POEMAS

de

Carlos Barbarito

 

 

(A Lucy Barbosa)

Sé de un silencio entre la hierba,

de un espacio a salvo,

precioso metal de sueño,

pero es poco lo que sé

de hierbas, de metales, de sueños.

Sé de una espalda mojada,

con gusto a mar,

pero es poco lo que sé

de espaldas, de la sal.

Sé alguna cosa del mar, pero no demasiado.

Los muros repiten una palabra,

uno tras otro, hasta el horizonte.

Pero aún soy niño iletrado,

camino junto a las paredes

y no logro leer cuanto dicen o callan.

Nada sé de los que ahora duermen,

tumbados sobre la tierra,

en alguna región antípoda.

Nada sé del agua que fluye

por el fondo de la tierra,

del futuro primer relámpago

en la tormenta que, muy lejos, se prepara.

Creo saber, sí, mi nombre.

Pero, ¿si una lengua pura

me lo preguntara,

lo sabría?

 

 

 

Abandona el sueño para entrar al día,

cierta claridad pura al final de un pasillo,

ante el ojo, el polvo en el aire,

el aire apenas en movimiento,

la ventana y, más allá, charcos, ramas...

En alguna parte, lejos,

oscuros y secretos sacrificios:

pequeñas bestias arrojadas a las llamas,

niños abandonados bajo la lluvia.

El agua ahora refleja un eco antiguo,

moja la mano, los labios;

regresa cada cuerpo de su sombra,

cada sombra de su borde,

afean el sabor de las frutas,

empañan los vidrios,

diseminan lo recolectado.

 

 

 

Queda astilla de piedad, polvo

de gracia, fragmento de un ala, casi ciega,

metal que no imanta, voz

que huye hacia abajo,

donde se retuercen, aisladas, las raíces.

¿Quién vive? ¿Quién

es visible, tras sábanas,

trasiegos? ¿Qué

alcanza brote, pulpa?

 

 

 

Copularán, seguro más de una vez.

Como quienes nadan en vacío, en lleno.

Más de una vez,

en ralentí, como si siempre faltase algo,

o sobrase algo, o hubiese

falla en la trama, o todo

fuera perfecto y cada abrazo

aportara necesario error, desvío.

 

 

 

 

I

Lámparas dispuestas en hilera,

para remate.

 

II

Muertos, hablan de Lohengrin,

Shakespeare. Tienden

trapos sobre piedras.

Y allí comen.

 

 

 

 

 

¿Morir? No se navega en barco

de piedra, no se calienta la carne

con nieve. Pero es apenas

un salto, un momento difuso,

un pequeño escombro de estrella;

apenas un botón, un resquicio,

una sal, una gota de aguarrás.

En pleno cuerpo, perder minutos,

párpados, lágrimas.

Y ya no tener oídos para el gallo,

nariz para el alcanfor,

manos para lo que cae o se derrama.

Entonces es otro o ninguno el deseo,

el desierto se estira, y no llueve.

 

 

 

 

Pude ser incendio, liebre entre pastos.

No. Un relámpago gobierna,

determina, pega por el borde

las páginas del Libro.

Cada cual con su sombra y su peso.

Pude ser árbol, Tarot, fruta.

No. Agua gris,

lenta, antigua. El mundo

se moja. Líquido sin forma,

ni extensión, ni consigna.

 

 

 

No es la boca del infierno

ni el umbral del paraíso

ni un dios rugiendo entre llamas

ni una piedra de sueños, un metal puro,

la médula de toda gravedad y belleza

es agua silente, que apenas fluye,

olvidada por hierbas y bestias

de esa agua bebo

en esa agua me lavo

 

 

 

 

 

Arrendajos, que nunca vi. La Tosca

de Sardou y la de Puccini.

China. Una marina sobre una pared

descascarada. La fiebre.

Una mujer desnuda de perfil.

El desierto y más allá, la otra arena,

la del amor. Laura huyendo,

bajo la lluvia, llena de vergüenza.

Cenizas. Metales. Cenizas.

Tierras amarillas, tierras rojas,

tierras negras. La Madonna

de Ognissanti y el Desnudo acostado

con los brazos abiertos.

Todo sucede, también la muerte.

 

 

 

 

(Auden)

It is time for the destruction of error

-dijo -; pero, por todas partes,

sillas diseminadas, agujeros de ratas,

conversaciones interrumpidas por el estallido

de un relámpago.

La curación

no se produce, la clave no se revela:

¿dónde el pulso, que no se transfigura

en agua profunda?

¿en qué vía o fila tu rostro,

el mío, la soñada labor entre llamas?

La falla persiste, deja

marca en la madera y el vidrio.

Lo que se conserva duerme en la sal,

no en el amor. Una luz

transitoria revela, en algún rincón,

a los que se abrazan, semidesnudos.

Luego otra vez la sombra,

un silencio roto en el centro

que muchos suponen que es música.

 

 

 

 

(Paul Cézanne, La casa agrietada, 1892-1894)

 

En presencia, no visible,

lo que el perro ladra por las noches.

Cubre los muros, que se rajan.

Cubre el agua, que se aleja.

De las canillas, gota a gota,

líquido de vida, equívoca,

líquido de muerte, unívoca.

Bebe, con barba y saco,

sin mujer que lo respire,

lo esmalte como a un dios antiguo,

lo haga digno de su costado.

Arriba, hay un orden

en cada pez lunar,

en cada marea con sudor y borra,

que sólo en sueños entiende.

Aquí, abajo, en lo estéril,

contra la negra ventana,

ante un horizonte desvaído,

inclina ante sí un espejo

y se mira, un instante antes,

y encuentra alguna caridad, cierta justificación

en el árbol próximo,

en el océano remoto y en el aire.

 

 

 

 

(Pisarro, Retrato de Jeanne, 1872)

Ella presiente lo que, tensada

luego a lo máximo la cuerda del tiempo,

yo sé.

Pero,

cumplidos lo posible y lo imposible,

la lluvia, la chispa, el incendio

sumergido, la que ve es ella,

yo soy el ciego.

 

 

 

 

(A María Eva Albistur)

 

¿Y más allá? Tal vez estaremos desnudos,

sostenidos por el humo de la tierra,

el gota a gota con que la noche se expresa

y el deseo –su respiración- se difunde.

Pero no aquí. No donde

quien abre una puerta se cansa

y se cansa el animal que retrocede

y una tela –carne de la espuma- retrocede.

Vamos por un borde fangoso,

por un mundo sin techo.

¿Quién ríe, junto los pedazos,

torna suaves las puntas del cuerno?

¿Quién baja hacia las anémonas,

hacia cuanto, ante serrines y resinas, se incendia?

No es nada –decimos.

Entretanto, el padre,

mirada de luz que se rompe, traje oscuro,

se come a sus hijos.

 

 

 

Anterior   Siguiente   Sumario   Inicio