CONFESIONES DE UN MONAGUILLO
(del libro "Cuadernos de Maldevo")
Félix Morales Prado
El
obispo solía venir al pueblo una vez al año para ir de cacería a la Laguna
con el párroco. Salían muy temprano a caballo, antes de amanecer, y galopaban
por la orilla del mar. Formaban un extraño cortejo recortados contra las
primeras luces del alba reflejadas en las olas: El prelado con su traje púrpura
y tocado con la mitra, delante; el cura, como una sombra, con su sotana negra,
detrás. Llegados a los pinares que rodean la ciénaga, aguardaban allí todo el
día el vuelo de los ánades, las perdices, los faisanes, las garzas, que el
capellán corría a recoger solícito cada vez que alguna era abatida por la
escopeta de su superior. Los ratos de ocio en los que la caza escaseaba los
entretenían tomando copas de absenta helada que iban calentando a lo largo de
la jornada la fantasía sin límites de su Ilustrísima. Fue en una de ésas
cuando escucharon un tremendo batir de alas en el macizo de árboles de al lado.
Se miraron como preguntándose por el enorme tamaño y, antes de que pudieran
reaccionar, sintieron que el descomunal aleteo se alejaba en dirección al
bosque.La persecución duró varias horas; y los disparos de los clérigos eran
siempre seguidos de voces y luces que, desde el cielo y entre las ramas, los
instaban a detenerse. El cura, asustado, trataba de convencer al otro para que
volvieran al pueblo. El mitrado, con los ojos inyectados en sangre, atribuía
los extraños fenómenos al licor que habían tomado y proseguía la búsqueda.
Estaban descansando apoyados en el tronco de una retama,
cuando la pieza perseguida apareció ante ellos, en un claro, el tiempo
suficiente, antes de que el ordinario descargara los dos cañones de su arma
contra ella, como para que el sacerdote intentase impedírselo inútilmente. Los
dos tiros resonaron con múltiples ecos en el atardecer, cuyos tintes rojos se
mezclaron con las ropas episcopales y con la sangre que salpicaba las grandes
alas blancas y suaves de la víctima. Se acercaron alucinados al ángel que
agonizaba sobre la hierba. Desde sus ojos azules los miró el cielo reflejado,
un cielo que gemía. Su hermoso cuerpo no tembló al expirar. El farfaro
lloraba, temblaba de miedo y confusión. El obispo balbuceó, como en éxtasis:
"Por fin, por fin lo sé. También los ángeles de Dios pueden morir".
El bonete quería enterrarlo allí mismo, donde había
caído. El obispo se rió de la ocurrencia. Cargaron el santo cadáver sobre una
de las caballerías y partieron hacia la ciudad. Cuando llegaron, fueron al
estudio de un escultor de confianza, amigo del jerarca, y le encargaron un
vaciado en barro del ángel, con el que después haría una escultura y la
esmaltaría ateniéndose lo más fielmente que pudiera a los colores del muerto.
Así lo hizo. Antes de que el artista acabara su trabajo, el capellán tuvo que
ser encerrado en el manicomio.
El obispo llevó en persona la imagen, como regalo para la iglesia del pueblo,
unas semanas después. El nuevo párroco le preguntó cuál era el nombre de ese
ángel. Lo colocaron en una de las hornacinas de la nave lateral derecha.
Montones
de veces el sacristán había dicho que aquella pila bautismal era demasiado
honda. "No hay suficiente agua santa en este mundo lleno de pecado -le
contestaba siempre el cura- como para que nunca sea demasiada. Déjala estar
así. Ojalá todo fuera exceso de este líquido bendito que permite a las almas
burlar las puertas del infierno". "¿Y si un día se nos cae dentro un
niño y se nos ahoga?" -insistía el rapavelas. El cura se sonreía y
meneaba la cabeza como diciendo "¡Pero qué cosas se le ocurren a este
tío!". El día que bautizaron a Manolito, las tropas de Franco liberaron el
pueblo de la tiranía de los rojos, a los que bombardearon antes desde el aire,
justo en el momento en que convertían al niño en cristiano. Como quiera que
sus padres, partidarios de los fascistas, estaban en la cárcel, tuvo que
sostenerlo el mismo párroco mientras lo sometía al ritual de la aspersión y
rezaba: "Ego te baptizo in nómine Pa + tris, et Fi + lii…". En ese
instante comenzaron las explosiones; y el cura, asustado, soltó a la criatura y
salió corriendo para esconderse debajo del altar. Cuando volvió, Manolito
flotaba ahogado en el agua santa, debajo de la estatua de San Nicolás. Lo
enterraron en una cajita blanca y el sacerdote, acusado de comunista, fue
fusilado aquella misma tarde. Los ojos del sacristán, tal vez a causa de las
lágrimas contenidas, brillaron cuando sonó la descarga de las escopetas.
En
aquel tiempo todavía no poníamos árboles adornados en Navidad. Montábamos un
Belén, con figuritas de barro, trozos de musgo y ramas de romero, un espejo por
río, cueva de corcho para el Misterio, los tres reyes abandonando el castillo
del fiero Herodes, cielo azul de papel tachonado por estrellas de plata. El cura
nuevo trajo la costumbre anglosajona. Y colocaba delante de la puerta de la
iglesia dos pinos (uno a cada lado) cuajados de lucecitas rojas como gotas de
sangre. Mi amigo y yo íbamos a sentarnos debajo después de la cena familiar de
nochebuena. Envueltos en su mórbido resplandor, acogidos por su resguardo,
experimentábamos la mística sensación sublimada del hogar del alma inmortal
(supongo yo ahora al recordarlo desde la distancia en el tiempo), desde la que
veíamos pasar a los transeúntes que, en medio de una serena tristeza que
armonizaba con la de los astros sobre el fondo señaladamente claro de la fecha
o alborozados en torno a la alegría de las panderetas y el vino (santo por esta
vez), todos bien abrigados y al cobijo del cumpleaños del Salvador, se
dirigían a la Misa del Gallo. Un año tras otro repetíamos aquel rito inocente
que, poco a poco, fue convirtiéndose en un secreto compartido sólo por
nosotros y nos vivificaba de una manera de cuya desusada extrañeza sólo hoy
desde mi visión crítica de adulto me doy cuenta. Tal vez deba decir que
nosotros éramos los monaguillos preferidos del nuevo párroco. A nuestro
albedrío quedaban siempre los mejores recortes de hostias y nunca se nos dio a
entender la más mínima sospecha porque las vinajeras del vino de la misa se
vaciaran con bastante más frecuencia de la previsible. El día de difuntos
abríamos la comitiva portando los dos candelabros funerarios. La gente
comentaba la simpatía, la belleza, la gracia de aquellos dos niños que
aparecían siempre ocupando los lugares protagónicos en los momentos religiosos
más solemnes. El cura sonreía en esas ocasiones. En las misas concelebradas,
cuando los cantos gregorianos y el olor del incienso nos situaban en uno de los
símbolos más altos de lo que podríamos llamar nuestra hermandad de sangre, el
párroco nos hacía una señal al llegar el instante de la comunión y los dos
nos dirigíamos a su lado, como uno solo, hacia los fieles, llevando la patena y
la palmatoria, protección del fluido divino y reflejo de su luz. En tal
camaradería y unión transcurrían nuestras vidas, que culminaban en el ritual
supremo de la nochebuena. El nacimiento del Niño aseguraba cada vez un año
más de aquella existencia exaltada.
En una de las últimas Navidades que precedieron el desastre,
observé que sobre las ramas más altas de los dos pinos se posaban algunos
murciélagos, quizá procedentes de la cercana torre mora. Nunca me han gustado
esos animales, a los que solíamos martirizar obligándolos a fumar para que se
mareasen. Aquella nochebuena, después de haberlos visto en nuestros árboles,
tuve algunas pesadillas. Soñé que los murciélagos tenían la cara del Padre
Sebastián y que revoloteaban en torno a los pinos, que se convertían en cruces
que chorreaban sangre. Al día siguiente, me levanté muy débil. Mi amigo y yo
fuimos a ayudar para la adoración del Niño Jesús. Yo llevaba la imagen y él
un pañolito blanco con el que limpiaba la rodilla en la que iban depositando su
ósculo los feligreses. Entonces me di cuenta de que en el cuello del cristito
se dibujaban dos pequeños agujeros, como dos punzadas rojas hechas con alfiler,
rodeadas por dos círculos amoratados. Recordé en ese momento, no sé por qué,
las palabras del párroco cuando nos hablaba en las clases de religión:
"Vosotros sois como Jesús, como Jesús niño que salva al mundo con su
inocencia". Ahora sé por qué me estremecí. Entonces no lo sabía.
A partir de aquel día, el Padre Sebastián cambió su
actitud con nosotros. Nos hablaba constantemente de la pureza; y, cuando yo me
masturbaba, sentía un angustioso hormigueo por la cara que bajaba hacia el
cuello y se confundía con el olor de las casullas y las estolas cuando iba a
confesarme. La iglesia se convirtió en el espejo de nuestra culpa. Y así
pasaron varios meses.
El día de Difuntos de ese año ocurrió un tremendo
accidente que dejaría marcado de por vida a mi amigo. Encabezábamos, como
siempre, la procesión. El sacerdote, en medio de los dos, salmodiaba las
fúnebres oraciones que se elevaban con el incienso hacia el país subterráneo
de los muertos. De pronto, mi compañero tropezó con un trozo de losa y se
cayó, colocando la punta del cirial que portaba a la altura del corazón del
abad. Allí quedó, atravesado por la estaca de madera y bronce, ante el horror
de toda la comitiva.
Días después, vi cómo unas niñas jugaban al tejo con la
misma piedra con la que mi amigo había tropezado. Él se fue volviendo más
raro conforme pasaba el tiempo. Hoy está en el manicomio y me han dicho que le
ha dado por comer cucarachas.
No
era joven ni vieja. Su figura, menuda, igual que la de una lagartija. Pechos
caídos como dos pellejillos que odian el placer. Tenía cara de rata. Vestía
siempre de negro. Cuando abría las puertas batientes del atrio para entrar,
rechinaban anunciando su presencia. Con nadie rechinaban; sólo con ella. El
cura le temía. Era su favorita. Cuando llegaba, él siempre estaba apabilando
un cirio y luego despabilaba para ir a su lado y ambos hacían juntos el Vía
Crucis. Tenía un reclinatorio grande de terciopelo morado en el que se
arrodillaba apoyando los brazos casi por encima de su cabeza, para rezar un
extraño bisbiseo que asustaba a los niños del catecumenado. En las misas,
siempre era la primera en comulgar y volvía la cabeza con la mirada en blanco y
reprensora y los labios fruncidos y crispados cuando los hombres hablaban en la
última fila. Doña Marga era el canon moral de la parroquia. Su sola existencia
llamaba a todos al orden y a las buenas costumbres. Sin embargo, nadie podía
decir que le hubiera oído nunca ni una palabra inteligible. Ni siquiera el
cura; porque ella cuando rezaba susurraba, como ya queda dicho. Jamás habló
con nadie. Cuando era niña, sus padres tuvieron que sacarla de la escuela a
causa de su indomable mutismo. Y no es que no hubiese aprendido la lengua. No.
Leía con avidez obras piadosas: el Kempis, "Camino" de Monseñor de
Balaguer, el Nuevo Testamento, el Rosario del Padre Peyton y, sobre todo, a
Santa Teresa de Jesús. O, al menos, fingía leerlas. Ahora bien, siempre leía
desde atrás hacia delante, desde la última página hacia la primera, como
quien busca algún párrafo cuyo sitio ha olvidado.
Era la encargada de proveer al templo de todas las vestiduras
y los distintos ajuares litúrgicos y mantenía la mayor parte de los gastos con
su propio dinero, que no era poco; aunque quizá esos detalles no tengan
importancia.
Cuando murió, el párroco le llevó la extremaunción y pudo
oírla hablar por primera y última vez. Después de las invocaciones y
exhortaciones de rigor, comenzó a aplicarle los santos óleos, diciendo: "Per
istam sanctam Unctionem, et suam piisimam misericordiam, indulgeat tibi Dominus
quidquid per visum deliquisti. Amen". Los ojos de la vieja se convirtieron
en otros dos, hermosísimos y brillantes, que contrastaban con la decrepitud del
resto del cuerpo. El cura no se dio cuenta. Y continuó: "Per istam sanctam
Unctionem, et suam piissimam misericordiam, indulgeat tibi Dominus quidquid per
auditum deliquisti. Amen". Las arrugadas y caídas orejas de la moribunda
se tornaron en las tersas y delicadas de una jovencita, lo que no se pudo
advertir porque parte de los cabellos blancos las tapaban. Así que siguió:
"Per istam sanctam Unctionem, et suam piissimam misericordiam, indulgeat
tibi Dominus quidquid per odoratum deliquisti. Amen". La nariz, ya casi
corroída por la enfermedad, se recompuso en una preciosa nariz árabe. Y luego:
"Per istam sanctam Unctionem, et suam piissimam misericordiam, indulgeat
tibi Dominus quidquid per gustum et locutionem deliquisti. Amen". Los
labios fruncidos y secos se volvieron tersos y jugosos y rojos; y los dientes
blanquísimos, que hacía ya tiempo habían abandonado la boca, volvieron a
ocuparla. Ninguna de estas cosas se notaba, dada la penumbra de la habitación.
"Per istam sanctam Unctionem, et suam piissimam misericordiam, indulgeat
tibi Dominus quidquid per tactum deliquisti. Amen". Las manos ya no fueron
las de una anciana, sino las manos voluptuosas de una hurí que
imperceptiblemente se deslizaban hacia su entrepierna. "Per istam sanctam
Unctionem, et suam piissimam misericordiam, indulgeat tibi Dominus quidquid per
gressum deliquisti. Amen". Cuando el cura frotó con miga de pan las
plantas de los pies de la enferma, advirtió por debajo de los faldones del
camisón, ligeramente subidos, un cuerpo desnudo y joven que temblaba. Entonces,
mientras lo recorría una leve brisa de terror y deseo, como apartando de sí
los pensamientos que lo atraían hacia el torbellino que se centraba en aquella
piel, continuó el ritual, mientras sudaba:
-"Et no nos inducas in tentationem".
-"Olam a son arebil des" -rugió la vieja, al
tiempo que se levantaba abriendo unas enormes fauces para devorar al pobre
capellán-.
El monaguillo con su sotana roja y el cura detrás, los dos
corriendo en precipitada huida de aquella casa, parecían Caperucita y su
abuela.
Después de esto, el preste aspersionó abundantemente con agua bendita cada
rincón del suelo, las paredes y el techo de la iglesia. Espantados, algunos
murciélagos que habían tenido allí su hogar volaron por las ventanas ojivales
hacia el cielo nocturno con luna llena, mientras aullaba un perro lejos. La cera
de las velas que flanqueaban a Cristo crucificado gotearon, igual que lágrimas,
sobre los cuencos de aceite de las mariposas.
Uno
de los recuerdos más hermosos de mi infancia es el halo de magia que inundaba
la iglesia en el mes de mayo (mes de María). La llenaban toda de flores,
azucenas, claveles, rosas, jazmines, camelias, pensamientos, margaritas,
geranios, tulipanes, peonías, campanillas, petunias, crisantemos, dalias,
anémonas, begoñas, y muchas más, que impregnaban con sus aromas y colores el
espacio místico del templo. Recuerdo que yo sentía como si en ese tiempo todas
las almas se volvieran blancas. Las colocaban en cientos de jarrones apiñados
por las hornacinas y en grandes caballetes en forma de M y A cruzadas, llenos de
agujeritos donde metían los tallos. Cada tarde leíamos pequeñas oraciones
perfumadas y rezábamos el rosario. Un año, coincidiendo con las mareas que
inundaron las casas abandonadas del suroeste del pueblo, ocurrió algo. Las
flores, al poco tiempo de ponerlas, se pudrían y comenzaban a despedir un olor
repulsivo. Se tornaban negras y viscosas y goteaban una baba oscura que se
mezclaba con la cera de las velas. El párroco, con la ayuda de los niños, el
sacristán y las señoras de la Acción Católica, las cambió varias veces.
Pero siempre sucedía lo mismo.
Los jardines se quedaron vacíos y tristes. Y, a mediados de
mes, una tormenta permaneció fija días y días, sin moverse, empantanando las
calles. Tanto arreció la lluvia que tuvimos que dejar de ir a la escuela. Yo
miraba desde detrás de la ventana los charcos que reflejaban los relámpagos y
que inundaban los bosques de retamas. En varias ocasiones vi pasar al cura
envuelto en su capa pluvial. Lo acompañaban los monaguillos, el sacristán (que
llevaban el hisopo, los cirios y el Ritual Romano) y los hombres del pueblo. El
extraño cortejo se dirigía al mar.
Como tuve que estar tanto tiempo encerrado, leí muchos
libros de hadas y fantasmas y aprendí que las ninfas son los duendes femeninos
de lo húmedo.
Al llegar Junio, todo volvió a estar seco y la gente ya se había olvidado. El
cura oficiaba los entierros que menudeaban siempre a principios del verano y yo
iba a doblar las campanas porque me gustaba el ambiente fresco de la iglesia
vacía. Una de aquellas tardes pude ver que entre las losetas de detrás del
altar habían crecido matas de mandrágora. Cuando las arranqué, gritaron con
un grito humano, tal como dice la leyenda.
Los
más jóvenes, los que no han estado sometidos a aquella endiablada educación
religiosa que nos dejaba colgados, crucificados sobre el abismo del sí y el no,
tal vez no lo comprendan. Mis padres, alentados (no sé si decir casi obligados)
por el cura, se empeñaron en que tenía que ir al lavatorio de pies del Jueves
Santo. Yo debía ser uno de los doce apóstoles. Ante sus presiones, gritos y
amenazas, huí, corrí por los bosquecillos cercanos, saltando de mata en mata,
escondiéndome, como un pequeño dios Pan que se ocultara de esas extrañas
manías de los cristianos. Fue inútil. Al final, me cazaron. Me condujeron a la
fuerza hasta la iglesia. La escena, ahora, me llega a sugerir el ritual de un
exorcismo. Una vez dentro, entre los bancos y los santos, invadido por el aroma
de los cirios y el incienso, quedé atrapado y quieto. Sentado en la última
silla, la de Judas, triste, ausente, vencido, casi no me di cuenta de la
presencia del sacerdote vestido con las ropas albas de la humildad. Los
monaguillos llevaban la palangana con el agua y las toallas para la ceremonia en
la que yo tendría que comprender todo el amor de Cristo inclinado ante mí.
Estaba tan ausente que no sé quien me quitó los zapatos y los calcetines. Un
olor a pata de cabritillo, conseguido en la salvaje virginidad de mi carrera por
el campo, consiguió el movimiento de rechazo del párroco, que conocía a mis
padres y los miró como inquiriendo algo. No me lavó los pies. Le daba asco. No
obstante, yo me mostré apenado. Celebrar mi triunfo hubiera sido peligroso.
Aquel
Jueves, la procesión del Corpus descendió desde la iglesia en medio de un
radiante día azul, sobre alfombras de flores que poblaban, junto con el
incienso, de un olor a santidad y mística alegría todas las calles del pueblo.
Los cantos religiosos ponían un contrapunto de dulce tristeza a la entrega
regocijada de las almas bajo el sol. "Pange lingua gloriosi / Corporis
mysterium, / Sanquinisque pretiosi, / Quem in mundi pretium / Fructus ventris
generosi / Rex effudit gentium". Todos vestían sus trajes de domingo y
conformaban el cortejo que bendecía cada portal a su paso. Si alguien que no
estuviera preso por el martirio de la enfermedad se había quedado en su casa,
nadie lo recordaba. Un zumbido de extraño júbilo recorría los espíritus de la
multitud. Un zumbido de una mosca verde como una esmeralda que,
sobrevolándolos, vino a posarse en el blanco círculo de la Custodia que el
sacerdote alzaba bajo el palio, recorría la multitud.
El cura la agitó levemente una y otra vez. Pero el insecto
no se iba. Paseaba sus patas llenas de basura por la hostia y el murmullo fue
creciendo desde los más cercanos a la escena hacia los otros. Como una ola.
Como otra ola y otra, el párroco hacía oscilar el solio de oro de Jesús. La
mosca no se iba. La situación fue prolongándose debajo de los cirros y los
cúmulos que habían ido cubriendo el cielo. "Nobis datus,/ nobis natus/ Ex
intacta virgine./ Et in mundo conversatus/ Sparso verbi semine./ Sui moras
incolatus/ Miro clausit ordine".
La procesión se había parado. También el éxtasis ingenuo
que iniciara la mañana. Bajo el cielo ennubarrado y el viento que anunciaba
tormenta, la gente miraba estupefacta la danza del vicario que intentaba
inútilmente espantar a la mosca. Olvidado de lo que ocurría a su alrededor,
él sólo veía el verde vuelo circular en torno a sí. "In supremae nocte
coenae/ Recumbens cum fratribus,/ Observata lege plene/ Cibis in legalibus,/
Cibum turbae duodenae/ Se dat suis manibus". Los fieles contemplaban
atónitos los mandoblazos que atizaba al aire con el santo tesoro que, después
de un golpe que resonó sordo en el eco, rodó por el suelo manando sangre. La
sangre del monaguillo que yacía con la mirada hueca y la cabeza abierta en cuya
raja abrevaba el insecto. "Verbum caro, panem verum/ Verbo carnem efficit:/
Fitque Sanguis Christi merum/ Et si sensus deficit,/ Ad firmandum cor sincerum/
Sola fides sufficit".
Todos
los años, a mediados de Junio, venía el hombre de negro. Como yo era muy
chico, no comprendía nada. Nunca cruzaba una palabra con nadie ni la Guardia
Civil lo molestaba. Todos le tenían un respetuoso temor. Se bajaba del barco y
se dirigía a la iglesia. Las madres metían a los hijos en casa cuando él
pasaba y se persignaban repetidamente con ojos espantados. Antes de que llegara
al templo, ya había llegado la noticia de su presencia y aquel se quedaba
vacío. En una ocasión le vi la cara justo antes de que entrase, porque miró
hacia atrás como para asegurarse de algo. Durante las horas que permanecía
allí, se podía encontrar al cura en la taberna del pueblo, bebiendo excesivas
copas de aguardiente, a pesar de que era abstemio. En una de esas fue cuando la
viuda lo llevó muy borracho a su casa y los cogieron a los dos en la cama.
Fueron expulsados, los dos del pueblo y el clérigo de la profesión, por orden
del cabildo. El párroco que lo sustituyó se quedó dentro cuando el visitante
regresó al otro año. Aquí los misterios se comportan del mismo modo que las
flores. O cuando alguien camina solo, ausente, hacia la playa en una luminosa
tarde de otoño. El verano desarrolla los enigmas larvados, pero la ebriedad de
la estación estival impide toda lectura de los acontecimientos. Dicen que era
el padre de un niño al que le salieron cuernos y rabo en la ceremonia de la
confirmación. Cuando dejó de venir, yo había empezado a usar pantalones
largos, fumaba y me masturbaba pensando en la vecina. La iglesia la cerraron
porque los albañiles estaban haciendo obras y yo había dejado de buscar
clandestinamente por los jardines.
Nadie,
ni siquiera él, advirtió la primera sombra de las manchas que empezaron a
salirle en el roquete. Era un monaguillo triste y tímido. Le gustaba mirar las
olas, pero con cierto dolor, como si esperase algo ineludible, un destino que
formara parte indisoluble de sí mismo, como la muerte, a la que odiamos y
miramos continuamente. Cuando comenzó a darse cuenta, eran como cercos verdes de
humedad que salpicaban el paño blanco y entonces fue reprendido por descuidarse
tanto y al lavarlas no se iban, ni tan siquiera al sol. Al contrario, fueron
tornándose más grandes y también más oscuras, día tras día, como el cielo
cuando se nubla poco a poco en el otoño.
El cura habló con sus padres. ¿Qué ocurría?. Aquello no
se debía consentir. La suciedad del monaguillo de rostro ausente resaltaba en
las misas concelebradas, en las procesiones del santo patrón o en la bendición
anual de los barcos. La madre le aseguró que aquellos círculos crecían a su
pesar, que había utilizado todos los métodos, la lejía, los ruegos, incluso
una paliza. Nada había servido. Seguían creciendo con la misma determinación
que la laxitud y lejanía del gesto de su hijo.
En la fiesta de la virgen, el párroco no podía ocultar su
preocupación. El roquete del niño era una selva en la que se mezclaban el
negro y el blanco. Y cualquier otro roquete nuevo que se le ponía tomaba
instantáneamente los mismos tintes que el anterior. Iban a venir los generales
y las autoridades eclesiásticas para ver el paseo marítimo de la Inmaculada, a
la que conducirían hacia el crepúsculo a través de las aguas. Por eso no le
permitió que llevase, como siempre lo había hecho, el simpecado. Lo dejaron en
la iglesia, con su roquete sucio entre las sombras del campanario, tocando a
rebato aquel atardecer. Y sonaba como si estuviera lloviendo en el aire seco del
verano sobre la ría inundada por la muchedumbre, que había adornado todos sus
barcos para acompañar a la Señora en ese simulacro del destino. La soledad del
monaguillo. Nunca se supo qué ocurrió esa noche en la iglesia abandonada en la
que sólo estaba él tocando las campanas. Una tormenta sorprendió en alta mar
la procesión. Naufragaron. Cuando, al día siguiente, fueron enterrados los
cincuenta cadáveres, tuvo que ser escondido, por sus padres y el cura, en una
casa de la playa. Hasta el amanecer se lo pasó mirando las olas por una ventana
muy pequeña en la que golpeaban las ramas de una adelfa mecida por el viento.
Luego, lo vistieron con el trajecito de los domingos y lo
pusieron en manos del capitán del barco, que lo esperaba en la rompiente y que
evitaba tocarlo cuando lo conducía a bordo por la pasarela. Mientras se
perdían en el horizonte ya tragado por las negruras del mar nocturno, sus
padres todavía lloraban en la orilla y el párroco leía su breviario en el
jardín inundado por el olor de las flores estivales.