DOCE HOMBRES
(Cuento medieval)
Milagros Román
Eran doce hombres, oscuramente vestidos, misteriosos, serenos, silenciosos y místicos. Desfilaban por entre las grandes arcadas de los pasillos; hacia derecha, hacia izquierda, hacia delante, todo recto, sin mirar atrás. No se percibía el más ligero chasquido de sus pisadas. Desprovistos de calzado, silenciosos sus pies, silenciosos sus cuerpos, silenciosa su alma. Apenas un rumor se dispersaba en el aire y permanecería suspendido, fugaz como el humo: cánticos que tras la puerta cerrada dejábanse escapar anhelantes de libertad.
Eran doce cuerpos replegados sobre sí mismos, músculos hirientes de sus propias sombras, castigos de sus cuerpos consagrados, espíritus sublimes celadores de sus propias almas... Caminaban. Nadie les había visto jamás. Nadie. Caminaban y rezaban.
Se sabía de su presencia; apercibíase cierto tufillo de incienso por entre los tejados de la aldea cuando el aire se tornaba denso por el calor del estío. Escuchábanse sus rezos cantados como susurros; perfectísimas entonaciones de voces humanas como voces divinas explayadas al anochecer. Y a las doce en punto, siempre a las doce, las notas desligadas del ángelus se escapaban solemnes y ceremoniosas desde las murallas enrejadas, hacia todos los rincones de la aldea cuyos habitantes permanecían durante unos minutos, fervorosamente postrados para la plegaria.
Fuera del convento, la vida transcurría serena. Nadie había sido capaz de trastornar aquella rutina, aquella tranquilidad que los campesinos respetaban durante siglos, generación tras generación, y que quizás contribuyese a ello el difícil acceso para el viajero a este recóndito lugar enclavado al pie mismo de la montaña y del que nadie había oído hablar jamás; pues era bien cierto, que si el caminante desviado de su ruta fuere a dar con este maravilloso paraje, nunca lo querría abandonar.
Al oscurecer, se podía contemplar en lo alto de la colina, a través de las grandes arcadas del templo, las siluetas recogidas de los monjes desfilando fervorosamente al resplandor de las velas. A la media noche, el recorrido a sus celdas se efectuaba ordenadamente como sombras peregrinas de manera que una a una, se podían fácilmente contabilizar: doce, siempre las mismas. El misterio seguía en pié desde hacía muchos años, más nadie se preguntaba el porqué...
Transcurría el tiempo. El invierno se acercaba y era esperado como el ciclo seguro de una bendición establecida por el cielo. Los campesinos alegraban sus ánimos con la esperanza de que pronto verían su trabajo recompensado. Y así sería. El frío traería consigo las lluvias, y la tierra, saciándose de ella primero, haría germinar las semillas que luego ofrecerían sus frutos como el bíblico maná que abastecía por sí mismo al pueblo.
Un día, acercóse por allí un caballero que, montado orgulloso en su caballo y con aire ciertamente de cansado, se adentraba en la aldea preguntando por algún lugar idóneo para un reposo prolongado, duradero hasta el fin de sus días. Los campesinos desconcertados, le pusieron al corriente de aquel viejo monasterio, no sin antes, advertirle del peligro de su empresa. Indicándole el camino que debía de tomar, preguntáronle primero acerca de su persona, a lo que éste respondió que era un noble desterrado anhelante del retiro espiritual.
-"Es un lugar arriesgado"- dijéronle preocupados- "servido sólo de la providencia y alejado del amparo de los aldeanos. Quizás debiera pensarlo durante unos cuantos días."
Pero el forastero lo había decidido y no quiso razonarlo más. Estaba realmente desfallecido y en su andadura, había pasado por un sinfín de vicisitudes que lo habían trastornado. Contó que había sido dueño y señor de un pequeño condado otorgado por su rey después de una dura cruzada contra los infieles, pero jamás pudo imaginar, que a la vuelta de unos años, sus propios súbditos se rebelaran contra él, condenándole al destierro y despojándole de todas sus pertenencias. Las tormentas y el frío lo habían alejado de su camino y el destino quiso llevarle hasta aquel lugar desconocido.
Dadas las buenas maneras del caballero y su proceder educado, los aldeanos le dieron una cordial bienvenida. Fue colmado de atenciones y agasajos. Ante su aspecto desmejorado, le ofrecieron un buen vino, comida, ropa limpia y un camastro para echar unas horas de sueño antes de partir; agua también para el caballo sediento y una talega con frutas, para afrontar la dureza del trayecto.
Al día siguiente se levantó temprano, apenas había amanecido. El camino era dificultoso y le llevaría tiempo acceder a la cima. Emprendió su marcha. Cabalgó durante largo rato; rodeó primero la falda de la montaña tratando de encontrar el mejor camino entre difíciles senderos y cuestas muy empinadas. Advirtió un extraño silencio; sólo se oía el silbido del viento al roce con los matorrales. Contuvo su aliento. Cuando más escalaba, más ligero se encontraba, menos se apercibía de sí mismo, más de su levedad; apenas le costaba esfuerzo, ni siquiera el ruido hueco de los cascos de su caballo conseguían romper en torno a él la misteriosa tranquilidad. Subió un poco más y enfiló por un sendero bordeando un peligroso precipicio. Observó la hondonada. El paisaje era muy bello; la aldea se divisaba diminuta, recortada sobre sus tejados rojos. Una enorme roca de montaña puso el punto final al camino. Se detuvo, bajó del caballo y continuó la escalada ayudándose de sus manos. La verticalidad de la pendiente le hacía sujetarse como un animal de cuatro patas. Se agarraba fuertemente a una roca y no alternaba sus manos sin tener el próximo movimiento asegurado. Abandonó al caballo. Seguramente éste, iniciaría la bajada por el mismo camino y volvería al pueblo. No le importaba.
Por fin llegaba a su destino. Un gran muro de piedra se alzaba ante él, coronado de almenas dentadas y antorcheras de hierro forjado humeantes. Las pesadas puertas recortaban el muro formando un gran arco ojival. Llamó repetidas veces. El sonido grave de la aldaba se alargó en el vacío como un eco de ultratumba. Esperó un rato y se sentó cansado al pié de la muralla. Era ya la media noche y el cielo teñido de púrpura vestía el magnífico escenario contemplado desde lo alto de la montaña... Insistió de nuevo. Esta vez, la puerta cedió por sí sola. Nadie respondió. Decidió atravesar el umbral. Un fuerte olor a húmedo penetraba en sus pulmones y la espesa oscuridad motivaba la cautela de sus pasos sigilosos. En el porche, varias puertas cerradas y un crucifijo gigante tropezaron con sus ojos espantados, y al pié del Cristo, un baúl abierto mostraba un hábito polvoriento y raído. Tragó saliva. Apretó fuertemente la mandíbula y tomándolo entre sus manos se vistió con él. Una de las puertas se abrió cautelosamente para dar paso al caballero. El largo pasillo oscuro y estrecho, conducía a una gran sala presidida por una antorcha humeante que pendía del techo. Dos cadenas gruesas colgaban de un enorme clavo sujeto a la pared. Descalzóse y colocóse una en cada pié y arrastrándose con ellas, siguió por un corredor donde, en solemne procesión, encontraría a doce frailes que, ocultos tras sus capuchones, susurraban devotamente una oración continuada y perenne. Enfilando tras de ellos, llegó hasta el altar, y alineándose ordenadamente, se arrodillaron ante el Cristo haciéndole una solemne reverencia. Formaron todos un círculo y evolucionando alrededor del huésped, comenzaron, en señal de buena acogida, a posar uno a uno, brevemente, las manos sobre su cabeza... Fue en estos momentos, cuando el caballero pudo comprobar que su propia carne ya no era carne, que sus manos eran huesos, igual que todos los demás. Eran máscaras de muerte. Eran túnicas vacías habitadas por las almas en tránsito quizás y en busca de la paz eterna.
Encenderían las velas, enfilarían por el gran corredor entre las arcadas de los pasillos del patio central: hacia derecha e izquierda, hacia delante, todo recto, sin mirar atrás. Silenciosas sus almas, silencioso su cuerpo... Apenas un susurro de oraciones suspendidas por el aire dejábanse escapar anhelantes de libertad.
Lejos de allí, abajo, en la aldea, pasada ya la media noche, los campesinos pudieron contemplar como siempre, las siluetas recogidas de los monjes. Esta vez no había doce. Había una más.
Pensaron con sosiego, que nada había pasado, que todo seguiría igual, que el viajero habría sido aceptado en el convento y el pueblo viviría en paz ignorantes de la muerte tan cercana.
Nunca, en ningún lugar, se sabría de este acontecimiento. Nadie volvería a entrar jamás en la aldea. Nadie volvería a perturbar su tranquilidad.
(Del libro de cuentos "Para poner los pelos de punta" de
Milagros Román Maciá