El hogar de las bacantes

Juan Antonio Molina

 

 

 

I

En esta mañana, turbia y quieta, en la que el dragón

de las premoniciones descansa sobre la osadía

de las rocas, en los oratorios sagrados de alcobas

urgidas por los cuerpos, con los lirios hibernados, en las hortigosas

formas que declaman cirros y almas sosegadamente

umbrías, he puesto en tus ingles rosas blancas

para comprobar la veracidad de la existencia, los momentos

de paz heroica de los días infinitos, la forma de la piel

en las lucernas de la noche recortando astros formidables.

La madrugada

nos cree

dormidos

en las espigas

luminosas

del silencio,

un áspid resbaladizo nos vigila el lecho de rizados

cabellos y limo de incestuosa muerte, flores eternas

emboscadas en las caricias de fuego petrificado, voces

de agua rodeadas de arena e insomnio, y en tu frente

la perfección de lo finito. Veracidad de las sombras,

grandeza de la oscuridad donde el amor nos hiere.

 

 

II

Caigo asido al tiempo en las voces azules

de los acantilados, en la incierta descarnación

del húmedo otoño, allí donde los gorriones

se arrancan el rostro y el aciago fulgor de la palabra

viene, se refleja y huye vacilante

entre árboles opacos.

Sonámbulas piedras

giran en el vértice donde se derrumba el horizonte,

inflamadas de sombras y lucernas herméticas,

camino sobre la inmateria del crepúsculo,

entre voces que erigen esquinas de cal y agua

y crecen en las invisibles enramadas del silencio.

Vine en mitad de la noche, sigilosa bacante,

por la deriva inexcusable de los siglos,

sobre las brumas en letargo que mañana

serán incandescente follaje.

Llegué para abrir las puertas que dan al mar,

a las cavernas encantadas donde todo se transfigura,

y se rompe el tiempo que inútilmente nos asedia.

No hay nada en mí sino la atroz escama que anega

el sueño y al despertar grita como un pájaro,

nada que decir excepto la sangre, cantar entre

las sienes llameantes de los astros inmortales,

cáliz de palabras y silencios en amaneceres rotos.

 

 

III

 

        El vértigo de la memoria

me somete a caminos rayados

de añil, sombras blancas, piedras adustas entre

címbalos y labrada estalactita. Escucho mis pasos entre árboles

incestuosos, en voces agonizantes, como un viejo junípero

doblado sobre el precipicio.

Vuelvo a los amaneceres

de gentes espectrales, de expiatorios recuerdos que cubren

los pétalos de las rosas como un gas dormido, inmóvil y fugaz,

igual que el susurro de los laberintos, rocas

inexorables de agua púrpura.

Vine a revelarte palabras

de ausencia, entre efímeros despojos y calcinados planetas, parsimoniosamente como insectos zumbando,

palabras incruentas que el tiempo sepulta sin misericordia.

 

 

IV

 

Delicadas voces de cristal que mueren

y resucitan cada día, sílabas rodeadas de fuego

e insomnio bajo nubes obscenas como cónclaves

de insectos. Las horas crecen, se derraman

en la pululación y el vacío de las ilesas claridades,

tiempo extraviado en las trémulas máscaras de ron

y la violeta indiferencia de agonizantes caricias.

Jardines bajo un dios pálido, luces en las aguas,

lúcidos fantasmas con venablos de estiércol

en las solitarias alcobas, espectros para redimir

lo ya vivido con hambre de encarnación y rumor

de cantos. En el centro de la tierra, del cuerpo, del espíritu,

la noche crea una muerte oscura, de lunas abiertas

en las entrañas vacías de los pájaros fugados,

restos de olvido en el envés de melancólicas miradas.

Unánimes sombras teñidas de equinoccios han venido a ungir

de luz mis manos derramadas como un solo río,

una sola corriente, un solo mar, elementales

en los nacarados recuerdos sin memoria,

bosques de ecos y transparencias, médanos

de islas llameantes, donde nada se mueve

en la hora más grave y lóbrega.

Los días crecen multiplicados como el aire,

alejados de los instantes muertos bajo

nuestras cabezas, de los tambores de cal

que tejen brumas en las sienes del silencio.

¿Cómo pueden ser estos sueños que me mandan

las potencias últimas tan bellos y tan tristes?

Quizás las manos y los lirios que mueren en los lechos

sólo son nuestros deseos que pacientes nos crean.

 

 

 

V

 

Vamos tú y yo

sobre el suave lienzo de la madrugada, golpeando la oscuridad con pasos suaves,

como una pluma en el dorso de la mano, anotando con letras

invertidas

la invención de insurgentes galernas que lloran

en los alféizares,

junto al árbol de Judas, donde el sonido del cálido aguacero

se toma por prodigio.

Vamos

por las castradoras calles de indecisa demencia, por el reptil

del tiempo que duerme contra el cielo, bajo seminales aristas y

luminosos arrecifes de soledad y abandono.

Hemos visto los ojos de caprichosas monotonías en las silenciadas

cíclada de violonchelos y flautas, donde ofrecemos nuestras acciones al olvido,

con guadañas de helada tiniebla,

sobre la transparencia diabólica de los manantiales muertos.

Una azucena estéril ya en silencio a esta hora de la tarde expira

[serenamente

para incendiar nuestra soledad, la sonrosada carnación de los días.

Las alas de los pájaros golpean el rostro de la noche,

noche sibilante de puntos suspensivos que nos lleva

en volandas entre violetas húmedas y ruiseñores absolutos.

Somos estertores de labios jaculatorios, sangre dialogada

en llagas antiguas, vestidos con la piel exámine de todas

las noches muertas con manos de ayer.

Qué inútiles las palabras disueltas en tu almohada de gules

y aire encendido, de estancias vacías en los vértices

de las horas.

Sonadas trompetas, colmillos poderosos de lunas plenilunias, suicida

[deseo,

pétalos de cristal en los instantes sin nombre, momentos cobrizos en piedras

huecas, vino derramado entre espadañas como lluvia, tu cuerpo en el magma infinito

de mis manos invisibles, noche envuelta en el susurro de un ingrato amanecer.

Vienes como agua incólume tiritando palabras, con pasos

de aire sigiloso hasta hacerse transparente el camino,

por las sombras que fueron pupilas y clavazón de lunas

y perfiles desconocidos.

Vienes con la tristeza de la lejanía, del vientre tibio que abate

al tiempo

en el hierro y el fuego de las rosas muertas, ausente como

los agonizantes silencios de la tarde.

Vienes envuelta en el color de los susurros

y el lejano grito

del ánade, en el sordo conjuro de todos mis deseos,

en la mirada unánime de la noche encendida.

 

 

VI

 

Hay un lugar para el sosiego que entrevuela las tardes

goteando este vacío de sombras de nieve y manos testamentarias,

de palabras inmóviles y niebla que se deslíe en las sienes,

de silencio y verdor habitándonos y coagulando nuestras miradas

en la plenitud dichosa del jazmín.

Qué pureza el olvido, qué delicado

cristal el que nos envuelve y nos remansa y torna

lejanísima la agonía del ámbar en los labios del recuerdo, qué sabor

[espeso

y dulce en el dorado sueño de los mirlos familiares.

Obstinadamente las calles con luna guardan los pasos de quienes

[regresan,

en cada boca un lirio y bosques embrujados en las manos vacías,

enramadas incandescentes en la unánime tenacidad de los instantes

esperados en el sereno fuego del deseo.

Esta paz nacida en la eternidad de lo pequeño, de la memoria azul

de los frágiles días, me acerca a ti de tal manera

que sólo tu recuerdo, tus pasos por la calle en el regreso,

sosegadamente me libran de la muerte cotidiana.

 

 

e-mail del autor: jmolinagomez20@hotmail.com

 

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