La vida de Rubén Darío escrita por él mismo

Rubén Darío

(Segunda Entrega)

 

- XXIII -

No puedo rememorar por cuál motivo dejó de publicarse mi diario, y tuve que partir a establecerme en Costa Rica. En San José pasé una vida grata, aunque de lucha. La madre de mi esposa era de origen costarriqueño y tenía allí alguna familia. San José es una ciudad encantadora entre las de la América Central. Sus mujeres son las más lindas de todas las de las cinco repúblicas. Su sociedad una de las más europeizadas y norteamericanizadas. Colaboré en varios periódicos, uno de ellos dirigido por el poeta Pío Víquez, otro por el cojo Quiroz, hombre temible en política, chispeante y popular, intimé allí con el Ministro español Arellano y cuando nació mi primogénito, como he referido, su esposa, Margarita Foxá, fue la madrina.

Un día vi salir de un hotel, acompañado de una mujer muy blanca y de cuerpo fino, española, a un gran negro elegante. Era Antonio Maceo. Iba con él otro negro, llamado Bembeta, famoso también en la guerra cubana.

Tuve amigos buenos como el hoy general Lesmes Jiménez, cuya familia era uno de los más fuertes sostenes de la política católica. Conocí en el Club principal de San José a personas como Rafael Iglesias, verboso, vibrante, decidido; Ricardo Jiménez y Cleto González Víquez, pertenecientes a lo que llamaremos nobleza costarriqueña letrados doctos, hombres gentiles, intachables caballeros, ambos verdaderos intelectuales. Todos después han sido presidentes de la República. Conocí allí también a Tomás Regalado, manco como don Ramón del Valle Inclán, pero maravilloso tirador de revólver con el brazo que le quedaba; hombre generoso, aunque desorbitado cuando le poseía el demonio de las botellas, y que fue años más tarde presidente, también, de la República de El Salvador. Sobre el general Regalado cuéntanse anécdotas interesantes que llenarían un libro.

Después del nacimiento de mi hijo, la vida se me hizo bastante difícil en Costa Rica y partí solo, de retorno a Guatemala, para ver si encontraba allí manera de arreglarme una situación. En ello estaba, cuando recibí por telégrafo la noticia de que el gobierno de Nicaragua, a la sazón presidido por el doctor Roberto Sacasa, me había nombrado miembro de la Delegación que enviaba Nicaragua a España con motivo de las fiestas del centenario de Colón. No había tiempo para nada; era preciso partir inmediatamente. Así es que escribí a mi mujer y me embarqué a juntarme con mi compañero de Delegación, don Fulgencio Mayorca, en Panamá. En el puerto de Colón tomamos pasaje en un vapor español de la compañía Trasatlántica, si mal no recuerdo el León XIII; y salimos con rumbo a Santander.

Se me pierden en la memoria los incidentes de a bordo, pero sí tengo presente que iban unas señoras primas del escritor francés Edmond About; que iba también el delegado por el Ecuador, don Leónidas Pallarés artista, poeta de discreción y amigo excelente; uno de los delegados de Colombia, Isaac Arias Argaez, llamado el «chato» Arias, bogotano delicioso, ocurrente, buen narrador de anécdotas y cantador de pasillos, y que, nombrado cónsul en Málaga se quedé allí, hasta hoy, y es el hombre más popular y más querido en aquella encantadora ciudad andaluza.

En Cuba se embarcó Texifonte Gallego, que había sido secretario de ya no recuerdo qué Capitán General. Texifonte, buen parlante, de grandes dotes para la vida, hizo carrera. ¡Ya lo creo que hizo carrera! Hacíamos la travesía lo más gratamente posible, con cuantas ocurrencias imaginábamos y al amor de los espirituosos vinos de España. Nos ocurrió un curioso incidente. Estábamos en pleno Océano, una mañanita, y el sirviente de mi camarote llegó a despertarme: -«Señorito, si quiere usted ver un náufrago que hemos encontrado, levántese pronto». Me levanté. La cubierta estaba llena de gente, y todos miraban a un punto lejano donde se veía una embarcación y en ella un hombre de pie. El momento era emocionante. El vapor se fue acercando poco a poco para recoger al probable náufrago, cuando de pronto, y ya el sol salido, se oyó que aquel hombre con una gran voz preguntó en inglés: -«¿En qué latitud y longitud estamos?». El capitán le contestó también en inglés, dándole los datos que pedía, y le preguntó quién era y qué había pasado. -«Soy, le dijo, el capitán Andrews de los Estados Unidos, y voy por cuenta de la casa del jabón Sapolio, siguiendo en este barquichuelo el itinerario de Cristóbal Colón al revés. Hágame el favor de avisar cuando lleguen a España al cónsul de los Estados Unidos que me han encontrado aquí». -«¿Necesita usted algo?», le dijo el capitán de nuestro vapor. Por toda contestación, el yankee sacó del interior del barquichuelo dos latas de conservas que tiró sobre la cubierta del León XIII, puso su vela y se despidió de nosotros. Algunos días después de nuestra llegada a España Mr. Andrews arribaba al puerto de Palos, en donde era recibido en triunfo. Luego, buen yankee, exhibió su barca cobrando la entrada y se juntó bastantes pesetas.

 

- XXIV -

En Madrid, me hospedé en el hotel de Las Cuatro Naciones, situado en la calle del Arenal y hoy transformado. Como supiese mi calidad de hombre de letras, el mozo Manuel me propuso: -«Señorito, ¿quiere usted conocer el cuarto de don Marcelino? Él está ahora en Santander y yo se lo puedo mostrar». Se trataba de don Marcelino Menéndez y Pelayo, y yo acepté gustosísimo. Era un cuarto como todos los cuartos de hotel, pero lleno de tal manera de libros y de papeles, que no se comprende cómo allí se podía caminar. Las sábanas estaban manchadas de tinta. Los libros eran de diferentes formatos. Los papeles de grandes pliegos estaban llenos de cosas sabias, de cosas sabias de don Marcelino. -«Cuando está don Marcelino no recibe a nadie», me dijo Manuel. El caso es que la buena suerte quiso que cuando retornó de Santander el ilustre humanista yo entrara a su cuarto, por lo menos algunos minutos todas las mañanas. Y allí se inició nuestra larga y cordial amistad.

 

- XXV -

Era el alma de las delegaciones hispanoamericanas al general don Juan Riva Palacio, ministro de Méjico, varón activo, culto y simpático. En la corte española el hombre tenía todos los merecimientos; imponía su buen humor y su actitud siempre laboriosa era por todos alabada. El general Riva Palacio había tenido una gran actuación en su país como militar y como publicista, y ya en sus últimos años fue enviado a Madrid, en donde vivía con esplendor, rodeado de amigos, principalmente funcionarios y hombres de letras. Se cuenta que algún incidente hubo en una fiesta de Palacio, con la reina regente doña María Cristina, pues ella no podía olvidar que el general Riva Palacio había sido de los militares que tomaron parte en el juzgamiento de su pariente, el emperador Maximiliano; pero todo se arregló, según parece, por la habilidad de Cánovas del Castillo, de quien el mejicano era íntimo amigo.

Tenía don Vicente, en la calle de Serrano, un palacete lleno de obras de arte y antigüedades, en donde solía reunir a sus amigos de letras, a quienes encantaba con su conversación chispeante y la narración de interesantes anécdotas. Era muy aficionado a las zarzuelas del género chico y frecuentaba, envuelto en su capa clásica, los teatros en donde había tiples buenas mozas. Llegó a ser un hombre popular en Madrid, y cuando murió, su desaparición fue sentida.

Fui amigo de Castelar. La primera vez que llegué a casa del gran hombre, iba con la emoción que Heine sintió al llegar a la casa de Goethe. Cierto que la figura de Castelar tenía, sobre todo para nosotros los hispano-americanos, proporciones gigantescas, y yo creía, al visitarle, entrar en la morada de un semidiós. El orador ilustre me recibió muy sencilla y afablemente en su casa de la calle Serrano. Pocos días después me dio un almuerzo, el célebre político Abarzuza y el banquero don Adolfo Calzado. Alguna vez he escrito detalladamente sobre este almuerzo, en el cual la conversación inagotable de Castelar fue un deleite para mis oídos y para mi espíritu. Tengo presente que me habló de diferentes cosas referentes a América, de la futura influencia de los Estados Unidos sobre nuestras Repúblicas, del general Mitre, a quien había conocido en Madrid, de La Nación, diario en donde había colaborado; y de otros tantos temas en que se expedía su verbo de colorido profuso y armonioso. En ese almuerzo nos hizo comer unas riquísimas perdices que le había enviado su amiga la duquesa de Medinaceli. Hay que recordar que Castelar era un gourmet de primer orden y que sus amigos, conociéndole este flaco, le colmaban de presentes gratos a Meser Gaster. Después tuve ocasión de oír a Castelar en sus discursos. Le oí en Toledo y le oí en Madrid. En verdad era una voz de la naturaleza, era un fenómeno singular como el de los grandes tenores, o los grandes ejecutantes. Su oratoria tenía del prodigio, del milagro; y creo difícil, sobre todo ahora que la apreciación sobre la oratoria ha cambiado tanto, que se repita dicho fenómeno, aunque hayan aparecido, tanto en España como en la Argentina por ejemplo en Belisario Roldán, casos parecidos.

He recordado alguna vez, cómo en casa de doña Emilia Pardo Bazán y en un círculo de admiradores, Castelar nos dio a conocer la manera de perorar de varios oradores célebres que él había escuchado, y luego la manera suya, recitándonos un fragmento del famoso discurso-réplica al cardenal Manterola. Castelar era en ese tiempo, sin duda alguna, la más alta figura de España y su nombre estaba rodeado de la más completa gloria.

 

- XXVI -

Conocí a don Gaspar Núñez de Arce, que me manifestó mucho afecto y que, cuando alistaba yo mi viaje de retorno a Nicaragua, hizo todo lo posible para que me quedase en España. Escribió una carta a Cánovas del Castillo pidiéndole que solicitase para mí un empleo en la compañía Trasatlántica. Conservaba yo hasta hace poco tiempo la contestación de Cánovas, que se me quedó en la redacción del Fígaro de la Habana. Cánovas le decía que se había dirigido al marqués de Comillas; que éste manifestaba la mejor voluntad; pero que no había, por el momento, ningún puesto importante que ofrecerme. Y a vuelta de varias frases elogiosas para mí, «es preciso, decía, que lo naturalicemos». Nada de ello pudo hacerse, pues mi visita era urgente.

Conocí a don Ramón de Campoamor. Era todavía un anciano muy animado y ocurrente. Me llevó a su casa el doctor José Verdes Montenegro, que era en ese tiempo muy joven. Se quejó el poeta de las Doloras y de los Pequeños Poemas, de ciertos críticos, en la conversación. «No quieren que los chicos me imiten», decía. Conservaba entre sus papeles, y me hizo que la leyera, una décima sobre el que yo había publicado en Santiago de Chile y que le había complacido mucho. Era un amable y jovial filósofo. Gozaba de bienes de fortuna; era terrateniente en su país de Asturias, allí donde encontrara tantos temas para sus fáciles y sabrosas poesías. Ese risueño moralista era en ocasiones como su gaitero de Gijón. Muchas veces sonríe mostrando la humedad brillante de una lágrima.

Uno de mis mejores amigos fue don Juan Valera, quien ya se había ocupado largamente en sus Cartas Americanas de mi libro Azul, publicado en Chile. Ya estaba retirado de su vida diplomática; pero su casa era la del más selecto espíritu español de su tiempo, la del «tesorero de la lengua castellana», como le ha llamado el conde de las Navas, una de las más finas amistades que conservo desde entonces. Me invitó don Juan a sus reuniones de los viernes, en donde me hice de excelentes conocimientos: el duque de Almenara Alta, don Narciso Campillo y otros cuantos que ya no recuerdo. El duque de Almenara era un noble de letras, buen gustador de clásicas páginas; y por su parte, dejó algunas amenas y plausibles. Campillo, que era catedrático y hombre aferrado a sus tradicionales principios, tuvo por mí simpatías, a pesar de mis demostraciones revolucionarias. Era conversador de arranques y ocurrencias graciosísimas, y contaba con especial donaire cuentos picantes y verdes.

 

- XXVII -

La noche que me dedicara don Juan Valera, y en la cual leí versos, me dijo: «Voy a presentar a usted una reliquia». Como pasaran las doce y la reliquia no apareciese, creí que la cosa quedaría para otra ocasión, tanto más, cuanto que comenzaban a retirarse los contertulios. Pero don Juan me dijo que tuviese paciencia y esperase un rato más. Quedábamos ya pocos, cuando a eso de las dos de la mañana, sonó el timbre y a poco entró, envuelto en su capa, un viejecito de cuerpo pequeño, algo encorvado y al parecer bastante sordo. Me presentó a él el dueño de la casa, más no me dijo su nombre, y el viejecito se sentó a mi lado. Él para mí desconocido, empezó a hablarme de América, de Buenos Aires, de Río de Janeiro, en donde había estado por algún tiempo, con cargos diplomáticos, o comisiones del gobierno de España; y luego, tratando de cosas pasadas de su vida, me hablaba de «Pepe»: «Cuando Pepe estuvo en Londres»... «Un día me decía Pepe»... «Porque como el carácter de Pepe era así»... El caso me intrigaba vivamente. ¿Quién era aquél viejecito que estaba a mi lado? No pude dominar mi curiosidad, me levanté y me dirigí a don Juan Valera. «Dígame señor, le dije, ¿quién es el señor anciano a quien usted me ha presentado?». -«La reliquia», me contestó. -«¿Y quién es la reliquia?». «Bueno es el mundo, bueno, bueno, bueno»... La reliquia era don Miguel de los Santos Álvarez; y Pepe, naturalmente, era Espronceda.

Salimos casi de madrugada. Campillo y yo, con nosotros don Miguel. Desde la Cuesta de Santo Domingo, llegamos hasta la Puerta del Sol, y luego, a las cercanías del Casino de Madrid. Yo tenía la intención de ir a acompañar la reliquia a su casa, pues ya los resplandores del alba empezaban a iluminar al cielo. Se lo manifesté y él, con mucho gracejo, me contestó: -«Le agradezco mucho, pero yo no me acuesto todavía. Tengo que entrar al Casino, en donde me aguardan unos amigos... Ya ve usted; calcule los años que tengo... y luego dirán que hace daño trasnochar!». Me despedí muy satisfecho de haber conocido a semejante hombre de tan lejanos tiempos.

Un día, en un hotel que daba a la Puerta del Sol, a donde había ido a visitar al glorioso y venerable don Ricardo Palma, entró un viejo cuyo rostro no me era desconocido, por fotografías y grabados. Tenía un gran lobanillo o protuberancia a un lado de la cabeza. Su indumentaria era modesta, pero en los ojos le relampagueaban el espíritu genial. Sin sentarse habló con Palma de varias cosas. Éste me presentó a él; y yo me sentí profundamente conmovido. Era don José Zorrilla, «el que mató a don Pedro y el que salvó a don Juan»... Vivía en la pobreza, mientras sus editores se habían llenado de millones con sus obras. Odiaba su famoso «Tenorio»... Poco tiempo después, la viuda tenía que empeñar una de las coronas que se ofrendaran al mayor de los líricos de España... Después de que Castelar había pedido para él una pensión a las Cortes, pensión que no se consiguió a pesar de la elocuencia del Crisóstomo, que habló de quien era propietario del cielo azul, «en donde no hay nada que comer»...

Conocí a doña Emilia Pardo Bazán. Daba fiestas frecuentes, en ese tiempo, en honor de las delegaciones hispano-americanas que llegaban a las fiestas del centenario colombino. Sabidos son el gran talento y la verbosidad de la infatigable escritora. Las noches de esas fiestas llegaban los orfeones de Galicia, a cantar alboradas bajo sus baleones. La señora Pardo Bazán todavía no había sido titulada por el rey; pero estaba en la fuerza de su fama y de su producción. Tenía un hijo, entonces jovencito, don Jaime, y dos hijas, una de ellas casada hoy con el renombrado y bizarro coronel Cavalcanti. Su salón era frecuentado por gente de la nobleza, de la política y de las letras; y no había extranjero de valer que no fuese invitado por ella. Por esos días vi en su casa a Maurice Barrés, que andaba documentándose para su libro Du sang, de la volupté et de la Mort. Por cierto que le pasó una aventura graciosísima en una corrida de toros.

 

- XXVIII -

Conocí mucho a don Antonio Cánovas del Castillo, a quien fui presentado por don Gaspar Núñez de Arce. Hacía poco que aquel vigoroso viejo que era la mayor potencia política de España, se había casado con doña Joaquina de Osma, bella, inteligente y voluptuosa dama, de origen peruano. Mucho se había hablado de ese matrimonio, por la diferencia de edad; pero es el caso que Cánovas estaba locamente enamorado de su mujer, y su mujer le correspondía con creces. Cánovas adoraba los hombros maravillosos de Joaquina, y por otras partes, en las estatuas de su sérre, o en las que decoraban vestíbulos y salones, se veían como amorosas reproducciones de aquellos hombros y aquellos senos incomparables, revelados por los osados escotes. La conversación de Cánovas, como saben todos los que le trataron de cerca, era llena de brío y de gracia, con su peculiar ceceo andaluz. Su mujer no le iba en zaga como conversadora lista y pronta para la ripposta; y pude presenciar, en una de las comidas a que asistiera en el opulento palacio de la Huerta, en la Guindalera, a una justa de ingenio en que tomaban parte Cánovas, Joaquina, Castelar y el general Riva Palacio.

Cuéntase ahora en Madrid una leyenda, que si no es cierta, está bien inventada como un cuento de antaño o como un romántico poema. Dícese que cuando Cánovas fue asesinado por truculento y fanático anarquista italiano, se repitió en España el episodio de doña Juana la Loca. Y que, una vez que el cuerpo de su marido fue enterrado, después que le hubo acompañado hasta el lugar de su último reposo, sin derramar, como extática, una sola lágrima, la esposa se encerró en su palacio y no volvió a salir más de él. Dícese que apenas hablaba por monosílabos con la servidumbre para dar sus órdenes; que recorría los salones solitarios con sus tocas de viuda; que una noche de invierno se vistió de blanco con su traje de novia; que, por la mañana, los criados la buscaron por todas partes, sin encontrarla; hasta que la hallaron en el jardín, ya muerta; tendida con la cara al cielo y cubierta por la nieve. Ello es lindo y fabuloso; Tennyson, Bécquer o Barbey d'Aureville.

 

- XXIX -

Los miembros de la delegación de Nicaragua, recibimos en la sección correspondiente de la Exposición, y en su oportunidad, a los reyes de España, que iban acompañados de los de Portugal. El día de la visita fue la primera vez que observó testas coronadas. Me llamó la atención fuertemente la hermosura de la reina portuguesa, alta y gallarda como todas las Orleans, y fresca como una recién abierta rosa rosada. Iba junto a ella el obeso marido, que debía tener un trágico fin. En la vecina sección de Guatemala, sucedió algo gracioso. Había preparado el delegado guatemalteco, doctor Fernando Cruz, dos abanicos espléndidos, para ser obsequiados a las reinas; pero uno de ellos era más espléndido que el otro, puesto que era el destinado para la reina regente doña María Cristina. Los abanicos estaban sobre una bandeja de oro. El ministro, antes de ofrecerlos, anunció el obsequio en cortas y respetuosas palabras. La reina doña Amelia de Portugal vio dos abanicos y con su mirada de joven y de coqueta se dio cuenta de cuál era el mejor; y, sin esperar más, lo tomó para sí y dio las gracias al ministro.

Antes de retornar a Nicaragua, fui invitado a tomar parte en una velada lírico-literaria. Hablamos dos personas. Un joven orador de barba negra, que conquistaba a los auditorios con su palabra cálida y fluyente, don José Canalejas, que fue luego presidente del Consejo de Ministros, y yo, que leí unos versos, creo que los titulados A Colón. Poco tiempo después tomaba el vapor para Centro-América, en el mismo puerto de Santander, en donde había desembarcado.

No tengo en la memoria ningún incidente del viaje de retorno, solamente de las horas que el vapor se detuviera en el puerto de Cartagena, en Colombia. Cartagena de Indias, la ciudad fundada por aquel antepasado don José María de Heredia, a quien el poeta cubano-francés ha cantado y Claudius Popelin ha retratado en cuadro memorable. No lejos de Cartagena está la residencia de Cabrero, en donde se encontraba entonces retirado el antiguo Presidente de la República y célebre publicista y poeta, doctor Rafael Núñez. Este hombre eminente ha sido de las más grandes figuras de ese foco de superiores intelectos, que es el país colombiano. Digan lo que quieran sus enemigos políticos, el nombre de Rafael Núñez ha de resplandecer más tarde en una cierta y definitiva gloria. Era un pensador y un formidable hombre de acción. Bajé a tierra a hacerle una visita. Acompañábanle, cuando penetré a su morada, su esposa doña Soledad y una sobrina. Me recibió con gravedad afable. Me dijo cosas gratas, me habló de literatura y de mi viaje a España, y luego me preguntó: «¿Piensa usted quedarse en Nicaragua?». -«De ninguna manera, le contesté, porque el medio no me es propicio». -«Es verdad, me dijo. No es posible que usted permanezca allí. Su espíritu se ahogaría en ese ambiente. Tendría usted que dedicarse a mezquinas políticas; abandonaría seguramente su obra literaria y la pérdida no sería para usted sólo, sino para nuestras letras. ¿Querría usted ir a Europa?». Yo le manifesté que eso sería mi sueño deseado; y al mismo tiempo expresé mis ansias por conocer Buenos Aires. -«Puesto que usted lo quiere, agregó, yo escribiré a Bogotá, al presidente señor Caro, para que se le nombre a usted cónsul general en Buenos Aires, pues cabalmente la persona que hoy ocupa ese puesto va a retirarse de la capital argentina. Vaya usted a su país a dar cuenta de su misión, y espere las noticias que se le comunicarán oportunamente». No hay que decir que yo me llené de esperanzas y de alegrías.

 

- XXX -

A mi llegada a Nicaragua, permanecí algunos días en la ciudad de León. Hice todo lo posible por ver si el gobierno me pagaba allí más de medio año de sueldos que me adeudaba; pero, por más que hice, vi que era preciso que fuese yo mismo a la capital, cosa que quería evitar por más de un motivo.

Estando en León, se celebraron funerales en memoria, de un ilustre político que había muerto en París, don Vicente Navas. Se me rogó que tomase parte en la velada, que se daría en honor del personaje fallecido, y escribí unos versos en tal ocasión. Estaba la noche de esa velada, leyendo mi poesía, cuando me fue entregado un telegrama. Venía de San Salvador, lugar a donde yo no podía ir, a causa de los Ezetas, y en donde residía mi esposa en unión de su madre y de su hermana casada. El telegrama me anunciaba en vagos términos la gravedad de mi mujer, pero yo comprendí por íntimo presentimiento que había muerto; y sin acabar de leer los versos, me fui precipitadamente al hotel en que me hospedaba, seguido de varios amigos, y allí me encerré en mi habitación, a llorar la pérdida de quien era para mí, consolación y apoyo moral. Pocos días después, llegaron noticias detalladas del fallecimiento. Se me enviaba un papel escrito con lápiz por ella, en el cual me decía que iba a hacerse operar -había quedado bastante delicada después del nacimiento de nuestro hijo-, y que si moría en la operación, lo único que me suplicaba era que dejase al niño en poder de su madre, mientras ésta viviese. Por otra parte, me escribía mi concuñado el banquero don Ricardo Trigueros, que él se encargaría gustoso de la educación de mi hijo, y que su mujer sería como una madre para él. Hace diez y nueve años que esto ha sucedido y ello ha sido así.

Pasé ocho días sin saber nada de mí, pues en tal emergencia recurrí a las abrumadoras nepentas de las bebidas alcohólicas. Uno de esos días abrí los ojos y me encontré con dos señoras que me asistían; eran mi madre y una hermana mía, a quienes se puede decir que conocía por primera vez, pues mis anteriores recuerdos maternales estaban como borrados. Cuando me repuse, fue preciso partir para la capital para hablar con el presidente doctor Sacasa, y ver si me abonaban mis haberes.

Llegué a Managua y me instalé en un hotel de la ciudad. Me rodearon viejos amigos; se me ofreció que se me pagaría pronto mis sueldos, mas es el caso que tuve que esperar bastantes días, tantos, que en ellos ocurrió el caso más novelesco y fatal de mi vida, pero al cual no puedo referirme en estas memorias por muy poderosos motivos. Es una página dolorosa de violencia y engaño, que ha impedido la formación de un hogar por más de veinte años; pero vive aún quien como yo ha sufrido las consecuencias de un familiar paso irreflexivo, y no quiero aumentar con la menor referencia una larga pena. El diplomático y escritor mejicano Federico Gamboa, tan conocido en Buenos Aires, tiene escrita desde hace muchos años esa página romántica y amarga, y la conserva inédita, porque yo no quise que la publicase en uno de sus libros de recuerdos. Es precisa, pues, aquí esta laguna en la narración de mi vida.

 

- XXXI -

De este modo, encuéntreme el lector como dos meses después, en la ciudad de Panamá, en donde, según carta que había recibido en Managua, del doctor Rafael Núñez, se me debía entregar por el gobernador del Istmo mi nombramiento de cónsul general de Colombia en Buenos Aires. Así fue, por la eficaz recomendación de aquel hombre ilustre. No solamente se me entregó mi nombramiento -en el cual se me decía que se me daba este puesto por no haber entonces ninguna vacante diplomática- y mi carta patente correspondiente, sino una buena suma de sueldos adelantados. En seguida tomé el vapor para Nueva York.

Me hospedé en un hotel español, llamado el hotel América; y de allí se esparció en la colonia hispano-americana de la imperial ciudad la noticia de mi llegada. Fue el primero en visitarme un joven cubano, verboso y cordial, de tupidos cabellos negros, ojos vivos y penetrantes y trato caballeroso y comunicativo. Se llamaba Gonzalo de Quesada, y es hoy ministro de Cuba en Berlín. Su larga actuación panamericana es harto conocida. Me dijo que la colonia cubana me preparaba un banquete que se verificaría en casa del famoso restaurateur Martín, y que el «Maestro» deseaba verme cuanto antes. El Maestro era José Martín, que se encontraba en esos momentos en lo más arduo de su labor revolucionaria. Agregó asimismo Gonzalo, que Martí me esperaba esa noche en Harmand Hall, en donde tenía que pronunciar un discurso ante una asamblea de cubanos, para que fuéramos a verle juntos. Yo admiraba altamente el vigor general de aquel escritor único, a quien había conocido por aquellas formidables y líricas correspondencias que enviaba a diarios hispano-americanos, como La Opinión Nacional, de Caracas, El Partido Liberal, de México, y, sobre todo, La Nación, de Buenos Aires. Escribía una prosa profusa, llena de vitalidad y de color, de plasticidad y de música. Se transparentaba el cultivo de los clásicos españoles y el conocimiento de todas las literaturas antiguas y modernas; y, sobre todo, y espíritu de un alto y maravilloso poeta. Fui puntual a la cita, y en los comienzos de la noche entraba en compañía de Gonzalo de Quesada por una de las puertas laterales del edificio en donde debía hablar el gran combatiente. Pasamos por un pasadizo sombrío; y, de pronto, en un cuarto lleno de luz, me encontré entre los brazos de un hombre pequeño de cuerpo, rostro de iluminado, voz dulce y dominadora al mismo tiempo y que me decía esta única palabra: «¡Hijo!».

Era la hora ya de aparecer ante el público, y me dijo que yo debía acompañarle en la mesa directiva; y cuando me di cuenta, después de una rápida presentación a algunas personas, me encontré con ellas y con Martí en un estrado, frente al numeroso público que me saludaba con una aplauso simpático. ¡Y yo pensaba en lo que diría el gobierno colombiano, de su cónsul general sentado en público, en una mesa directiva revolucionaria anti-española! Martí tenía esa noche que defenderse. Había sido acusado, no tengo presente ya si de negligencia, o de precipitación, en no sé cuál movimiento de invasión a Cuba. Es el caso, que el núcleo de la colonia le era en aquellos momentos contrario; mas aquel orador sorprendente tenía recursos extraordinarios, y aprovechando mi presencia, simpática para los cubanos que conocían al poeta, hizo de mí una presentación ornada de las mejores galas de su estilo. Los aplausos vinieron entusiásticos, y él aprovechó el instante para sincerarse y defenderse de las sabidas acusaciones, y como ya tenía ganado al público, y como pronunció en aquella ocasión uno de los más hermosos discursos de su vida, el éxito fue completo y aquel auditorio antes hostil, le aclamó vibrante y prolongadamente.

Concluido el discurso, salimos a la calle. No bien habíamos andado algunos pasos, cuando oí que alguien le llamaba: «¡Don José! ¡Don José!». Era un negro obrero que se le acercaba humilde y cariñoso. «Aquí le traigo este recuerdito», le dijo. Y le entregó una lapicera de plata. -«Vea usted, me observó Martí, el cariño de esos pobres negros cigarreros. Ellos se dan cuenta de lo que sufro y lucho por la libertad de nuestra pobre patria». Luego fuimos a tomar el té a Gasa de una su amiga, dama inteligente y afectuosa, que le ayudaba mucho en sus trabajos de revolucionario.

Allí escuché por largo tiempo su conversación. Nunca he encontrado, ni en Castelar mismo, un conversador tan admirable. Era armonioso y familiar, dotado de una prodigiosa memoria, y ágil y pronto para la cita, para la reminiscencia, para el dato, para la imagen. Pasé con él momentos inolvidables, luego me despedí. Él tenía que partir esta misma noche para Tampa, con objeto de arreglar no sé qué preciosas disposiciones de organización. No le volví a ver más.

Como él no pudo presidir el banquete que debían de darme los cubanos, delegó su representación en el general venezolano Nicanor Bolet Peraza, escritor y orador diserto y elocuente. Al banquete asistieron muchos cubanos preeminentes, entre ellos Benjamín Guerra, Ponce de León, el doctor Miranda y otros. Bolet Peraza pronunció una bella arenga y Gonzalo de Quesada una de sus resonantes y ardorosas oraciones. Al día siguiente tomamos el tren Gonzalo y yo, pues mi deseo era conocer la catarata de Niágara, antes de partir para París y Buenos Aires. Mi impresión ante la maravilla confieso que fue menor de lo que hubiera podido imaginar. Aunque el portento se impone, la mente se representa con creces lo que en realidad no tiene tan fantásticas proporciones. Sin embargo, me sentí conmovido ante el prodigio natural, y no dejé de recordar los versos de José María de Heredia, el de castellana lengua.

Retornamos a Nueva York y tomé el vapor para Francia.

 

- XXXII -

Yo soñaba con París desde niño, a punto de que cuando hacía mis oraciones rogaba a Dios que no me dejase morir sin conocer París. París era para mí como un paraíso en donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra. Era la Ciudad del Arte, de la Belleza y de la Gloria; y, sobre todo, era la capital del Amor, el reino del Ensueño. E iba yo a conocer París, a realizar la mayor ansia de mi vida. Y cuando en la estación de Saint Lazare, pisé tierra parisiense, creí hallar suelo sagrado. Me hospedé en un hotel español, que por cierto ya no existe. Se hallaba situado cerca de la Bolsa, y se llamaba pomposamente Grand Hotel de la Bourse et des Ambassadeurs... Yo deposité en la caja, desde mi llegada, unos cuantos largos y prometedores rollos de brillantes y áureas águilas americanas de a veinte dólares. Desde el día siguiente tenía carruaje a todas horas en la puerta, y comencé mi conquista de París...

Apenas hablaba una que otra palabra de francés. Fui a buscar a Enrique Gómez Carrillo, que trabajaba entonces empleado en la casa del librero Garnier.

Carrillo, muy contento de mi llegada, apenas pudo acompañarme; por sus ocupaciones; pero me presentó a un español que tenía el tipo de un gallardo mozo, al mismo tiempo que muy marcada semejanza de rostro con Alfonso Daudet. Llevaba en París la vida del país de Bohemia, y tenía por querida a una verdadera marquesa de España. Era escritor de gran talento y vivía siempre en su sueño. Como yo, usaba y abusaba de los alcoholes; y fue mi iniciador en las correrías nocturnas del Barrio Latino. Era mi pobre amigo, muerto no hace mucho tiempo, Alejandro Sawa. Algunas veces me acompañaba también Carrillo, y con uno y otro conocí a poetas y escritores de París, a quienes había amado desde lejos.

Uno de mis grandes deseos era poder hablar con Verlaine. Cierta noche, en el café D'Harcourt, encontramos al Fauno, rodeado de equívocos acólitos.

Estaba igual al simulacro en que ha perpetuado su figura el arte maravilloso de Carriére. Se conocía que había bebido harto. Respondía de cuando en cuando, a las preguntas que le hacían sus acompañantes, golpeando interminentemente el mármol de la mesa. Nos acercamos con Sawa, me presentó: «Poeta americano, admirador, etc.». Yo murmuré en mal francés toda la devoción que me fue posible, concluí con la palabra gloria... Quién sabe qué habría pasado esta tarde al desventurado maestro; el caso es que, volviéndose a mí, y sin cesar de golpear la mesa, me dijo en voz baja y pectoral: «¡La gloire!... ¡La gloire!... ¡M... M... encore!...». Creí prudente retirarme, y esperar verle de nuevo una ocasión más propicia. Esto no lo pude lograr nunca, porque las noches que volví a encontrarle, se hallaba más o menos en el mismo estado; a aquello, en verdad, era triste, doloroso, grotesco y trágico. Pobre «¡Pauvre Lelian! ¡Priez potir le pauvre Gaspard!....».

 

- XXXIII -

Una mañana, después de pasar la noche en vela, llevó Alejandro Sawa a mi hotel a Charles Morice, que era entonces el crítico de los simbolistas. Hacía poco que había publicado su famoso libro La literature de toute a l'heure. Encontró sobre mi mesa unos cuantos libros, entre ellos un Walt Whitman, que no conocía. Se puso a hojear una edición guatemalteca de mi Azul, en que, por mal de mis pecados, incluí unos versos franceses, entre los cuales los hay que no son versos, pues yo ignoraba cuando los escribí muchas nociones de poética francesa. Entre ellas, pongo por caso, el buen uso de la «e» muda, que, aunque no se pronuncia en la conversación, o es pronunciada escasamente según el sistema de algunos declamadores, cuenta como sílaba para la medida del verso. Charles Morice fue bondadoso y, tuvimos, durante mi permanencia en París, buena amistad, que por cierto no hemos renovado en días anteriores. Con quien tuve más intimidad fue con Juan Moreas. A éste me presentó Carrillo, en una noche barriolatinesca. Ya he contado en otra ocasión nuestras largas conversaciones ante animadores bebedizos. Nuestras idas por la madrugada a los grandes mercados, a comer almendras verdes, o bien salchichas en los figones cercanos, donde se surten obreros y trabajadores de les Halles. Todo ello regado con vinos como el petit vin bleu y otros mostos populares. Moreas regresaba a su casa, situada por Montrouge, en tranvía, cuando ya el sol comenzaba a alumbrar las agitaciones de París despierto. Nuestras entrevistas se repetían casi todas las noches. Estaba el griego todavía joven; usaba su inseparable monóculo y se retorcía los bigotes de palíkaro, dogmatizando en sus cafés preferidos, sobre todo en el Vachetts, y hablando siempre de cosas de arte y de literatura. Como no quería escribir en los diarios, vivía principalmente de una pensión que le pasaba un tío suyo que era ministro en el gobierno del rey Jorge, en Atenas. Sabido es que su apellido no era Moreas, sino Papadiamantopoulos. Quien desee más detalles lea mi libro Los Raros. Me habían dicho que Moreas sabía español. No sabía ni una sola palabra. Ni él, ni Verlaine, aunque anunciaron ambos, en los primeros tiempos de la revista La Plume, que publicarían una traducción de La Vida es Sueño, de Calderón de la Barca. Siendo así como Verlaine solía pronunciar, con marcadísimo acento, estos versos de Góngora: «A batallas de amor campo de plumas»; Moreas, con su gran voz sonora, exclamaba: «No hay mal que por bien no venga»... O bien: en cuanto me veía: «¡Viva don Luis de Góngora y Argote!», y con el mismo tono, cuando divisaba a Carrillo, gritaba: «¡Don Diego Hurtado de Mendoza!». Tanto Verlaine como Moreas eran popularísimos en el Quartier, y andaban siempre rodeados de una corte de jóvenes poetas que, con el Pauvre Lelian, se aumentaban de gentes de la mala bohemia que no tenían que ver con el arte ni con la literatura.

 

- XXXIV -

Entre los verdaderos amigos de Verlaine, había uno que era un excelente poeta, Maurice Duplessis. Éste era un muchacho gallardo, que vestía elegante y extravagantemente, y que con Charles Maurras, que es hoy uno de los principales sostenedores del partido Orleanista, y con Ernesto Reynaud que es comisario de policía, formaban lo que se llamaba la escuela Romana, de que Moreas era el sumo Pontífice. A Duplessis, que fue desde entonces muy mi amigo, le he vuelto a ver recientemente pasando horas amargas y angustiosas, de las cuales le librara alguna vez y ocasionalmente la generosidad de un gran poeta argentino.

Yendo en una ocasión por los bulevares, oí que alguien me llamaba. Me encontré con un antiguo amigo chileno, Julio Bañados Espinosa, que había sido ministro principal de Balmaceda. Se ocupaba en escribir la historia de la administración de aquel infortunado presidente. Nos vimos repetidas veces. Me invitó a comer en un círculo de Esgrima y Artes, que no era otra cosa, en realidad, sino una casa de juego, como son muchos círculos de París. Allá me presentó al famoso Aurelien Scholl, ya viejo y siempre monoculizado. Se decía que el juego no era perseguido en ese club, porque la influencia de Scholl... pero no deseo repetir aquí murmuraciones bulevarderas.

Comía yo generalmente en el café Larue, situado enfrente de la Magdalena. Allí me inicié en aventuras de alta y fácil galantería. Ello no tiene importancia; mas he de recordar a quien me diese la primera ilusión de costoso amor parisién. Y vaya una grata memoria a la gallarda Marión Delorme, de victorhuguesco nombre, de guerra, y que habitaba entonces en la avenida Víctor Hugo. Era la cortesana de los más bellos hombros. Hoy vive en su casa de campo y da de comer a sus finas aves de corral. Los cafés y restaurants del bosque no tuvieron secretos para mí. Los días que pasé en la capital de las capitales, pude muy bien no olvidar a ningún irreflexivo rastaquouere. Pero los rollos de águilas iban mermando y era preciso disponer la partida a Buenos Aires. Así lo hice, no sin que mi codicioso hotelero, viendo que se le escapaba esa pera, como dicen los franceses, quisiese quedarse con el resto de mis oros, de lo cual me libró la intervención de un cónsul, y de mi buen amigo Tible Machado, que residía, también con cargo consular, en el puerto del Havre.

 

- XXXV -

Me embarqué para la capital argentina, llevando como valet a un huesudo holandés que sin recomendación alguna se me presentó ofreciéndome sus servicios.

Y heme aquí, por fin, en la ansiada ciudad de Buenos Aires, a donde tanto había soñado llegar desde mi permanencia en Chile. Los diarios me saludaron muy bondadosamente. La Nación habló de su colaborador con términos de afecto, de simpatía y de entusiasmo, en líneas confiadas al talento de Julio Piquet. La Prensa me dio la bienvenida, también en frases finas y amables, con que me favoreciera la gentileza del ya glorioso Joaquín V. González.

Fui muy visitado en el hotel en donde me hospedaran. Uno de los primeros que llegaron a saludarme fue un gran poeta a quien yo admiraba desde mis años juveniles, muchos de cuyos versos se recitan en mi lejano país original: Rafael Obligado. Otro fue don Juan José García Velloso, aquel maestro sapiente y sensible, que vino de España, y que cantó y enseñó con inteligencia erudita y con cordial voluntad.

Presenté mi Carta Patente y fue reconocido por el gobierno argentino como Cónsul General de Colombia. Mi puesto no me dio ningún trabajo, pues no había nada que hacer, según me lo manifestara mi antecesor, el señor Samper, dado que no había casi colombianos en Buenos Aires y no existían transacciones ni cambios comerciales entre Colombia y la República Argentina.

Fui invitado a las reuniones literarias que daba en su casa don Rafael Obligado. Allí concurría lo más notable de la intelectualidad bonaerense. Se leían prosas y versos. Después se hacían observaciones y se discutía el valor de éstas. Allí me relacioné con el poeta y hombre de letras doctor Calixto Oyuela, cuya fama había llegado hacía tiempo a mis oídos. Conocía sus obras, muy celebradas en España. Talento de cepa castiza, seguía la corriente de las tradiciones clásicas, y en todas sus obras se encuentra la mayor corrección y el buen conocimiento del idioma. Me relacioné también con Alberto del Solar, chileno radicado en Buenos Aires, que se ha distinguido en la producción de novelas, obras dramáticas, ensayos y aun poesías. Con Federico Gamboa, entonces secretario de la Legación de México que animaba la conversación con oportunas anécdotas, con chispeantes arranques y con un buen humor contagioso e inalterable, y que ha producido notables piezas teatrales, novelas y otros libros amenos y llenos de interés. Con Domingo Martinto y Francisco Soto y Calvo, arribos cuñados de Obligado, ambos poetas y personas de distinción y afabilidad. Con el doctor Ernesto Quesada, letrado erudito, escritor bien nutrido y abundante, de un saber cosmopolita y políglota; y con otros más, pertenecientes al Buenos Aires estudioso y literario. El dueño de casa nos regalaba con la lectura de sus poesías, vibrantes de sentimiento o llameantes de patriotismo. Así pasábamos momentos inolvidables que ha recordado Federico Gamboa, con su estilo y lleno de sinceridad, en las páginas de su Diario.

 

- XXXVI -

Naturalmente que desde mi llegada me presenté a la redacción de La Nación, donde se me recibió con largueza y cariño. Dirigía el diario el inolvidable Bartolito Mitre. Lo encontré en su despacho fumando su inseparable largo cigarro italiano. Sentí a la inmediata, después de conversar un rato, la verdad de su amistad transparente y eficaz que se conservó hasta su muerte. Me llevó a presentarme a su padre el general, y me dejó allí, ante aquel varón de historia y de gloria, a quien yo no encontraba palabra que decir, después de haber murmurado una salutación emocionada. Me habló el general Mitre de Centro América y de sus historiadores Montufar, Ayón, Fernández; recordó al poeta guatemalteco Batres, autor de El Reloj, habló de otras cosas más. Me hizo algunas preguntas sobre el canal de Nicaragua. Estuvo suave y alentador en su manera seria y como triste, cual de hombre que se sabía ya dueño de la posteridad. Salí contentísimo.

Era administrador de La Nación don Enrique de Vedia. Alto, delgado, aspecto de figura de caballero del Greco. Grave y acerado, tenía una sólida y variada cultura y, un gusto excelente. A pesar de la diferencia de caracteres y de edades, cultivábamos la mejor amistad, y por indicación suya escribí muchos de los mejores artículos que publiqué en esa época en La Nación. Era subdirector del diario Aníbal Latino, esto es, José Ceppi, hombre al parecer un tanto adusto; pero dotado de actividad, de resistencia y de inmejorables condiciones para el puesto que desempeñaba. Secretario de redacción era Julio Piquet, experto catador de elixires intelectuales, escritor de sutiles pensares y de gentilezas de estilo, y que contribuía poderosamente a la confección de aquellos números nutridos de brillante colaboración del gran periódico, que se diría tenían carácter antológico. En la casa traté a crecido número de redactores y colaboradores, de los cuales unos han desaparecido y otros se han alejado, por ley del tiempo y de los cambios de la vida; pero ninguno fue más íntimo compañero mío que Roberto J. Payró, trabajador insigne, cerebro comprendedor e imaginador, que sin abandonar las tareas periodísticas ha podido producir obras de aliento en el teatro y en la novela. Fue asimismo amigo mío el autor de La Bolsa, José Miró, que firmaba con el pseudónimo de Julián Martel y cuya única obra auguraba una rica y aquilatada producción futura. El pobre Miró pasó en trabajosa bohemia y en consuetudinaria escasez, los mejores años de su juventud, y, ¡oh, ironías de la suerte!, después que murió de tuberculosis, se encontró que una parienta millonaria le había dejado en su testamento una fortuna.

 

- XXXVII -

Claro es que mi mayor número de relaciones estaba entre los jóvenes de letras, con quienes comencé a hacer vida nocturna, en cafés y cervecerías. Se comprende que la sobriedad no era nuestra principal virtud. Frecuentaba también a otros amigos que ya no eran jóvenes, como ese espíritu singular lleno de tan variadas luces y de quien emanaban una generosidad corriente simpática y un contagio de vitalidad y de alegría, el doctor Eduardo L. Holemberg; o bien el hoy célebre americanista Ambrosetti, que ilustraba nuestras charlas con sus ilustrativas narraciones. Con Payró nos juntábamos en compañía del bizarro poeta, entonces casi un efebo, pero ya encendido de cosas libertarias, Alberto Ghiraldo; de Manuel Argerich, cariñoso dandy, que escribió para el teatro; del excelente aeda suizo Charles Soussens, fiel a sus principios de nocturnidad; de José Ingenieros, hoy psiquiatra eminente; de José Pardo, que fundara varias revistas; de Diego Fernández Espiro, el mosquetero de los sonantes sonetos; del encantador veterano Antonino Lamberti, a quien los manes de Anacreonte bendicen, y a quien las Gracias y las Musas han sido siempre propicias y halagadoras.

Otro de mis amigos, que ha sido siempre fraternal conmigo, era Charles E. F. Vale, un inglés criollo incomparable.

Una noche, con motivo del aniversario de la reina Victoria, le dicté en el restaurant de Las 14 provincias, un pequeño poema en prosa dedicado a su soberana, que él escribió a falta de papel en unos cuantos sobres y que no ha aparecido en ninguno de mis libros. Ese poemita es el siguiente:

 

God save the Queen

To my friend C. E. F. Vale.

Por ser una de las más fuertes y poderosas tierras de poesía;

Por ser la madre de Shakespeare;

Porque tus hombres son bizarros y bravos, en guerras y en olímpicos juegos;

Porque en tu jardín nace la mejor flor de las primaveras y en tu cielo se manifiesta el más triste sol de los inviernos;

Canto a tu reina, oh grande y soberbia Britania, con el verso que repiten los labios de todos tus hijos;

God save the Queen

Tus mujeres tienen los cuellos de los cisnes y la blancura de las rosas blancas;

Tus montañas están impregnadas de leyenda, tu tradición es una mina de oro, tu historia una mina de hierro, tu poesía una mina de diamantes;

En los mares, tu bandera es conocida de todas las espumas y de todos los vientos, a punto de que la tempestad ha podido pedir carta de ciudadanía inglesa:

Por tu fuerza, oh Inglaterra:

God save the Queen

Porque albergaste en una de tus islas a Víctor Hugo;

Porque sobre el hervor de tus trabajadores, el tráfago de tus marinos y la labor incógnita de tus mineros, tienes artistas que te visten de sedas de amor, de oros de gloria, de perlas líricas;

Porque en tu escudo está la unión de la fortaleza y del ensueño, en el león simbólico de los reyes y unicornio amigo de las vírgenes y hermano del Pegaso de los soñadores:

God save the Queen

Por tus pastores que dicen los salmos y tus padres de familia que en las horas tranquilas leen en alta voz el poeta favorito junto a la chimenea.

Por tus princesas incomparables y tu nobleza secular;

Por San Jorge, vencedor del Dragón; por el espíritu del gran Will y los versos de Swinburne y Tennyson;

Por tus muchachas ágiles, leche y risa, frescas y tentadoras como manzanas;

Por tus mozos fuertes que aman los ejercicios corporales; por tus scholars familiarizados con Platón, remeros o poetas;

God save the Queen

Envío

Reina y emperatriz, adorada de tu inmenso pueblo, madre de reyes, Victoria favorecida por la influencia de Nile; solemne viuda vestida de negro, adorada del príncipe amado; Señora del mar, Señora del país de los elefantes. Defensora de la Fe, poderosa y gloriosa anciana, el himno que te saluda se oiga hoy por toda la tierra: Reina buena: «¡Dios te salve!».

 

- XXXVIII -

Comencé a publicar en La Nación una serie de artículos sobre los principales poetas y escritores que entonces me parecieron raros, o fuera de lo común. A algunos les había conocido personalmente, a otros por sus libros. La publicación de la serie de Los raros que después formó un volumen, causó en el Río de la Plata excelente impresión, sobre todo entre la juventud de letras, a quien se revelaban nuevas maneras de pensamiento y de belleza. Cierto que había en mis exposiciones, juicios y comentos, quizás demasiado entusiasmo; pero de ello no me arrepiento, porque el entusiasmo es una virtud juvenil que siempre ha sido productora de cosas brillantes y hermosas; mantiene la fe y aviva la esperanza. Uno de mis artículos me valió una Carta de la célebre escritora francesa, Mme. Alfred Valette que firma con el pseudónimo de Rachilde, carta interesante y llena de esprit, en que me invitaba a visitarla en la redacción del Mercure de France cuando yo llegase a París. A los que me conocen no les extrañará que no haya hecho tal visita durante más de doce años de permanencia fija en la vecindad de la redacción del Mercure. He sido poco aficionado a tratarme con esos chermaitre, franceses, pues algunos que he entrevisto me han parecido insoportables de pose y terribles de ignorancia de todo lo extranjero, principalmente en lo referente a intelectualidad.

Pasaba, pues, mi vida bonaerense escribiendo artículos para La Nación, y versos que fueron más tarde mis Prosas Profanas; y buscando, por la noche, el peligroso encanto de los paraísos artificiales. Me quedaba todavía en el Banco Español del Río de la Plata algún resto de mis águilas americanas; pero éstas volaron pronto, por el peregrino sistema que yo tenía de manejar fondos. Me acompañaba un extraordinario secretario francés, que me encontré no sé dónde, y que me sedujo hablándome de sus aventuras de Indo-China. Considerad, que me contaba: «Una vez en Saigón» o bien: «Aquella tarde en Singapour...», o bien: «Entonces me contestó mi amigo el Maradjad...». ¡No solamente le hice mi secretario, sino que él llevaba en el bolsillo mi libro de cheques! Felizmente, cuando volaron todas las águilas, voló él también, con su larga nariz, su infaltable sombrero de copa y su largo levitón.

Vino la noticia de la muerte del doctor Rafael Núñez y pocos meses después recibí nota de Bogotá, en que se me anunciaba la supresión de mi consulado. Me quedé sujeto a lo que ganaba en La Nación y luego a un buen sueldo que por inspiración providencial, me señaló en La Tribuna su director, ese escritor de bríos y gracias que se firmaba Juan Cancio y que no es otro que mi buen amigo Mariano de Vedia. Mi obligación era escribir todos los días una nota larga o corta, en prosa o verso, en el periódico. Después me invitó a colaborar en su diario. El Tiempo el generoso y culto Carlos Vega Belgrano, que luego sufragó los gastos para la publicación de mi volumen de versos Prosas Profanas.

 

- XXXIX -

Prosas Profanas, cuya sencillez y poca complicación se pueden apreciar hoy, causaron al aparecer, primero en periódicos y después en libro, gran escándalo entre los seguidores de la tradición y del dogma académico; y no escasearon los ataques y las censuras y mucho, menos las bravas defensas de impertérritos y decididos soldados de nuestra naciente reforma. Muchos de los contrarios se sorprendieron hasta del título del libro, olvidando las prosas latinas de la Iglesia, seguidas por Mallarmé en la dedicada al Des Esseint de Huysmans; y sobre todo, las que hizo en roman paladino, uno de los primitivos de la castellana lírica. José Enrique Rodó explicó y Remy de Gourmont me había manifestado ya respecto a dicho título, en una carta: «C'est une trouvaille». De todas esas poesías ha hecho el autor de Motivos de Proteo una encantadora exégesis.

Una de ellas, la titulada Era un aire suave, fue escrita en edad de ilusiones y de sueños y evocada en esta ciudad práctica y activa, un bello tiempo pasado, ambiente del siglo XVIII francés, visión imaginaria traducida en nuevas verdades músicas. Ella dice la eterna ligereza cruel de aquella a quien un aristocrático poeta llamara Enfant Malade, y trece veces impura; la que nos da los más dulces y los más amargos instantes en la vida; la Eulalia simbólica que ríe, ríe, ríe, desde el instante en que tendió a Adán la manzana paradisíaca. Como siempre, hubo sus aplausos y sus críticas, en las cuales, gente que había oído hablar de decadentes y de simbolistas, aseguraban ser mis producciones ininteligibles, censura cuya causa no he podido nunca comprender. Como he dicho, había también quienes me seguían y me aplaudían; y tiempo después debían aquí repetirse por la obra de otros poetas de libertad y de audacia, iguales censuras, como también iguales aplausos.

Mi poesía Divagación fue escrita en horas de soledad y de aislamiento que fui a pasar en el Tigre Hotel. ¿Tenía yo algunos amoríos? No lo sabré decir ahora. Es el caso que en esos versos hay una gran sed amorosa y en la manifestación de los deseos y en la invitación a la pasión, se hace algo como una especie de geografía erótica. El poema concluía así:

 

... Amor, en fin, que todo diga y cante

Amor que encante y deje sorprendida

A la serpiente de ojos de diamante

Que está enroscada al árbol de la vida.

 

Ámame así, fatal, cosmopolita,

Universal, inmensa, única, sola

Y todas, misteriosa y erudita;

Ámame mar y nube; espuma y ola.

 

Sé mi reina de Saba mi tesoro;

Descansa en mis palacios solitarios.

Duerme. Yo encenderé los incensarios

Y junto a mi unicornio cuerno de oro

Tendrán rosas y miel tus dromedarios.

 

- XL -

Luego vienen otras poesías que han llegado a ser de las conocidas y repetidas en España y América, como la Sonatina, por ejemplo, que por sus particularidades de ejecución, yo no sé por qué no ha tentado a algún compositor para ponerle música. La observación no es mía. «Pienso, dice Rodó, que la Sonatina hallaría su comentario mejor en el acompañamiento de una voz femenina que le prestara melodioso realce. El poeta mismo ha ahorrado a la crítica la tarea de clasificar esa composición, dándole un nombre que plenamente la caracterizaba. Se cultiva casi exclusivamente en ella, la virtud musical de la palabra y del ritmo poético». En efecto, la musicalidad en este caso, sugiere o ayuda a la concepción de la imagen soñada.

Blasón es el título de otra corta poesía, que fue escrita en Madrid en el tiempo de las fiestas del Centenario de Colón. Tuve allí oportunidad de conocer a un gentil hombre, diplomático centroamericano, casado con una alta dama francesa, como que es, por sus primeras nupcias, la madre del actual jefe de la casa de Gontaut-Biron, el conde de Gontaut Saint-Blancard. Me refiero a la marquesa de Peralta. En el álbum de tal señora, celebré la nobleza y la gracia de un ave insigne, el cisne. Después están las alabanzas a los «ojos negros de Julia». ¿Qué Julia? Lo ignoro ahora. Sed benévolos ante tamaña ingratitud con la belleza. Porque, ciertamente, debió de ser bella la dama que inspiró las estrofas de que trato, en loor de los ojos negros, ojos que, al menos en aquel instante, eran los preferidos. Luego será un recuerdo galante en el escenario del siempre deseado París. Pierrot, el blanco poeta, encarna el amor lunar, vago y melancólico, de los líricos sensitivos. Es el carnaval. La alegría ruidosa de la gran ciudad se extiende en calles y bulevares. El poeta y su ilusión, encarnada en una fugitiva y harto amorosa parisién, certifica, por la fatalidad de la vida, la tristeza de la desilusión y el desvanecimiento de los mejores encantos. Rodó -a quien siempre habría que citar tratándose de Prosas Profanas- ha dicho cosas deliciosas a propósito de estos versos.

Hay en el tomo de Prosas Profanas un pequeño poema en prosa rimada, de fecha muy anterior a las poesías escritas en Buenos Aires, pero que por la novedad de la manera llamó la atención. Está, se puede decir, calcado, en ciertos preciosos y armoniosos juegos que Catulle Mendes publicó con el título de Lieds de France. Catulle Mendes, a su vez, los había imitado de los poemitas maravillosos de Gaspard de la Nuit, y de estribillos o refranes de rondas populares. Me encontraba yo en la ciudad de New York, y una señorita cubana, que era prodigiosa en el arpa, me pidió le escribiese algo que en aquella dura y colosal Babel le hiciese recordar nuestras bellas y ardientes tierras tropicales. Tal fue el origen de esos aconsonantados ritmos que se titulan En el país del Sol.

Un soneto hay en ese libro que se puede decir ha tenido mayor suerte que todas mis otras composiciones, pues de los versos míos son los más conocidos, los que se recitan más, en tierra hispana como en nuestra América. Me refiero al soneto Margarita. Por cierto, la boga y el éxito se deben a la anécdota sentimental, a lo sencillo emotivo, y a que cada cual comprende y siente en sí el sollozo apasionado que hay en estos catorce versos. Entonces sí, ya habla caído yo en Buenos Aires en nuevas redes pasionales; y fui a ocultar mi idilio, mezclado a veces de tempestad, en el cercano pueblo de San Martín. ¿En dónde se encontrará, Dios mío, aquélla que quería ser una Margarita Gauthier, a quien no es cierto que la muerte haya deshojado, «por ver si me quería», como dice el verso, y que llegara a dominar tanto mis sentidos y potencias? ¡Quién sabe! Pero, si llegásemos a encontrarnos, es seguro que se realizaría lo que expresa la tan humana redondilla de Campoamor:

 

Pasan veinte años, vuelve él

y al verse, exclaman él y ella:

-¡Dios mío, y ésta es aquélla!

-¡Santo Dios, y éste es aquél!

 

Hay otra poesía en ese volumen, escrita en España en 1892, en la cual se ven ya los distintivos que han de caracterizar mi producción anterior, a pesar de que ese trabajo es castizo, de espíritu español puro, de acento, de tradición, de manera, de forma. Es en elogio de un metro popular, armonioso y cantante, la seguidilla. A ese tiempo también pertenecía el «pórtico» que escribí en Madrid para que sirviese de introducción a la colección de poesías que con el título de En tropel dio a luz el poeta Salvador Rueda.

La página blanca fue escrita en Buenos Aires, en casa del pobre Miguelito Ocampo. ¿Quién se acuerda de Miguelito Ocampo?... Hombre de corazón bueno, de natural ingenio, a quien se debe el primer ensayo de zarzuela cómica nacional argentina, y que hubiese quizás dejado una producción más copiosa e importante, si la peor de las bohemias no le arrebata, primero la voluntad y después la salud y la vida. En su casa escribí, como he dicho antes, La página blanca, en presencia de nuestro querido viejo Lamberti, a quien dediqué esos versos. Casi todas las composiciones de Prosas Profanas fueron escritas rápidamente, ya en la redacción de La Nación, ya en las mesas de los cafés, en el Aue's Keller, en la antigua casa de Lucio, en lo de Monti. El coloquio de los centauros lo concluí en La Nación, en la misma mesa en que Roberto Payró escribía uno de sus artículos. Tanto éstas como otras poesías exigirían bastantes exégesis y largas explicaciones, que a su tiempo se harán en este libro.

 

- XLI -

Otra hospitalidad de buen humor que me acogiera por esos días fue la del excelente amigo Rouquad. Allí rendíamos tributo a la gula, con platos suculentos que solía dirigir el dueño de casa. Allí llegaban, entre otros compañeros ya nombrados, un joven poeta de audacia y fantasía, que ha producido después libros muy plausibles. Se llamaba Américo Llanos, era de origen uruguayo y desempeña actualmente el consulado de su país en San Sebastián de España, con su verdadero nombre, Armando Vasseur. Iba también cierto ábate francés, de apellido Claude, que enseñaba su idioma al melodioso y elegante lírico de dorados cabellos, Eugenio Díaz Romero. Este ábate tenía una historia de las más escabrosas y que habría interesado a Barbey d'Aureville. Era sobrino de un cardenal. Había venido a la Argentina muy bien recomendado, pero al hombre le gustaban mucho los alcoholes, en especial la demoníaca agua verde del ajenjo. En una de las provincias colgó los hábitos, pues se había enamorado locamente de la mujer con quien tuvo varios hijos. Ella, atemorizada o arrepentida, le abandonó para casarse con otro; y poseyó al abate la mayor desesperación, y la desesperación y el veneno verde le llevaron casi a la locura. Volvió a Buenos Aires y entonces fue cuando le conocí. En La Nación he publicado una página en que narro cómo el general Mitre pudo socorrer una vez al infeliz religioso, en momentos de miseria y de angustia. Mucho tiempo después, se me apareció en París, el desventurado. Iba de nuevo vestido con sus ropas talares. Lo tenía recluido el arzobispo en un convento. Le dejaban salir muy de tarde en tarde y en compañía de algún otro sacerdote; pero esa vez llegó solo. Me contó sus horas de oración y de arrepentimiento, mas poco a poco se fue exaltando. -«Vamos, me dijo, a dar una vuelta». Yo le acompañé a la calle. Conversaba ya tranquilo, ya agitado, sobre todo cuando me recordaba a la mujer de quien estaba enamorado, y a sus hijos. Y como pasáramos cerca de un café: -«Entremos, me dijo, tengo mucha sed, tomaremos algún refresco». Por más que me opuse, vi que la cosa era irremediable. Entramos, y con asombro de los concurrentes, el abate, en vez de un refresco, ya comprenderéis que pidió su veneno. Yo me despedí más tarde. Al día siguiente llegó a verme de nuevo en un estado lamentable. Me dijo que todo aquello no era sino obra del demonio; que él estaba arrepentido y que para el mal de raíz, se iría a una cartuja que está en una isla cerca de Niza. Creí que todas esas promesas eran historias; pero el abate desapareció y a los pocos días recibía yo unas cuantas fotografías de la Cartuja y una carta en que el triste me anunciaba su definitiva separación del mundo. No volví a saber nunca más de él.

 

- XLII -

En la redacción de Tribuna me relacioné, por presentación de Mariano de Vedia, con el doctor Lorenzo Anadón, con el general Mansilla, y los poetas Carlos Roxlo y Christian Roeber. Mansilla simpatizó mucho conmigo y publicó a este respecto un precioso y chispeante artículo. Le visité. En su casa me mostró cosas curiosísimas, entre ellas el mejor retrato que yo haya visto de su tío don Juan Manuel de Rozas. Alcancé a conocer también a su madre, doña Agustina, la belleza célebre que aún resplandecía en su ancianidad, y a quien, cuando murió, deshojé uh ramillete de rosas literarias. El poeta Roxlo era de trato suave y delicado y no adivinaba yo en él al futuro vigoroso combatiente de las luchas políticas. Publicaba sus versos impregnados de perfume patrio y en los cuales hay sollozos de guitarra pampera, melancólicos aires rurales, y la revelación armoniosa de un profundo sentir. Roeber era tipo romántico y legendario. Su novela vital se contaba en voz baja. Se decía que, por drama de amores, lo que menos le había pasado era recibir una bala en la cabeza, en duelo, por lo cual tuvo que estar un tiempo encerrado en un manicomio. Es lo cierto que tenía un conocido título español, con el cual publicó una serie de traducciones de las novelas de cierto alegre y ha tiempo pasado de moda autor francés. Mansilla me dio una comida a la cual invitó a algunos intelectuales. Tengo presente la larga conversación que allí tuve con el doctor Celestino Pera, y la interesantísima facundia de nuestro anfitrión, que narrara amenos sucesos y prodigara agudas ocurrencias, felices frases, con ese poder de conversador ágil y oportuno que se ha reconocido en todas partes.

Fundé una revista literaria en unión de un joven poeta tan leído como exquisito, de origen boliviano. Ricardo Jaimes Freyre, actualmente vecino de Tucumán. Ricardo es hijo del conocido escritor, periodista y catedrático que ha publicado tan curiosas y sabrosas tradiciones desde hace largo tiempo, en su país de Bolivia, y que en Buenos Aires hizo aparecer un valioso volumen sobre el antiguo y fabuloso Potosí. Él y su hijo eran para mí excelentes amigos. Con Brocha Gorda, pseudónimo de Jaimes padre, solíamos hacer amenas excursiones teatrales, o bien por la isla de Maciel, pintoresca y alegre, o por las fondas y comedores italianos de La Boca, en donde saboreábamos pescados fritos, y pastas al jugo, regados con tintos chiantis y obscuros barolos. Quien haya conversado con Julio L. Jaimes, sabrá del señorito y del ingenio de los caballeros de antaño.

Con Ricardo no entrábamos por simbolismo y decadencias francesas, por cosas d'annunzianas, por prerrafaelismos ingleses y otras novedades de entonces, sin olvidar nuestras ancestrales Hitas y Berceos, y demás castizos autores. Fundamos, pues, la Revista de América, órgano de nuestra naciente revolución intelectual y que tuvo, como era de esperarse, vida precaria, por la escasez de nuestros fondos, la falta de suscripciones y, sobre todo, porque a los pocos números, un administrador italiano, de cuerpo bajito, de redonda cabeza calva y maneras untuosas, se escapó, llevándose los pocos dineros que habíamos podido recoger. Y así acabó nuestra entusiasta tentativa. Pero Ricardo se desquitó, dando a luz su libro de poesías Castalia Bárbara, que fue una de las mejores y más brillantes muestras de nuestros esfuerzos de renovadores. Allí se revelaba un lírico potente y delicado, sabio en técnica y elevado en numen.


- XLIII -

Y se creó el grupo del Ateneo. Esta asociación, que produjo un considerable movimiento de ideas en Buenos Aires, estaba dirigida por reconocidos capitanes de la literatura, de la ciencia y del arte, Zuberbuhler, Alberto Williams, Julián Aguirre, Eduardo Schiaffino, Ernesto de la Cárcova, Sivori, Ballerini, de la Valle, Correa Morales y otros animaban el espíritu artístico: Vega Belgrano, don Rafael Obligado, don Juan José García Velloso, el doctor Oyuela, el doctor Ernesto Quesada, el doctor Norberto Piñeiro y algunas más, fomentaban las letras clásicas y las nacionales, y los más jóvenes alborotábamos la atmósfera con proclamaciones de libertad mental.

Yo hacía todo el daño que me era posible al dogmatismo hispano, al anquilosamiento académico, a la tradición hermosillesca, a lo pseudo-clásico, a lo pseudo-romántico, a lo pseudo-realista y naturalista y ponía a mis «raros» de Francia, de Italia, de Inglaterra, de Rusia, de Escandinavia, de Bélgica y aún de Holanda y de Portugal, sobre mi cabeza. Mis compañeros me seguían y me secundaban con denuedo. Exagerábamos, como era natural la nota. Un Benjamín de la tribu, Carlos Alberto Becu, publicó una plaquette, donde por primera vez aparecían en castellano versos libres a la manera francesa; pues los versos libres de Jaimes Freyre, eran combinaciones de versos normales castellanos. Becu hace tiempo abandonó sus inclinaciones líricas y es hoy un grave y sesudo internacionalista. Luis Perisso publicaba su Pensamiento de América, su traducción de Belkis, del portugués Eugenio de Castro y trabajaba porque se relacionaran los jóvenes intelectuales argentinos con los del resto de Hispano-América. Leopoldo Díaz escribía sus elegancias parnasianas, sus poemas de esfuerzo esotérico. Ángel de Estrada anunciaba con su producción el sutil e intenso poeta y el prosista artístico y sugestivo que es hoy. Con él y con Alberto Vergara Biedma, profundizador y elocuente, divagábamos sobre temas de belleza, Miguel Escalada, que abandonó a las generosas musas, burilaba o miniaba poemitas de singular y suave gracia. Eduardo de Ezcurra nos hablaba de su estética y nos citaba siempre a Campanella, uno de sus autores favoritos. Carlos Baires nos hacía pensar en trascendentes problemas, con sus iniciaciones filosóficas, Mauricio Nierenstein nos mostraba selecciones de las letras alemanas y nos instruía en asuntos talmúdicos. José Ingenieros, con su aguda voz y su agudo espíritu nos hacía vibrar en súbitos entusiasmos itálicos. José Pardo llevaba alguna página de pasión, y el bien de su sedoso carácter. José Ojeda nos ungía con el óleo de la música; y si hay otros que no vienen ahora a mi memoria, han de perdonármelo a causa del tiempo. Por esos días di en el Ateneo una conferencia en extremo laudatoria sobre el soñador lusitano Eugenio de Castro. De ese vibrante grupo del Ateneo brotaron muchos versos, muchas prosas; nacieron revistas de poca vida, y en nuestras modestas comidas a escote, creábamos alegría, salud y vitalidad para nuestras almas de luchadores y de réveurs. Un día apareció Lugones, audaz, joven, fuerte y fiero, como un cachorro de hecatónquero que viniera de una montaña sagrada. Llegaba de su Córdoba natal, con la seguridad de su triunfo y de su gloria. Nos leyó cosas que nos sedujeron y nos conquistaron. A poco estaba ya con Ingenieros redactando un periódico explosivo, en el cual mostraba un espíritu anárquico, intransigente y candente. Hacía prosas de detonación y relampagueo que iba más allá de León Bloy; y sonetos contra muffles que traspasaban los límites del más acre Laurent Taihade. Vega Belgrano lo llevó a El Tiempo, y allí aparecieron lucubraciones y páginas rítmicas de toda belleza, de todo atrevimiento y de toda juventud. Dio al público su libro Las montañas de oro, para mí el mejor de toda su obra, porque es donde se expone mayormente su genial potencia creadora, su gran penetración de lo misterioso del mundo; y porque hasta sus imperfecciones son como esos informes trozos de roca en donde se ve a los brillos del sol, el rico metal que la veta de la mina oculta en su entraña. Yo agité palmas y verdes ramos en ese advenimiento; y creí en el que venía, hoy crecido y en la plena y luminosa marcha de su triunfante genio.

 

- XLIV -

Tres amigos médicos tuve, que fueron alternativamente los salvadores de mi salud. Fue el uno el doctor Francisco Sicardi, el novelista y poeta originalísimo, cuya obra extraordinaria y desigual tiene cosas tan grandes que pasan los límites de la simple literatura. Su Libro Extraño es de lo más inusitado y peregrino que haya producido una pluma en lengua castellana. El otro médico, era Martín Reibel, el fraternal e incomparable Hipócrates de los poetas, a quien Eduardo Talero, entre otros, debe la vida, y yo más de una vez el afianzamiento del más sacudido y atormentado de los organismos. El otro era Prudencio Plaza, con quien fui a pasar una temporada a la isla de Martín García, cuando él era médico de aquel lazareto. Pasamos allí horas plácidas; nos perfeccionábamos en el tiro del máuser; leíamos el Quijote, nos confiábamos las ilusiones de nuestros mutuos porvenires. Pero no olvidaré jamás la llegada de los cadáveres de enfermos sospechosos de alguna contagiosa enfermedad; ni una autopsia que vi hacer desde lejos, del cuerpo largo y bronceado de un hindú, pues era la primera vez, la primera y la única, que he visto ejecutar el horrible y sabio descuartizamiento. De Martín García envié a La Nación algunas correspondencias informativas firmadas con un pseudónimo.

Hice después un viaje a Bahía Blanca, en compañía del amigo Rouquaud. No era, por cierto, Bahía Blanca el emporio que es ahora; sin embargo, ya se hablaba mucho del futuro colosal que debería llegar para esa espléndida región argentina.

De Bahía Blanca partí para una estancia del doctor Argerich, y allí fue mi primera visita a la Pampa inmensa y poética. Poética, sí, para quien sepa comprender el vaho de arte que flota sobre ese inconmensurable océano de tierra, sobre todo en los crepúsculos vespertinos y en los amaneceres. Allí supe lo que era el mate matinal, junto al fogón, en compañía de los gauchos, rudos y primitivos, pero también poéticos. Allí nemrodicé, con excelente puntería, contra martinetas, avestruces, tordos y pechirrojos, y aun fáciles y poco avisadas vizcachas. Allí atisbé, con las botas dentro del agua, bandadas de patos, y perseguí a ese espía escandaloso del aire que se llama el teru-teru; allí anduve a caballo varios días, desde los amaneceres hasta los atardeceres; allí adquirí fuerzas y renové mi sangre, y fortifiqué mis nervios, y pasé, quizás, entre gentes sencillas y nada literarias, los más tranquilos días de mi existencia.

 

- XLV -

Retorné a Buenos Aires, y como el producto de mi labor periodística y literaria no me fuese suficiente para vivir, avino que el doctor Carlos Carlés, que era Director general de Correos y Telégrafos, me nombró su secretario particular. Yo cumplía cronométricamente con mis obligaciones, las cuales eran contestar una cantidad innumerable de cartas de recomendación que llegaban de todas partes de la República, y luego recibir a un ejército de solicitantes de empleos, que llevaban en persona sus cartas favorables. En las primeras no me faltaba el «Con el mayor gusto...» y «en la primera oportunidad...» o «En cuanto haya alguna vacante...». Y a los que llegaban, siempre les daba esperanzas: «vuelva usted otro día... Hablaré con el director... Lo tendré muy presente... Creo que usted conseguirá su puesto...». Y así la gente se iba contenta.

En la oficina tuve muy gratos amigos, como el activísimo y animado Juan Migoni y el no menos activo, aunque algo grave de intelectualidad y de estudio, Patricio Piñeiro Sorondo, con quien me extendía en largas pláticas, en los momentos de reposo, sobre asuntos teosóficos y otras filosofías. Cuando Leopoldo Lugones llegó, también de empleado, a esa repartición, formamos, lo digo con cierta modestia, un interesante trío. Cuando no contestaba yo cartas, escribía versos o artículos. En las quemantes horas del verano nos regocijaba en la secretaría la presencia de un alegre y moreno portero, que nos llevaba refrigerantes y riquísimas horchatas. Delante de mí pasaban las personas que iban a visitar al director; y recuerdo haber visto allí, por la primera vez, la noble figura del doctor Sáenz Peña, actual presidente de la República.

 

- XLVI -

Como dejo escrito, con Lugones y Piñeiro Sorondo hablaba mucho sobre ciencias ocultas. Me había dado desde hacía largo tiempo a esta clase de estudios, y los abandoné a causa de mi extremada nerviosidad y por consejo de médicos amigos. Yo había, desde muy joven, tenido ocasión, si bien raras veces, de observar la presencia y la acción de las fuerzas misteriosas y extrañas, que aún no han llegado al conocimiento y dominio de la ciencia oficial. En Caras y Caretas ha aparecido una página mía, en que narro cómo en la plaza de la catedral de León, en Nicaragua, una madrugada vi y toqué una larva, una horrible materialización sepulcral, estando en mi sano y completo juicio.

También en La Nación, de Buenos Aires, he contado cómo en la ciudad de Guatemala tuve el anuncio psicofísico del fallecimiento de mi amigo el diplomático costarriqueño Jorge Castro Fernández, en los mismos momentos en que él moría en la ciudad de Panamá; y la pavorosa visión nocturna que tuvimos en San Salvador el escritor político Tranquilino Chacón, incrédulo y ateo; visión que nos llenó, más que de asombro, de espanto.

He contado también los casos de ese género, acontecidos a gentes de mi conocimiento. En París, con Leopoldo Lugones, hemos observado en el doctor Encausse, esto es, el célebre Papus, cosas interesantísimas; pero según lo dejo expresado, no he seguido en esa clase de investigaciones por temor justo a alguna perturbación cerebral.

 

 

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