertamente. Pero aquí nadie se libra. Nadie. Ya lo dijo Blas de Otero, aunque en otro sentido, que también vale para la ocasión. Y en estos días he pensado muy seriamente en dejar de hacer esto, estas cosillas de la poesía y la literatura, que en tantas ocasiones tienen más de egotismo absurdo que de otra cosa, y dedicarme a otras más valiosas, más serias. Pero, Dios mío, ¿a qué?, me preguntaba. Si yo no sé hacer casi nada. Sólo esto y medio mal. Mientras consideraba la cuestión, durante este tiempo cada mañana me ha despertado un mirlo con su bellísimo canto y cada atardecer me ha despedido de igual forma. Y yo no he podido evitar una sonrisa cuando lo oía, una sonrisa como esa que se dibuja en nuestra boca al cruzarnos por la calle con la ternura entre un bebé y su madre o con la inocencia de unos niños que juegan o con unos enamorados convencidos de que el mundo se acaba de inventar para ellos. Y he considerado que tal vez el Fantasma pueda servir para lo mismo o algo parecido que esos niños, que esos novios, para recuperar cierto sentido del sentido de la vida y, así, en un futuro que todos queremos próximo, llegar a inaugurar la verdadera alegría. De modo que la otra noche me fui a la glorieta, a donde voy siempre que nadie me ve, y lo cogí por el brazo (estaba allí llorando como una Magdalena) y le dije, plagiando a Cervantes: "la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Levántate y ven a continuar nuestra tarea". Ya sé que fui un tanto retórico y que no reparé en que el Fantasma, si es tal, ya estaba muerto y para él dejarse morir o no dejarse morir era un absurdo. Pero, buen amigo, no me lo tuvo en cuenta. Sonrió, se secó las lágrimas y se vino conmigo ante este ordenador donde estaban esperándonos, para maquetarlos, ilustrarlos y lanzarlos al espacio virtual donde esperan miles de lectores y lectoras, los hermosísimos textos que os ofrecemos en esta nuestra novena entrega. Que Dios os guarde. Salud.

 

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