DIECIOCHO AÑOS

Silvia Monrós-Stojakovic

 

 

 

De pequeña se trasladó a un país muy distinto del suyo.

Se trasladó con sus padres y luego se quedó en ese país con nieve en invierno.

La nieve; los copos, cuya perfección geométrica hasta entonces sólo conocía de las clases de su anterior escuela; el rostro expuesto al contacto directo de los copos: esos fueron sus primeros descubrimientos personales al llegar a ese país.

También descubrió que las ventanas tenían cristales dobles. Le explicaron que así el interior de las viviendas quedaba mejor aislado del frío. A ella el frío no le molestó ; por el contrario, se ponía muy contenta cada vez que los nuevos amiguitos de grado la invitaban a ir con ellos a bajar en trineo por las calles nevadas de la ciudad.

Aunque en esa época todavía no había muchos coches, por si acaso las calles con pendiente se cerraban a la circulación.

Los amigos la aceptaron de inmediato como a una de los suyos, pero además, como a alguien que llevaba los jeans que ellos hubieran deseado llevar. En esa época só lo muy pocos los conseguían desde el exterior. Ella llevaba asimismo una campera de gamuza, y esa campera suscitaba mayores suspiros aún.

Con el tiempo ella ya no quiso ser como una de ellos. Quiso ser una de ellos. Empezó a vestirse como todos los demás.

Por entonces, los demás empezaron también a ponerse jeans, y cada uno fue definiendo su propio estilo. En resumen, en aquellos años el país era bastante pobre, por diversas razones históricas, pero cada uno fue definiéndose. Sin notarlo, fueron mostrando sus personalidades, su riqueza.

Las zapatillas de marcas obligatorias vinieron mucho después. Todavía no estaban de moda cuando ella ingresó en la secundaria. Según la temporada, por esas fechas todos seguían esmerándose en ponerse botitas o sandalias lo más elegantes posible, o bien zapatos importados de Italia.

De todas maneras, lo más importante era sentirse cómodo. Había que ir a la escuela; había que escaparse de algunas clases; había que ir de excursión. Lo fundamental era estar juntos y reír.

Todos eran muy buenos compañeros, aunque algunas miradas o notitas intercambiadas por debajo del pupitre conllevaban algunos sentimientos adicionales.

Por supuesto, dichos sentimientos rara vez eran compartidos. Por lo general, A quería a B, que quería a C, en tanto éste, quieras que no, debía tomar la vitamina del mismo nombre por encontrarse constipado. Pura literatura.

Años más tarde, de la literatura ella haría su vida, y la viviría como su mundo privilegiado. Quizás gracias a ello nunca tenga ni un solo constipado. O, quizás, en la actualidad todo mensaje o coincidencia dependan del correo electrónico.

 

 

Mas en aquella época, también ella estuvo soñando con los ojos verdes de un compañero que soñaba con los ojos color de miel de otra compañera de grado. En efecto, todos eran muy buenos compañeros. A ella nadie la miraba.

Finalmente llegó la fiesta de despedida. Al finalizar el último curso de la secundaria, los compañeros se despiden entonces de su penúltima niñez. Se despiden de la escuela y del único compañerismo de verdad. En ese país a esa fiesta se le llama la "fiesta de la madurez". Era y sigue siendo un acontecimiento magno que se celebra al cabo de varias semanas de intensos preparativos, por más que desde entonces ese país haya dejado de existir.

Para esa fiesta que, a pesar de todo -o tal vez por ello- ahora se celebra en los restaurantes de los hoteles más lujosos, los varones se ponen por primera vez un traje con corbata, y las chicas se ponen tacones cada vez más altos.

 

Cuando ella se puso a pensar en lo que se pondría para la fiesta de su madurez oficial, se acordó del precioso vestido de seda plateada, con una capa de la misma tela; se acordó de que su madre le había dicho que se lo podría poner en esa irrepetible ocasión. Só lo le faltaban unos zapatos adecuados. Se pasó días enteros buscándolos por las tiendas, mirando cada escaparate.

No encontró nada que correspondiera a la idea que se había hecho de lo que debía ser su debut la noche en que el chico de los ojos verdes por fin tenía que darse cuenta de ella. Para colmo, en esa época hacían furor unos zapatos parecidos a las plataformas desde las que se extrae el petróleo en los mares nórdicos. Un vestido como el descrito y unos zapatos así ni siquiera ahora se ponen al mismo tiempo.

Entonces su madre se acordó de unos hermosos zapatos que se había traído de su país. Eran unos zapatos de tacones altos pero finos, unos zapatos de satén, suaves como un guante, y de una línea que, como la de algunos automóviles, cuanto más fuera de uso, tanto más irresistible. Su madre había seguido guardando celosamente esos zapatos que un día trajera de su país, de España.

Decidió regalárselos a su hija porque pocos días antes de la fiesta de la escuela, ella iba a cumplir dieciocho años.

¡Una eternidad!

 

Pocos días después del cumpleaños llegó la noche de la fiesta principal. Se puso el vestido y los zapatos con los que su madre la había salvado. Previamente le pidió las correspondientes medias, aunque a ella ni ahora le gusten las medias de nylon, y menos aún tener que pedir algo.

Púsose las brillantes medias prestadas.

Llegó al mejor restaurante de entonces.

 

En ese restaurante de hace siglos y siglos, cuando ella llegó ya se mezclaban las nubes de perfume con los acordes de un vals. Con su entrada, la música, los cubiertos, los camareros: todo pareció quedar suspendido en el aire por un instante. Fue un instante como de imagen congelada que ya ningún futuro podría derretir.

 

 

Durante ese instante ella captó la mirada del chico de los ojos verdes. Pero no era él solo quien la miraba como si nunca antes la hubiera visto. Los demás, profesores inclusive, también la miraron como si fuera la Reina de Saba, el cuadrado del círculo o hasta un helecho en flor. Decididamente, algunos ya ni pudieron separar la mirada de sus piernas. Por cierto, ella sabía que sus piernas debían ser como sus brazos, largos y delgados, pero hasta entonces siempre había preferido ir en pantalones, fueran jeans, fueran de cuero.

Después de esa noche, ella volvió a sus preferencias: volvió a su comodidad de subversión y terciopelo. Volvió a los pantalones.

 

Sin embargo, aquella noche el chico de los ojos verdes terminó diciéndole: "¿Pero por qué has estado escondiendo esa belleza?" Y ella bailó con él, así como con otros muchos que se fueron sucediendo en torno a sus irreprochables tobillos a lo largo de esa noche estelar, hasta que ya no pudo más sobre sus tacones casi de charleston.

El chico de los ojos verdes le quitó delicadamente los zapatos y, luciéndolos en su mano como un tesoro muy preciado, volvió a bailar con ella hasta la madrugada.

El vestido plateado quedó bastante maltrecho a la orilla del Danubio, después del restaurante.

Los zapatos de esa noche memorable pertenecen a un recuerdo fluido y eterno, como una gota de agua. Esos zapatos fueron la noche, el agua, un tobillo.

 

Menos mal que ya entonces ella sabía que, por lo menos, había acabado de cumplir dieciocho años.

 

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