La mar
(Traducción del griego y notas: Margarita Ramírez Montesinos)
Mi padre, bálsamo bendito sea la ola que lo envolvió, no tenía intención de hacerme marinero.
“¡Lejos, decía, lejos de ti, hijo mío, el infame elemento! No tiene lealtad, no tiene compasión. Adórala cuanto quieras, glorifícala: ella se saldrá siempre con la suya. Desconfía de su sonrisa, de sus promesas de tesoros. Tarde o temprano te cavará la fosa o te arrojará, pellejo y huesos, inservible para el mundo. Llámala mar, llámala mujer, lo mismo da”.
Y esto lo decía un hombre que había consumido su vida en el barco. Cuyo padre, abuelo, bisabuelo, todos, hasta la raíz de su linaje habían muerto entre amarras. Y no lo decía solamente él, también los otros viejos de la isla, los veteranos de la mar, e incluso los más jóvenes todavía con callos en las manos, sentados en el café mientras fumaban el narguile, movían la cabeza y suspiraban:
“La mar ya no da para comer. Si tuviera una viña en tierra, la abandonaría para siempre”.
La verdad es que, aunque la mayoría, no sólo una viña, sino una isla entera podían comprar, lo invertían todo en el mar. Competían en quién iba a construir la nave más grande, en quién llegaría antes a capitán... Y yo que a menudo escuchaba sus palabras y las consideraba tan en desacuerdo con sus obras, no podía descifrar el misterio. Algo, algo divino, pensaba, venía y arrastraba todas aquellas almas y las arrojaba sin voluntad a los mares como el loco bóreas arroja los guijarros.
Pero ese mismo "algo" también a mí me empujaba hacia allí. Desde pequeño amaba al mar. Mis primeros pasos, por así decir, los di en el agua. Mi primer juguete fue una caja de mechas, con un palito vertical en el centro como mástil, con dos hilos como amarras, una hoja de papel como vela y con mi febril imaginación que lo convertía en un barco de tres cubiertas. Me fui a echarlo al mar con el corazón palpitando. Era como si yo estuviera dentro. Pero apenas lo solté, se hundió. Y no tardé en hacer otro más grande con tablillas. El astillero estaba en el pequeño puerto de San Nicolás. Lo lancé a la mar y lo acompañé a nado hasta la bocana del puerto, donde la corriente lo llevó lejos. Más tarde, fui el primero en remo, el primero en natación: sólo me faltaban las escamas.
“¡Vaya con el chiquillo!, nos vas a avergonzar a todos!” decían los viejos marineros cuando me veían chapotear como un delfín.
Yo, henchido de orgullo, confiaba en realizar sus profecías. Los libros, recuerdo que iba al colegio, los cerré para siempre. Nada encontraba en ellos de acuerdo con mi deseo. Mientras aquello que me rodeaba, animado o inanimado, me decía millares de cosas. Los marineros con sus rostros quemados por el sol y sus ropas vistosas; los viejos con sus relatos; los barcos con su impresionante porte, las muchachas gráciles con sus canciones:
“Qué hermoso es el fogonero cuando empapado se cambia,
se pone su ropa blanca y ante el timón se afianza”.
Lo escuchaba desde la cuna y pensaba que era la voz de nuestra isla, que incitaba a los hombres a la vida del mar. Me preguntaba cuándo convertido también yo en un lobo de mar me sentaría empapado de agua salada ante el timón. Entonces sería hermoso, el mismísimo Poseidón. La isla se sentiría orgullosa de mí, las muchachas me amarían. Sí, yo amaba la mar. La veía desplegarse más allá del cabo, lejos muy lejos, perderse en el horizonte como lámina de zafiro, muda, y me esforzaba en revelar su secreto. Otras veces, la veía airada, sacudiendo con espuma la orilla, cabalgando sobre los acantilados, trepando sobre las grutas, tronando y resonando, parecía que intentaba alcanzar el corazón de la Tierra para apagar su fuego. Y embriagado corría para jugar con ella, para irritarla, para obligarla a mi persecución, para sentir su espuma sobre mí, como incordiamos a las fieras encadenadas. Y cuando veía un barco levar anclas, salir del puerto y navegar hacia alta mar; cuando escuchaba los gritos de los marineros haciendo girar el torno y los augurios de las mujeres para una buena travesía, mi alma, triste pajarillo, revoloteaba sobre él. Las velas de un negro ceniza, totalmente hinchadas, el cordaje perfectamente delineado, los pomos de los mástiles que dejaban un trazo luminoso en lo alto, me gritaban para que me fuera con ellos, me prometían otros lugares, otras gentes, riqueza, alegría, besos. Y noche y día mi alma no albergaba otro deseo que no fuera el de viajar. Incluso cuando llegaba una amarga noticia y el naufragio abatía las almas de todos, y el dolor se derramaba mudo desde las frentes arrugadas hasta los inanimados guijarros de la playa; cuando veía a los huérfanos en las calles y a las mujeres enlutadas, a las desconsoladas novias; cuando oía a los náufragos narrando su martirio, me llenaba de rabia por no estar allí dentro también yo, rabia y a la vez escalofríos.
No me pude contener más. Mi padre estaba ausente de viaje con la goleta. También el capitán Caliyeris, mi tío, estaba a punto de partir hacia el Mar Negro. Me abracé a su cuello, mi madre también le suplicó ante el temor a que enfermara; me llevó con él.
“Te llevaré, me dijo, pero tendrás que trabajar: el barco necesita trabajo. No es un pesquero donde te pasas el día comiendo y durmiendo”.
Siempre temí a mi tío. Era tan salvaje y malvado conmigo como con el resto de su tripulación. “Mejor esclavo en Alitseri* que con Caliyeris”, decían como ejemplo de su crueldad. Todo tipo de carne pasada en salazón, de bacalao enmohecido, de harina agria, de pan agusanado, de queso como tiza, se encontraba en la despensa de Caliyeris. Y su palabra, siempre una orden, una blasfemia brutal, un insulto. Tan solo los desesperados se enrolaban con él. Pero el imán que arrastraba mi alma hizo que lo olvidara todo. Basta con que ponga el pie en la cubierta, pensaba, y todo el trabajo que quieras.
En efecto, me entregué de lleno al trabajo. Para mí las escalas eran un juego. Cuanto más arriba era la faena, más dispuesto estaba yo. Tal vez mi tío desde el primer día quería torturarme para que me arrepintiera. Desde lavar la cubierta hasta cepillarla; desde remendar las velas hasta trenzar las amarras; desde izar a arriar el velamen. Ahora en la bomba, ahora en el torno; cargar, descargar, calafatear, pintar, yo el primero. ¿El primero? Sí,¡el primero! ¿Qué más me daba? Me bastaba con trepar a lo más alto, a la cruceta, y contemplar allá abajo a la mar abriéndose y retrocediendo a una orden mía. A la otra gente, gente de tierra firme los observaba con pena.
-“¡Bah!.. Pensaba con desdén. ¡Y esos creen que viven!”
En mi ebriedad oigo la voz del capitán que truena a mi lado:
-“¡Amainad velas...! ¡Amainad y recoged velas...!”
Aterrado corrí detrás de los marineros. Saltan a los foques y ¡yo con ellos! Trepan a las crucetas, ¡arriba también yo! En cinco minutos el barco tenía las velas arriadas. Pero el capitán no dejaba de gritar, de insultar, de blasfemar. Me quedo mirándolo : ¡maldita sea si comprendía sus gritos!
-“¿Qué pasa?”, le pregunto al que estaba a mi lado, allí donde amarrábamos al papahígo.
-“La tromba, ¿no lo ves?, ¡El tornado!”
¡Un tornado!, me espanté. Había escuchado sus prodigios: cómo barre cuanto encuentra a su paso: rasga velas, arranca los mástiles, abate a los barcos. Ahora lo veía con mis propios ojos. No era uno, eran tres, cuatro. Dos hacia Batum; los otros cerca, en mar abierto. Y ante nosotros el Caúcaso, sombrío, mostraba sus costas escarpadas. El cielo cubierto de nubes, el mar negro temblando ligeramente, como estremecido. Era la primera vez que contemplaba a mi amada asustada.
Uno de los tornados, delgado, arqueado como la trompa de un elefante, se suspendía negro, inmóvil en las aguas. El otro, grueso, recto, demediado de repente como columna de humo, dispersada su base, quedó como una lengua suspendida de las nubes. Veía cómo estiraba su cuello de un lado a otro, cómo movía sus flecos como lenguas de serpiente, parecía buscar algo en el agua, y repentinamente se enroscaba y anidaba en la oscuridad. El tercero, sin embargo, de un negro ceniciento, como el tronco de un álamo, tras sorber e hincharse bien, se precipitó contra nosotros.
-“¡Venga, abajo!”, oigo la voz desde la toldilla.
Me vuelvo. Los marineros habían bajado. Yo, bien abrazado a la cofa, pasmado, contemplaba el prodigio. Me deslicé junto al capitán. Lo veo mirar al monstruo con ojos desorbitados. En la diestra sujetaba un cuchillo de empuñadura negra y se mantenía de pie, detrás del mástil de popa, como si le sirviera de parapeto. Detrás, el contramaestre se apresuraba a llenar la enmohecida culebrina, y alrededor los marineros miraban a veces al cielo, a veces a la mar, lívidos como la cera.
El tornado, sin embargo, se precipitaba contra nosotros con pies alados, absorbiendo agua y lanzándola contra el cielo, bruma y niebla negra. Ahora, parecía, que nos iba a hundir el barco, o levantarlo todo entero hacia lo alto. Así llegó a dos brazas de nosotros. Resplandecía en toda su redondez, de color verde claro, como cristal ahumado, y dentro de él subía y bajaba el émbolo, como si quisiera apagar una enorme hoguera en los cielos.
-“¡Dale!”, ordena el capitán.
El contramaestre descarga la culebrina contra él. Clavos oxidados, balas, estopa, todo lo digirieron sus costados. Pareció temblar, y se detuvo. Intentó de nuevo moverse, rotó dos veces en el mismo lugar, y se detuvo otra vez uniendo el mar con el cielo.
-“De nada ha servido”, dijo con amargura el capitán al contramaestre.
-“Ya lo veo. Haz el signo mágico, la pentalfa, capitán, y yo cargo con el pecado”.
-“¡Dios mío, perdóname!”, susurró con decisión mientras se santiguaba.
Y con el cuchillo grabó una pentalfa sobre el mástil al tiempo que repetía por tres veces:
-“En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios”. Y clavó el cuchillo en el centro de la pentalfa, igual que si lo clavara en las entrañas de una fiera.
Se oyó un trueno semejante a un cañonazo, y una ola enorme rodó sobre la cubierta. Al mismo tiempo el Caúcaso relampagueó y bramó con voz bronca, saltó un huracán y la mar, asustada, espumeó enloquecida de uno a otro confín.
- “¡Arriba las velas!”, se apresuró a ordenar el capitán. “¡Las gavias!, ¡los foques!, ¡los trinquetes! ¡Recoged las escotas!”
Largamos trapo y el barco tomó de nuevo su rumbo.
Tres semanas más tarde bajamos a Constantinopla con una carga. Recibí allí la primera carta de mi madre. La primera carta, la primera puñalada en mi corazón.
-“Hijo mío, mi Yannis, decía la anciana. Cuando, con la ayuda de San Nicolás y con mi bendición, regreses a la isla, ya no serás el hijo de un capitán. Se ha ido tu padre, se ha ido la hermosa goleta. También nuestra gloria. Se lo ha tragado todo el Mar Negro. Ahora tan sólo te queda una pobre casa, te quedo yo, infeliz de mí, y Dios.¡Salud tengan tus manos! Trabaja hijo mío, y honra a tu tío. Si alguna vez te sobra un jornal, envíamelo para encender una vela al Santo por el alma de tu padre".
Crucé mis manos, contemplé la mar con ojos anegados. Las palabras de la carta me parecieron un eco de las palabras de mi padre. ¡Tantos años capitán de un barco y ahora su viuda esperaba mi jornal para hacerle un funeral! Y su cuerpo, sus brazos de hierro, quién sabe con qué acantilados se golpearían, qué gaviota lo despedazaría, qué ola blanquearía sus delgados huesos.
¡Pobre de mí! Nos encontramos por última vez apenas arribó en Teodosia. Cuando me vio arriba amainando el trinquete, se santiguó y se quedó mudo sin decir palabra.
-¿A qué le miras, capitán Anyelís?”, le grita Caliyeris. “¡No lo cambio por tu mejor marinero!”
Yo suplicaba fervientemente que se abriera la mar y me tragara. En tanto sentía sobre mí su mirada, no encontraba paz. Corría rápidamente de un extremo al otro, bajaba a la proa, subía a la toldilla, pasaba por los flechastes, cogía el torno, trabajaba en la bomba. Se dio cuenta de mi desconcierto y no se levantó de su sitio. Se limitó a mirarme con mirada quejumbrosa, como si me viera en el lecho de muerte.
Al otro día me salió al encuentro cuando me dirigía a la ciudad. En cuanto lo divisé quise esconderme. Pero desde lejos, tan imperativo era su gesto que mis piernas flaquearon.
-“Oye, hijo mío, ¿qué te ha pasado?”, me dice, “¿has pensado bien lo que vas a hacer?”
Por vez primera conocí la dulzura de su voz. Pero no me desconcerté.
-“Padre, le dije, lo he pensado. Puede que mi decisión sea pésima y torpe, pero no puedo hacer otra cosa. No puedo vivir de otra manera. Me llama la mar. No quieras impedírmelo. Déjame aquí donde estoy, porque, si no, me iré y no me volverás a ver”.
Se santiguó, permaneció quieto un momento, me miró a los ojos, movió la cabeza:
-“Bien, hijo mío, dijo. Haz lo que Dios te ilumine. Yo he cumplido con mi deber. No he escatimado gastos ni palabras. Recuérdalo, no sea que me maldigas después. Vete con mi bendición”.
Su última bendición, mi primera pena. La mar en mi primer viaje recompensó mi amor. Me quedé entonces como empleado del capitán Caliyeris. Como trabajador a cambio de lo justo para sobrevivir. Para sobrevivir yo y la capitana. Pero, a pesar de sus consejos, ni podía honrar a mi tío, ni seguir trabajando para él. Si tengo que ser marinero, pensé, gracias a Dios hay otros barcos. Mejor recibir los insultos de un extraño que los de mi pariente. Decidí desembarcar en el primer puerto con la ayuda de Dios.
-“¿Con la ayuda de Dios? Ya verás...” me dijo el capitán Caliyeris cuando adivinó mi intención.
Un día voy a pedirle aceite para la comida.
-“No hay, me dice. Lo toma el que se sienta al timón”.
Voy por segunda vez. Lo mismo. Voy por tercera vez, de nuevo lo mismo. Y un día en que estaba yo al timón, cojo el San Nicolás, lo ato al timón, y lo dejo solo. El barco, enloquecido, empezó a dar vueltas en el mar.
-“¡Eh, tú Yannis!, grita el capitán. ¿A quién has dejado al timón?”
-“Al que toma el aceite”.
Los marineros se echan a reír. Se enfada.
-“¡Vete ya de una vez!, me dice. ¡Rápido, tu ropa y largo!”
-“¡Me voy! ¡La cuenta!”
Me lleva a su camarote y empieza a hacer la cuenta de la vieja.
-“Tal día nos pusimos de acuerdo. Tal día te embarcaste, el otro trajiste la ropa, al otro partimos, al otro comenzaste a trabajar. ¿No es así?”
Ni pocos, ni muchos, me quitó cinco jornales. ¡No estaba mal del todo!
-“Así es”, le respondí.
Y salí para Mesina con dos reales.
Entonces comenzó la vida perra del marinero. Miseria y trabajo. Una perfecta hormiga. Una hormiga en la faena, pero nunca en el ahorro. ¿Qué más quieres ganar? El jornal, la comida del día. Un par de zapatos, un sueldo. Un impermeable, otro sueldo. Una fiesta en el Kemer Altí, otro. Un mes sin trabajo, seis de deuda. Además, intenta apretar el cinturón para mantener una casa. Ésta sin embargo, pronto me la cerró la muerte, bendita sea: murió la capitana al año y se me quitó una preocupación de encima. De barco en barco, de capitán en capitán, de viaje en viaje, diez años cumplí en la mar. Las palabras de mi padre en mis oídos día y noche. Pero ¿de qué servía? Era como dar puñetazos a un cuchillo. Si tuviera también yo una viña en tierra, la abandonaría para siempre, y como no había viña, me hice a la idea: o me engulle una ola o me devuelve pellejo y huesos al mundo. Bien estaba. ¡Vida placentera! Trabajo y juerga ¿Era yo el único? Todos los hombres del mar sufren lo mismo. En muchos barcos faené. También conocía muchos marineros extranjeros, pero no envidié su suerte. En todas partes la vida del hombre de la mar es la misma. Insultos del capitán, desprecio del cargador, amenazas de la mar, empujones en tierra firme. Donde quiera que vayas, vas a contracorriente.
Una vez que llegué a El Pireo en una fragata inglesa, decidí ir a mi tierra. Desde el día en que partí con el capitán Caliyeris, no había vuelto jamás. La fortuna me arrebató en sus alas y me llevó como una peonza a tierra. Encontré mi casa en ruinas, la tumba de mi madre cubierta de hierba, y a mi pequeña novia convertida en toda una mujer. Le hice un responso a mi madre, encendí una vela por el alma de mi padre, y eché un par de miradas a mi viejo amor. A la segunda mirada me estremecí.
Quién sabe, pensé con amargura, si hubiera escuchado las palabras de mi padre, sería hoy el marido de Marió.
Su padre, el capitán Páraris, era un viejo patrón de barco, de la misma edad que el mío. Fue afortunado en la mar, le sacó buen provecho, encontró una oportunidad, vendió el barco, compró una tierras y las convirtió en huerto. Renegó para siempre de los viajes.
No partí al día siguiente, como era mi intención. Ni al otro. Ni a la semana siguiente. No sé lo que me retenía allí. Trabajo no tenía. Pero a cada momento me venía a la mente un pensamiento que apagaba el deseo de irme: si hubiera escuchado las palabras de mi padre, ¿no sería hoy el marido de Marió?
Y daba vueltas debajo de su casa. Cada atardecer emprendía el camino por el que ella bajaba al pozo a por agua para echar un vistazo. No hay que darle más vueltas, me enamoré de Marió. Cuando la veía pasar con la mirada baja, con airoso andar, con el pecho maduro y la melena ondeando en la espalda, deseaba unirme a ella. El imán que me había arrastrado todavía niño inexperto al mar, me arrastraba ahora hacia esa mujer. Con la misma pasión me lancé tras las huellas de la hermosísima. En aquella ocasión había enviado al capitán Caliyeris como casamentero, a la sazón, a la vieja Calómira. No me voy si no obtengo una respuesta, pensé.
La casamentera se las apañó a las mil maravillas. Azucaró sus palabras y al punto sedujo a la hija y al padre.
-“Mira, me dice el capitán Páraris, llevándome una tarde aparte. Tu intención es buena y tu comportamiento honrado. Nada me halaga más que entre en mi casa el hijo de mi amigo, de mi hermano. Marió es tuya, pero con una condición : renegarás de la mar. Pienso lo mismo que pensaba tu padre. No tiene lealtad, no tiene piedad. Abandonarás definitivamente la mar”.
-“Pero ¿qué voy a hacer? ¿Cómo voy a vivir? Sabes bien que no sé hacer otra cosa, -le respondí-.
-“Lo sé, pero Marió tiene su dote”.
-“Entonces, ¿me casaré para vivir de mi mujer?”
-“No, no vivirás de tu mujer. No te enfades. No quiero ofenderte. Trabajarás, trabajaréis los dos. Hay un huerto, una viña, tierras. Necesitan quien las trabaje.”
La verdad es que no quería otra cosa. Negué y renegué de la mar. Me encontraba en la misma situación que San Elías, cuando con el remo al hombro subió a la montaña para morar donde los hombres desconocían el nombre del objeto. Yo igual. Ni su nombre, ni su color. Su belleza ya no tenía para mí secretos, el embrujo se había roto.
-“De acuerdo, -le dije-. Tienes mi palabra”.
Tres años pasé con Marió arriba, en Trapí, el pueblo de mi suegro, tres años de auténtica vida. Aprendí el manejo de la azada, y trabajaba con ella el huerto, la viña, el campo. No me di cuenta de cómo pasaba el tiempo. Amor y trabajo. Unas veces cavábamos, otras corríamos bajo los cidros como potrillos que salen a trotar por primera vez. Aprendí a cavar los cidros, a podar las vides, a labrar el campo. Sacaba cincuenta táliros al año de las cidras, veinte del vino, cuarenta del trigo -las semillas y el sustento de la casa, aparte.-Por primera vez palpé viva en mis manos la recompensa. La tierra muda tenía mil maneras, colores, formas, fragancias, frutos y flores para hablarme, para decirme "gracias" por trabajarla. Abría los surcos con el arado, y los surcos permanecían en su sitio, la tierra labrada recibía la semilla, la ocultaba de los pájaros, la calentaba y la humedecía, hasta que la mostraba de nuevo a mis ojos llena de frescor, verde, dorada, como si me dijera : “mira cómo la he resucitado!”. Aliviaba la viña de su peso, y la viña llorando se agitaba alegre, abría sus ojos como una mariposa y de repente asomaba cargada de racimos. Limpiaba el cidro, y crecía esbelto, hermosísimo, frondoso, orgulloso, me regalaba su sombra en el cansancio del mediodía y un sueño fragante por las noches. Todo mi ser lo rociaba con su fruto dorado. ¡Ah, Dios bendecía la tierra dotándola de sentimientos! No era ese espíritu insensible que corre a borrar tus huellas cuando lo surcas. Y cuando lo halagas, lo alabas, le cantas, te da un empujón, como diciéndote: ”¡lárgate de aquí!", y brama para abrirte la fosa.
Caín debió convertirse en mar después de su crimen.
Cada atardecer subíamos al pueblo. Delante, ella y las retozonas cabritas adornadas de cencerros. Detrás yo, la azada al hombro y la mula cargada de leña. Encendía Marió el fuego para preparar nuestra cena. Encendía también yo la pipa tumbado en el umbral entre la madreselva rubia que trepaba por las paredes, junto a la albahaca, a la hierbabuena, a la mejorana que tan sólo pedían un golpe de azada, una gota de agua para impregnarnos de fragancias.
-“¡Buenas tardes!”
-“¡Buenas tardes!”
-“¡Buenas noches!”
-“¡Buen amanecer!”
Intercambiaba cordiales deseos con mis vecinos. Ya no miraba al cielo, no escudriñaba las fases de la luna, ni el titilar de las estrellas, ni la dirección del viento, ni el orto de las Pléyades. Y cuando ya tarde anclaba en el regazo de mi mujer, ¡qué bahía, qué seductor puerto podía regalarme esta dicha mía!
Así transcurrió el segundo año y entramos en el tercero.
Un domingo de febrero bajé con mi mujer a San Nicolás. Su primo, el capitán Malamos botaba su barco y nos había invitado a la fiesta. Era un día hermoso, el comienzo de mi añoranza. El astillero lleno de maderos, de mástiles, tablas, astillas, virutas. El aire impregnado de salitre, de olor a alquitrán, a brea, a cabos... Montones de estopa, de planchas de hierro. Y de un extremo a otro de la orilla, barquitas hermosamente pintadas, lanchas volcadas boca abajo, goletas desarboladas, quillas costrosas cubiertas de moluscos, esqueletos de caiques, de goletas, de pequeños veleros, unos con el estrave y el yugo, otros cubiertos hasta la borda, a medio terminar otros. Todas las herramientas del mundo de los marineros, los simples deseos y las grandes esperanzas, construidas con madera, se encontraban en la arena. Los invitados -la isla entera- vestidos de fiesta, daban vueltas entre los cascos de los barcos, los niños saltaban dentro, los hombres los acariciaban, los elogiaban, les hablaban, los valoraban, calculaban su velocidad, daban toda clase de consejos al contramaestre.
El barco del capitán Malamos sobre su grada, la proa una espada, coronada la popa, las anguilas extendidas a izquierda y derecha, parecía un ciempiés acostado en la arena. La mar, de un azul intenso, relampagueaba, jugaba y lamía a lengüetadas sus pies, lo rociaba con su espuma, le gorjeaba secreta y confiadamente:
-“¡Ven, ven que te recoja en mi seno, que te resucite con un beso!. ¿Por qué estás quieto como un madero sin alma y profundamente dormido? ¿No te has aburrido del letargo del bosque y de la vida inactiva? ¡Avergüénzate! ¡Sal a luchar con las olas! ¡Lánzate a pecho descubierto a humillar al viento! ¡Ven a ser la envidia de las ballenas, el compañero del delfín, el descanso de la gaviota, la canción de los marineros, el orgullo de tu capitán! ¡Ven, tesoro, ven!...”
Y el barco, inocente, empezó a crujir, dispuesto a abandonar su grada.
El capitán Malamos, recién afeitado, sonriente, sus bombachos de fieltro y la faja ancha; a su lado su mujer, vestida de seda; ambos resplandecían como si celebraran de nuevo su boda. Y el violín, el laud, el ney, cantaban su alegría hasta los confines de la tierra.
Yo,¿qué te voy a decir...? No pude sentirme feliz. Sentado en un rincón contemplaba cómo el mar llegaba hasta mis pies y cierta tristeza me oprimía el corazón. Después de años veía a mi primer amor, vestida de azul, risueña, contenta. Creí que me miraba a los ojos, que me hablaba entristecida, que me insultaba quejumbrosa :
-“¡Infiel... Impostor... Cobarde...!”
-“¡Vade retro...!” , dije santiguándome.
Quise irme, pero mis piernas flaqueaban. Mi cuerpo plúmbeo se adhería a la roca y mis ojos, mis oídos, mi alma entera entregada a las olas, escuchaba sus quejas:
-“¡Infiel... Impostor... Cobarde...!”
Estuve a punto de echarme a llorar.
-“¡Eh, cariño!, ¿en qué estás pensando?”, -oigo a mi lado. Y veo a Marió, siempre hermosa y sonriente con su lindo porte. Mi desconcierto fue igual que si me hubiera pillado en un desliz-.
-“Nada, nada. Ayúdame a levantarme, estoy mareado.”
Y me agarré a ella ante el temor de ser arrastrado por las olas.
El sacerdote, envuelto en la casulla, leía una oración por la nave. El contramaestre comenzó a dar órdenes.
-“¡Fuera la anguila de popa...!”
-“¡Fuera la de proa...!”
-“¡Fuera la basada y la grada...!”
Uno tras otro los soportes salieron de la grada y la nave empezó a bambolearse como entumecida por la inactividad, tímida aún ante su nueva vida. Los niños, subidos en la cubierta, corrían de proa a popa, de una banda a otra, todos a la vez con el sordo sonido de un rebaño.
-“¡Adelante!” -gritó el contramaestre-.
Y con el empujón de los invitados el barco suspiró y se deslizó con su imberbe tripulación por el agua como un pato.
-“¡Que te haga buenas travesías, capitán Malamos! ¡Buenas travesías y que sus clavos sean de oro!”, -gritaron los marineros al tiempo que mojaban a la pareja con agua del mar-.
Pero en aquel momento un chiquillo se golpeó en alguna parte y cayó desmayado al agua. Al instante, doy un salto vestido como estaba. Dos brazadas y saco al niño del mar. Lo saqué, mas yo quedé atrapado en sus redes. A partir de aquel momento, el sueño y la alegría huyeron de mi lado. Aquella zambullida en la mar, su abrazo de agua tibia en mi cuerpo, arrastró mi alma, esclava, tras ella. La recordaba como si algo vivo recorriera mi espina dorsal besándola.
Dejé de trabajar. Intentaba ir al huerto, al campo, a la viña; todo me angustiaba. Daba vueltas de día por la playa, me zambullía en el mar, respiraba el salitre, me revolcaba en las algas, cogía erizos y cangrejos. A menudo bajaba al puerto y tímidamente me acercaba a los grupos de marineros con ánimo de escuchar sus charlas sobre velas, viajes, temporales y naufragios. No se volvían ni a mirarme. Un campesino, un labrador de mierda era yo, y ellos, marineros, delfines libres. Los marineros jóvenes me miraban como si dijeran : “¿de dónde ha salido este fantasma?” Los más viejos se dignaban decirme alguna vez :
-“Tú, Yannis, echaste definitivamente el ancla. Ni al viento ni al mar temes ya. Has fondeado, y esto quiere decir: se acabó, has muerto, no vives en el mundo”.
Y me iba de nuevo a la orilla a contar mi pena a las olas.
Finalmente, me dediqué a fabricar barquitos y barquitos bien trabajados, con mástiles de madera de encina, con amarras y velas y con mi febril imaginación, que los convertía en barcos de tres cubiertas.
Marió me veía y se santiguaba.
-“¡Virgen Santísima, mi marido se ha vuelto loco!”
Y encendía velas a la Virgen de Tinos. Iba descalza a la ermita, llevaba mi ropa para que la bendijeran. Se golpeaba el pecho noche y día con animo de persuadir a los santos para que me volvieran a mis cabales.
-“No le des más vueltas, Marió, -le digo un día-. Ni exvotos, ni santos pueden curar mi enfermedad. Yo soy un hijo de la mar. Me está llamando y saldré a su encuentro. Antes o después, volveré a mi oficio.”
Apenas lo escuchó, se vistió de negro.
-“¿Tu oficio...? ¿Marinero vas a ser? ¿Otra vez vas a ser marinero?”
-“Sí. Marinero. No puedo evitarlo. ¡La mar me está llamando...!”
Pero ella insistía. Que no quiere ni verlo, ni oír hablar de eso. Empezaron las lágrimas, las súplicas; se echaba sobre mí, me arrastraba a su pecho, me cubría de besos. Insultaba a la mar, la acusaba, la maldecía. ¡Todo fue vano! Ni sus pechos, ni sus besos me ataban ya. Todo me parecía insípido, incluso el lecho.
Un atardecer cuando estaba sentado en el muelle, vi una fragata con las velas desplegadas. Parecía una colosal roca en la mar. Todos sus aparejos se distinguían. Vi los foques, las velas mayores, los papahígos, las gavias, los trinquetes, las puntas de los mástiles... Incluso puedo decir que vi la sobrequilla. Vi el camarote del capitán con el San Nicolás en lo alto y su lamparilla siempre encendida. Vi los catres de los marineros, escuché sus charlas, me llegó su olor acre. Vi la cocina, los barriles de agua, la bomba, el torno. Mi alma, como un pájaro melancólico, se posó sobre ella. Oí el aire rasgándose en los aparejos y entonando la vida del marinero. Pasaron ante mí vírgenes rubias, morenas, de ojos negros, adornadas de flores y el pecho desnudo regalándome besos. Vi puertos bulliciosos, tabernas repletas de humo y de vasos de vino, santuris y laúdes de dulce sonido. Allí escuché a un marinero decir a sus compañeros al tiempo que me señalaba:
-“¡Mirad, uno que por miedo renunció a los bienes del mar!”
Me sobresalté. ¡No por miedo, eso nunca! Voy corriendo a casa. Marió estaba en el río. Me echo la ropa al hombro, cojo mis ahorros de debajo de la almohada y desaparezco como un ladrón. Con la oscuridad llego a San Nicolás, desamarro una barca y alcanzocé la fragata.
Desde entonces la vida es una quimera. ¿Acaso estoy arrepentido...? Ni yo mismo lo sé. Pero aunque ahora regresara a la isla, seguiría sin encontrar sosiego.
¡La mar me llama!
*Argel
Andreas Carcavitsas (1866-1922)
Es el segundo representante del género costumbrista, después de Papadiamandis. Nacido en una aldea del Peloponeso, Lejená de Ilía, fue médico militar y tuvo la oportunidad de conocer de cerca la vida de los pueblos (sobre todo de Rúmeli) y marineros griegos y de estas dos fuentes saca sus narraciones.
Antes de los veinte años (1885) apareció en las revistas de la época con relatos costumbristas que recogió en un volumen en 1892, “Relatos”. Están escritos, naturalmente en la cazarévusa usual de la época. Pero la aparición de Psijaris en 1888 le influyó decisivamente, y ya en su prólogo de los relatos condena expresamente la lengua (“embalsamada”) en que están escritos. De allí en adelante escribirá solo en dimotikí.
“Palabras desde la proa” (1899), sus relatos marinos y “Viejos amores” (1900) pertenecen al género costumbrista con observaciones certeras y una gran fuerza psicológica, realista y generalmente áspera. “El Mendigo” es la obra cumbre. La novela es, de un lado, una descripción sobria de la vileza y, de otra, de la miseria, y al mismo tiempo una crítica implacable de la sociedad neogriega de su tiempo ( la escribe en 1896, víspera de la derrota de 1897). Son análogos los méritos literarios de la obra, el estilo y la lengua, trabajada con perfección, la construcción firme y densa, las expresivas descripciones. Su novela siguiente “El Arqueólogo” (1904) no tuvo éxito, es una fría y transparente alegoría, que ni convence ni conmueve.