EL EMBLEMA
Olga Pérez Zumel
La bruma envolvía las calles sin dejar ver el suelo. Las fachadas de las casas quedaban ocultas por un velo húmedo incitando al misterio. Apenas las luces de gas podían abrirse paso e iluminar como luciérnagas dispersas. El mundo se había retirado en la noche. Todo lo encerrado escapaba de su prisión, hambriento, insaciable, porque ésta era su hora.
Sin saber cómo, aquella atmósfera nocturna y extraña le había envuelto transformando el bullicio de los comercios y los coches de caballos en el silencio mortuorio de las criptas. Como si hubiese sido raptado y devuelto horas después, encontró las calles abismadas de oscuridad. Sus pasos le acompañaban, único sonido punzando el espacio.
Había comenzado su paseo ensombrecido por la tristeza de una estéril vida, sometido al laberinto interior que desconsuela por desconfianza, abatimiento y apatía. Sin rumbo caminó minuto a minuto, ¿cuántas horas ya?, deseando hallar el fin fuese cual fuese éste. Perdido en tan loco deseo había olvidado todo lo que existía fuera de sí, vagando hasta despertar a la conciencia en aquel oscuro momento. Fue llamado por un eco, especie de pulsación que ritmaba un aliento. Atraído por él, a la vez temeroso, sobrecogido, se sintió acercarse. Un poco más, un poco más, y sus ojos sospecharon descubrir lo que sus oídos anunciaban. El aliento continuaba su ir y venir desde un ser escondido, apostado entre la bruma. Se olvidó, ignorándose por primera vez desde su desdicha; salió del laberinto llamado por algo más poderoso que aquellas internas torturas.
Apenas veía, extendió su mano temblorosa hasta tocar ansioso las paredes, húmedos lazarillos que le guiaban hacia lo desconocido.
Más cerca el eco era un resuello, como el mar poderoso devastando acantilados. Se detuvo bruscamente temiendo ser engullido por aquel resoplar. Parecía estar allí, delante de él, a pocos pasos por encima de su cabeza. Una luz mortecina brilló salida de la nada. Las tinieblas se abrieron ante sus ojos desvelando la visión más inesperada y sobrecogedora de su vida. Majestuoso y terrible, enroscado en la maldad, con ojos centelleantes, abrió las fauces emitiendo un resplandor rojizo envuelto en el rugir de siete mares procelosos.
El dragón más bello y terrible se apostaba en la esquina, a la altura del primer piso de la “Compañía Oriental de Sombrillas y Abanicos”. Escamas relucientes, verdosas y azuladas, se movían sinuosas en un mortal compás. Sensuales anillos, endiablados contoneos, estremecieron su alma; se sintió tan atraído, tan llamado al deseo de aquella bestia inmunda que aterrorizado tuvo asco de sí mismo por tan contradictorio y terrible sentimiento. Abría y cerraba las mandíbulas emitiendo un vapor que tamizaba la luz del fuego. Se erguía orgulloso mostrándole su majestad.
Abrumado cayó de rodillas ante tal esplendor. Las lágrimas le brotaban de terror y admiración cuando de la fosa más profunda, donde habita la muerte, una voz le nombró:
—Tú.
Con ella se llenaron los mundos, hasta los no creados. Fue llamado por un dios, por el mismo diablo.
—Tú. Me has despertado—. Volvió a rugir el ser penetrándole con su mirada de fuego.
Apretó los párpados para sujetar los ojos en sus cuencas y la mandíbula para no morderse la lengua. Allí arrodillado temblaba como una hoja sabedora de su pequeñez, de su fragilidad, del final tan anhelado momentos atrás y ahora tan temido. Hasta aquí había olvidado la vida tan a menudo que se extrañó de amarla profundamente en estos instantes próximos al definitivo adiós.
Las fauces de la bestia se desencajaron soltando esa cálida luz rojiza que se abría paso entre los vapores marcándole un camino. Observó acercarse al inmundo de un modo ajeno porque el pavor llegó a su límite paralizándole el corazón. No latió más. El silencio reinó dentro y fuera de sí. Sus ojos permanecieron abiertos, extremadamente, sin poderse desasir de su visión mientras era engullido por un cálido y húmedo aliento enrojecido.
Un contoneo de anillos y entrechocar de escamas metálicas devolvió al dragón su majestuosa y estática postura de emblema en la esquina de la “Compañía Oriental de Sombrillas y Abanicos”, magnífica estatuilla de piedra coloreada que adosada a un edificio sujetaba embaucadora un abanico con su cola y un farol de roja luz entre sus garras.
En un instante la calle quedó a oscuras y una pesada calma se tragó la noche y su bruma.