CAZA NOCTURNA
Félix Morales Prado
Una noche de invierno y tormenta vinieron a buscarnos los cazadores. La lluvia y los truenos sonaban como un mar al otro lado de las ventanas. Cuando les abrimos, entró con ellos un relámpago que alumbró las aspidistras de la marquesina, proyectando sus sombras y las de las persianas de esparto sobre las paredes blancas. Trajeron un olor a ropa húmeda, un resuello excitado y los ojos encendidos de quienes se disponen a matar en el misterio de la noche inundada. A través de los cristales de la puerta se podían ver brillar los charcos sobre la arena en medio de la borrasca. Mi madre les ofreció caldo caliente mientras nos preparábamos.
Luego, bajamos en silencio por las calles desiertas, sumergidos en los impermeables. Hundidos en el sueño de nuestro propio yo cada uno de nosotros, todos juntos sólo éramos un grupo de criaturas pánicas pertenecientes a aquel espectáculo de los elementos desatados. Las casas, casi todas estaban vacías; y ellas, con el viento filtrándose y silbando en sus rendijas, formaban parte de la misma voz. Metíamos los pies en la arena mojada y blanda al caminar, llegaba por el aire el olor de la ría en donde campanilleaban las drizas de los barcos, aullaba muy débilmente lejos alguna sirena y titilaban las luces aisladas de las boyas.
Cuando estuvimos bajo el espeso eucaliptal, bajo esa selva mágica, los cazadores amarraron las linternas a los cañones de las escopetas. Con los haces de luz taladraban el oscuro cielo de ramajes, delatando el temblor inmóvil de los gorriones, los lúganos, los verdones, los chamarices, que iban cayendo en el lecho de hojas a través de la ininterrumpida sinfonía de tiros secos. Ballet letal de balas cuya imagen rebotaba entre el mar y los árboles.
De pronto, un pájaro enorme o un hombre con alas de pájaro bajó en un vuelo suave y rápido desde la cúpula del bosque llevándose con él a uno de los tiradores. Cesaron los disparos. Durante instantes largos sólo escuchamos el zumbido de la lluvia contra el que se estrellaba nuestro estupor mudo. Después, la cabeza del que había sido raptado cayó con las cuencas vacías al lado de un jilguero.
Al volver hacía casa, aterrorizados por el suceso, vimos varias veces hombres con cabezas de pájaro que se escondían detrás de las esquinas o corrían perdiéndose por los jardines.
Ilustración: Max Ernst