La inteligencia pesa como una joroba

Carlos Briones

 

Cada vez que Irene von Ossietzky sueña, sueña siempre el mismo sueño: la misma figura, del mismo hombre; las mismas descoloridas imágenes; ciertas escenas brutales; un final borroso; más, la comprobación de que en sus sueños no hay colores.

Las primeras noches son horribles. Opta por prolongar artificialmente las vigilias. Pero los consecuentes trastornos físicos y psíquicos la obligan a consultar a especialistas seguidores de Freud. El caso da para innumerables y detalladas consultaciones entre los discípulos de este autor.

Se opone a seguir sus sugerencias, pero la desesperación la obliga a cumplir con ellas. Lo que no le produce ningún bienestar. Los profesionales le recomiendan que persista.

Prueba todo o casi todo, sin obtener ningún alivio: cada vez que sueña, sueña siempre el mismo sueño.

Cuando intuye que la preparan para cierta intervención quirúrgica, dice ya no seguir soñando. Los facultativos abordan su familia; pero ésta se desentiende.

Pasa algún tiempo. Un buen día anuncia que se va de viaje.

El itinerario contempla exóticos países de Asia, África y América Latina. Comenta, además, que se ha deshecho de cierta música y de algunos diccionarios (que en realidad están en la valija).

Después de su partida, su esposo declara, en una cena íntima, que no ama a ninguna mujer, tanto como a ella, pero que le desea que tenga la mayor cantidad de "affaire" posibles. Mirando una de sus últimas fotografías, en la que no aparece con anteojos para el sol, alguien comenta que le ha quedado una mirada a lo Greta Garbo; comentario de mal gusto, pero acertado.

Español es el único de los idiomas importantes que todavía no domina a la perfección, pero se nota que durante el viaje ha mejorado notoriamente sus conocimientos. Su esposo confirma esta observación, pero señala que ya no los necesita. (Se refiere a los esfuerzos que ella ha hecho por comprender un artículo que ha transcripto de sus sueños, del cual los expertos de la Cátedra de Romanística de la Universidad de Colonia, le dijeron que era un texto de dudosa autoría.)

Por la cantidad de nombres que aparecen en inglés, consulta con algunos expertos en Anglística, que le señalan que los autores ahí citados no son precisamente para iniciados.

Recorre bibliotecas y librerías y hojea cuanto libro llega a sus manos, pero ninguno tiene el contenido que ella busca. Y todas las noches sueña el mismo sueño. El artículo es sin duda un artículo difícil, pero durante el viaje se acerca, cada vez más, al sentido del texto original.

En Colombia reconocen que es un artículo perfectamente escrito, pero le sugieren nombres demasiado altos, y, de igual manera que en Venezuela, le prometen ayudas que no se cumplen.

El autor citando a otro autor destaca: "Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que estuvo allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces qué? -Más adelante decía-: No sé qué opinará mi lector de esta fantasía; yo, la juzgo perfecta".

De Buenos Aires pasa a Santiago de Chile; luego visita el Sur, alguna ciudad austral le ocasiona nostalgias. Regresa.

Soporta con estoicismo el interrogatorio familiar convencional. Siente que ya no pertenece al microcosmos de su familia. Perfecciona sus conocimientos de español. Avanza lentamente en la comprensión ideológica del artículo y se identifica con él.

Recuerda tan perfectamente el sueño, que pasa de la vigilia al sueño (al dormir), sin interrumpir su desarrollo.

Su vida adquiere un orden rigurosamente informal.

En su divagar se encuentra con un pensamiento que la inquieta: "y si llegase a encontrar al hombre del sueño, que no envejece, que no cambia, entonces ¿qué?"

Busca fotos suyas, algún cambio hay, no mucho. Los rasgos más definidos, sí; pero se da cuenta que no se gusta. "Eso le pasa a la mujer cuando comienza a perder terreno", opinaba una autora y feminista francesa famosa.

Le dedica cierto cuidado a su persona. Esto la distrae, pero el temor la asalta nuevamente. No está aterrorizada, pero tiene miedo. Pasa el tiempo y siempre sigue soñando el mismo sueño. Algunos autores y cierta música, la distraen. De vez en cuando asiste a alguna velada latinoamericana (donde encuentra caras parecidas a la del sueño). "La falta de hijos, la juventud, y el estar casada con un millonario, la mortifican. La inteligencia pesa como una joroba, señora. La inteligencia mortifica. Si usted fuera tonta no le pasaría lo que le pasa", le había dicho una bruja india en Lima.

A veces se pregunta si se habrá acostumbrado realmente a soñar siempre el mismo sueño; por lo menos, cada vez, es más soportable. Las horas de sueño (el dormir), comienzan a no ser terribles. Terribles, desastrosas, son las horas de vigilia.

Vaga por la ciudad; observa los extranjeros morenos.

Continuas horas las dedica a cerciorarse qué idioma hablan en el sueño. El ejercicio es agotador: ella lo aborda en español. Los días se tornan agradables. El sueño comienza con el encuentro. Trata de satisfacerse, pero se agota: nunca le ha resultado. Recorre el departamento (donde ahora vive sola), decorado de acuerdo al sueño, toca los muebles, percibe con agrado la tersura de ciertas superficies, pero hay cierta irrealidad en aquellos objetos, en aquel lugar, esperando.

Se viste y sale. El día está claro. Ella está dinámica. Su comportamiento es seguro. Recorre las calles, descubre rincones acogedores. Vuelve y se satisface. Recuerda. Piensa en el sueño y en algún momento se duerme.

Al despertar, sigue encontrando insulsas las sugerencias de los psicólogos; ya no son prejuicios, sino sencillamente una limitación, una preferencia suya. Los días que siguen los agota con entusiasmo. Con decisión busca al hombre del sueño. Y cuando lo encuentra, lo sigue cuidadosamente; observa con deleite sus movimientos, la sorprenden algunos detalles.

Está a punto de abordarlo. Se siente obligada a hacerlo en ese momento, pero se lo impide una mujer morena.

Presencia la forma cariñosa de saludarse: los besos en las mejillas y un beso furtivo. Trata de espiar lo que hablan.

La mujer es un poco más baja que él y con el mismo acento. La mujer vigila los alrededores. ¿Algo ilícito? ¿Serán amantes? Rechaza la curiosidad. Siente alivio cuando los ve despedirse.

Lo sigue. El va directo al Metro. Está a su lado; le parece rozarlo. El no la ha visto. El viste camisa azul, pulóver blanco, chaquetón azul marino, zapatos azul obscuro y el pantalón es gris. Siente un desfallecimiento: es la ropa del sueño. Trata de reponerse, le falta el aire; se acerca a la puerta, renuncia: en la estación siguiente se baja. Está rendida; pero otro golpe la reactiva: él también ha bajado y se dirige a la escala mecánica. Ella no elige; simplemente se deja llevar: lo sigue.

Salen a un pequeño parque; él camina distraído. Lo alcanza y lo aborda. Lo hace agitadamente. El es amable; ella no se siente bien. El le ofrece ayuda; buscan un bar (ella lo ha abordado en español). Conversan. La distrae su voz. Ahora se siente bien. Con una frase amable él le recuerda algo que ella ya sabe: se saca los anteojos para el sol.

Una mujer besa su perro pequinés en el hocico, ellos miran la escena. Se miran: están de acuerdo. Aborrecen esas enfermizas manifestaciones de indistinción entre animales y seres humanos. Critican a "los individuos y a las sociedades, enajenadas y enajenantes", que promueven tal indistinción.

Comentan el caso de los dos bebés destrozados por los perros de una gasolinera en pleno centro de Colonia, y las cifras negras, silenciadas por las autoridades, que indican que a cada hora en Alemania un perro muerde a una persona.

Permanecen un inmedido tiempo juntos. Salen. El aire les sienta bien. Se comportan con naturalidad. Caminan por la ciudad. Ella ignora a los que la miran con reprobación. Comen en un restaurante español. Entran a un cine y salen al poco rato. Recorren las obscuras y frías calles de Colonia.

Toman un taxi y piden que los lleve a cierto lugar que está en el otro extremo de la ciudad. Se bajan y caminan. Cruzan un puente que tiene fama de ser peligroso. El le habla al oído y, en algún momento, se besan.

No hablan del futuro ni del pasado, no se explican nada.

Vuelven al centro de la ciudad y pasan frente al Teatro de la Ópera; ella lo conduce a su departamento. Suben; no encienden la luz. El se desplaza con seguridad, con hábito, ella cierra la puerta del balcón. La luna se esconde tras una cortina de nubes. Se abrazan y fornican; después fuman cigarrillos; él lo hace con cierta afectación, como los no fumadores.

Ella lo imita y se divierten. Luego enciende la luz del velador y va al baño, después a la cocina, y desde ahí le ofrece un vino blanco, suave; suave como el mango plástico de la navaja que se calienta en el bolsillo de su bata. La saca y la abre, inocente, segura; la empuña con fuerza, lo ha hecho muchas veces, la navaja permanece inalterable; la cierra y la guarda.

Elige dos copas y vuelve. Le agrada verlo, llenando la cama, de espaldas, con las manos cruzadas debajo de la nuca; siente su mirada, donde comienza el final borroso. Le sirve una copa y beben. Se miran y hablan. El le cuenta que es escritor.

Mientras hablan se acarician. Un acto sexual, lento y prolongado, los agota. Luego un brazo cansado se alarga hasta la lámpara.

Bremen-Köln, 1984

Lo Franco, Chile, 1999

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Me place suponer que el Azar la eximió del horrible papel de asesina. (Soy culpable de esta imaginación.) No sé creer que en el Libreto de Dios (otra imaginación que respeto), se encuentren errores como éste.

Como todos sabemos, "La flor de Coleridge" es un artículo que proviene de la pluma (literalmente) de J. L. Borges, y fue publicado, hace unos cincuenta años, por el diario "La Nación" de Buenos Aires. Espero que el buen gusto de sus lectores, que guardan su memoria, me perdonen la libertad de haber hecho soñar a Irene von Ossietzky algunas frases del maestro.

He agregado una decepción, que no habla bien de los expertos de la Universidad de Colonia, porque pensé que este relato debía tener algo verdadero.

 

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