La vida de Rubén Darío escrita por él mismo

Rubén Darío

(Tercera y última Entrega)

 

 

- XLVII -

No he de dejar en el tintero mis buenas relaciones con un clown inglés que ha divertido a tres generaciones de argentinos. Ya se comprenderá que trato de Frank Brown. Los que le conocen fuera de la pista saben que ese payaso es un gentleman; y que un artista, o un hombre de letras, tiene mucho que conversar con él. Sabe su Shakespeare mejor que muchos hombres que escriben. Es grave y casi melancólico, como todos aquellos que tienen por misión hacer reír. Hay que tener en cuenta que el arte del clown confina, en lo grotesco y en funambulesco, con lo trágico del delirio, con el ensueño y con las vaguedades y explosiones hilarantes de la alienación. Para manejar todo esto, se precisan una fuerte salud física y una vigorosa resistencia moral. Con Frank Brown hemos pasado repetidas horas, agradables y provechosas, y más de una vez ha aparecido su nombre en mis prosas y versos. Por ejemplo, en aquellos que empiezan:

 

«Franck Brown como los Hanlon Lee

sabe lo trágico de un paso

de payaso y es para mí

un buen jinete de Pegaso.

 

Salta del circo al cielo raso;

Banville le hubiera amado así;

Franck Brown, como los Hanlon Lee

sabe lo trágico de un paso...».

 

O en la siguiente medalla:

Anverso

«En el fondo de oro de la fiesta, en traje rojo u oro, oro o rojo saetado de estrellas, o recamado de una flora de seda, el rostro inaudito, máscara de risa cuasi por lo fijo y violento dolorosa, desciende de los Hanlon Lee, alado, elástico, Frank Brown, clown, aparece.

La contracción gelásmica se acompaña, de súbitos gritos y gestos, siendo el conjunto, demostración de cómo la risa, en lo bufo inglés, como en las marionetas macabras niponas, se constituye rayana, en su fondo, en lo trágico. El tono detona, en aflautados finales, o monólogo coloreado, fuertemente, de acentos de tirolesa, rayados de erres, mientras, saltante, avanza, batracio o acracio, magistral en su arte extraño, la figura que el ojo de Bebé agranda principal, miliunanochesca, deslumbrante, en única, múltiple, empero, apoteosis.

Las palabras sálenle en hipos: acaso el esfuerzo verbal continuando dolorosa meditación: Fuego de artificios cortado a veces de ausas, lazzi y gedeonería transcendente. Intimo con caballos, leones, perros, monos, cebras, hércules ecuyéres y tonys; Brown, con un gesto dominador, explícito, rige.

¡Music! ya se escucha: Tiempos de Buislay y Bell, ¡lejanos! Hoy, tiempo de Footit, tiempo de Frank Brown. ¿Qué hace, risueño risible, este clown, a las veces filosófico? Parodia a Shakespeare, Hamlet, no risueño, risible: «doloroso».

Reverso

«Este es el caballero Frank Brown», que tiene cara de Byron. Hombre, triste y serio; piensa. Su sonrisa, melancolía. (¿Acaso él no conoce a Durero?) Y como su mano ha acariciado tanto los animales, y los ojos de los seres inocentes y profundos le han contemplado tanto, su corazón se ha llenado de íntima bondad.

Es un hombre natural; su imperio, la fuerza y la dignidad. Es inglés, sabe de poetas.

Es inglés; tiene el culto del hogar, celoso de hembra y cachorro.

Obra con sana y firme voluntad. Su alma de payaso no se ha pintado nunca la cara. Si queréis verle de cerca, si queréis conversar de Shakespeare y de la bravura y de la vida justa y sencilla, de la naturaleza sagrada y de Dios y de los buenos hombres, id a casa de Luzio, después de la función del «San Martín», y veréis junto a una mesa, rodeado de amigos, al «hombre». Le reconoceréis por la cara de Byron.

Es inglés; toma whisky con soda».

Yo iba siempre a ver trabajar a mi amigo clown en su pista del teatro «San Martín». Una noche vi allí la demostración del talento especial del «payo» Roque, para ganarse amistades y hacerse simpático con sus habilidades y maneras, a toda clase de gentes. Había leído, por la tarde, la llegada en su yacht de un potentado inglés, el conde de Carnarvon, Lord Dudley, a quien acompañaba un príncipe indio, Duhlcep Sing. En el intermedio de la función del «San Martín» noté en un palco a un joven de tipo británico, acompañado de otro hombre moreno que tenía en su mano derecha un anillo con estupendo brillante negro. Estaba con ellos uno al parecer secretario. Me encontré con el «payo» y le dije: «¿Ha visto usted al Lord de Inglaterra y al Príncipe de la India?» y se lo señalé en el palco. Cuál no fue mi sorpresa, cuando al continuar la función vi a Roque sentado en el palco, en risueña conversación con los dos exóticos personajes. Más tarde llegué a casa de Luzio, y como viese, muy pasada la media noche, movimiento de mozos que subían a los altos con pavos trufados y botellas de champagne, pregunté qué fiesta había arriba, y un camarero me contestó: «Son unos príncipes que están de farra con el payo y unas artistas».

Cierto día llegué a la redacción de La Nación, a cuyo personal yo pertenecía como algo a manera de croque-mort, esto es, enterrador de celebridades, pues no moría un personaje europeo, principalmente poeta o escritor, sin que don Enrique de Vedia no me encargase el artículo necrológico. Por cierto que Mark Twain me jugó, una de sus pesadas bromas. Nos encontrábamos, mis compañeros de café y yo, sin un céntimo, al comenzar la noche, en casa de Monti; y aunque el bravo suizo nos hacía crédito, la situación era ardua. En esto, se me llamó por teléfono de La Nación. Fui inmediatamente y el administrador me mostró un cablegrama en que se anunciaba que el escritor norteamericano, famoso por su humorismo, Mark Twain, se encontraba en la agonía. «Es preciso, me dijo el señor de Vedia, que escriba usted un artículo extenso en seguida para que aparezca mañana con el retrato, pues seguramente esta noche llegará la noticia del fallecimiento». De más decir que yo puse manos a la obra con gran entusiasmo y con gran satisfacción y aprovechando ciertas apuntaciones que sobre el humorista yankee tenía desde hacía mucho tiempo. Volví, es evidente, a dar la buena nueva a los amigos que me esperaban en casa de Monti. La muerte de Mark Twain haría que tuviésemos dinero al día siguiente...

Cuando entregué mi trabajo les fui a buscar, para que cenáramos juntos y, por supuesto, pedimos una cena opípara y convenientemente humedecida. Las libaciones continuaron hasta el amanecer, entre nuestras habituales, literarias y anecdóticas charlas; y Charles Soussens, nuestro dionisiaco lírico helvético, se ofreció para ir a buscar al nacer el día, un número de La Nación a la imprenta. Así fue. Al poco rato le vimos aparecer desde lejos por la abierta puerta del restaurant. Traía un número del diario, pero alzaba los brazos y nos hacía gestos de desolación. Cuando llegó, con una faz triste, nos dijo: «¡No viene el artículo!». Nos pusimos serios. Desdoblé el periódico y me di cuenta de la penosa verdad. Un cablegrama anunciaba la agonía de Mark Twain, pero en otro se decía que los médicos concebían esperanzas... En otro, que se esperaba una pronta reacción y en otro que el enfermo estaba salvado y entraba en una franca mejoría... Y la salvación del escritor fue para nosotros un golpe rudo y un rasgo de humor muy propio del yankee, y del peor género... Felizmente, a propósito de la enfermedad, pude arreglar el artículo de otro modo y conseguir que pasara, algunos días después.

 

- XLVIII -

Fui, como queda dicho, cierto día, a la redacción del diario. Acababa de pasar la terrible guerra de España con los Estados Unidos. Conversando, Julio Piquet me informó de que La Nación deseaba enviar un redactor a España, para que escribiese sobre la situación en que había quedado la madre patria. «Estamos pensando en quién puede ir», me dijo. Le contestó inmediatamente. «¡Yo!». Fuimos juntos a hablar con el señor de Vedia y con el director. Se arregló todo en seguida. «¿Cuándo quiere usted partir?», me dijo el administrador. «¿Cuándo sale el primer vapor?» «Pasado mañana». -«¡Pues me embarcaré pasado mañana!».

Dos días después iba yo navegando con rumbo a Europa. Era el 3 de diciembre de 1898. En esta travesía no aconteció nada de particular, solamente algo que me da motivo para una rectificación. Recorriendo mi libro España Contemporánea veo que el episodio del capitán Andrews aconteció en este viaje y no anteriormente, como por explicable confusión de fecha -repito que no me valgo para estos recuerdos sino de mi memoria- lo he hecho aparecer.

 

-XLIX -

Llegué a Barcelona y mi impresión fue lo más optimista posible. Celebré la vitalidad, el trabajo, lo bullicioso y pintoresco, el orgullo de las gentes de empresa y conquista, la energía del alma catalana, tanto en el soñador que siempre es un poco práctico, como en el menestral que siempre es un poco soñador. Noté lo arraigado del regionalismo intransigente y la sorda agitación del movimiento social, que más tarde habría de estallar en rojas explosiones. Hablé de las fábricas y de las artes; de los ricos burgueses y de los intelectuales, del leonardismo, de Santiago Rusiñol y de la fuerza de Ángel Guimerá, de ciertos rincones montmartrescos, de las alegres ramblas y de las voluptuosas mujeres.

Llegué a Madrid, que ya conocía, y hablé de su sabrosa pereza, de sus capas y de sus cafés. Escribía: «He buscado en el horizonte español las cimas que dejara no hace mucho tiempo, en todas las manifestaciones del alma nacional; Cánovas, muerto; Ruiz Zorrilla, muerto; Castelar, desilusionado y enfermo; Valera, ciego; Campoamor, mudo; Menéndez Pelayo... No está, por cierto, España para literaturas, amputada, doliente, vencida; pero los políticos del día parece que para nada se diesen cuenta del menoscabo sufrido, y agotan sus energías en chicanas interiores, en batallas de grupos aislados, en asuntos parciales de partidos, sin preocuparse de la suerte común, sin buscar el remedio del daño general, de las heridas en carne de la nación. No se sabe lo que puede venir. La hermana Ana no divisa nada desde la torre». Envié mis juicios al periódico, que formaron después un volumen.

Frecuenté la legación argentina, cuyo jefe era entonces un escritor eminente, el doctor Vicente G. Quesada. Intimé con el pintor Moreno Carbonero, con periodistas como el Marqués de Valdeiglesias, Moya, López Ballesteros, Ricardo Fuentes, Castrovido, mi compañero en La Nación Ladevese, Mariano de Cavia, y tantos otros. Volví a ver a Castelar, enfermo, decaído, entristecido, una ruina, en víspera de su muerte... Me juntaba siempre con antiguos camaradas como Alejandro Sawa, y con otros nuevos, como el charmeur Jacinto Benavente, el robusto vasco Baroja, otro vasco fuerte, Ramiro de Maeztu, Ruiz Contreras, Matheu y otros cuantos más; y un núcleo de jóvenes que debían adquirir más tarde un brillante nombre, los hermanos Machado, Antonio Palomero, renombrado como poeta humorístico bajo el nombre de «Gil Parado», los hermanos González Blanco, Cristóbal de Castro, Candamo, dos líricos admirables cada cual según su manera; Francisco Villaespesa y Juan R. Jiménez, «Caramanchel», Nilo Fabra, sutil poeta de sentimiento y de arte, el hoy triunfador Marquina y tantos más.

Iba algunas noches al camarín de los llamados, por antonomasia, Fernando y María, esto es, los señores Díaz de Mendoza, condes de Balazote, grandes de España y príncipes del teatro a quienes escribí sonoros alejandrinos cuando pusieron en escena el Cyrano, de Rostand.

 

- L -

En la librería de Fernando Fe, lugar de reunión vespertina de algunos hombres de letras, solía conversar con Eugenio Sellés, hoy marqués de Gerona, con Manuel del Palacio, poeta amable de ojos azules, que recordaba siempre con cariño sus días pasados en el Río de la Plata; con Manuel Bueno, ilustrado y combatido, célebre como crítico teatral y hoy diputado a Cortes; con Llanas de Aguilaniedo, autor de interesantes novelas y de un libro sobre ciencia penal. A don José Echegaray me presentó una noche Fernando Díaz de Mendoza. «Ustedes los americanos, me dijo, tienen instinto poético...». La frase me supo agridulce... Pero ¡vaya si lo teníamos...! Tiempos después firmaba yo con los escritores y poetas de la famosa protesta contra el homenaje nacional a Echegaray. Mi inquina era excesiva... «Juventud, divino tesoro...».

Visité de nuevo a Campoamor, a quien encontré en la más absoluta decadencia. Estaba, anotaba yo, «caduco, amargado de tiempo a su pesar, reducido a la inacción después de haber sido un hombre activo y jovial, casi imposibilitado de pies y manos, la facie penosa, el ojo sin elocuencia, la palabra poca y difícil, y cuando le dais la mano y os reconoce, se echa a llorar, y os habla escasamente de su tierra dolorida, de la vida que se va, de su impotencia, de su espera en la antesala de la muerte... os digo que es para salir de su presencia con el espíritu apretado de melancolía». En realidad, aquello era lamentable y doloroso. El poeta glorioso, el filósofo de humor y hondura, era un viejo infeliz a quien tenían que darle de comer como a los niños, un ser concluido en víspera de entrar a la tumba.

Doña Emilia Pardo Bazán continuaba dando sus escogidas reuniones. Allí solía aparecer ya ciego, pero siempre lleno de distinción, anciano impoluto y aristocrático, el autor de Pepita Jiménez. Allí me relacioné con el novelista y diplomático argentino Ocantos, con el doctor Tolosa Latour, con los cronistas mundanos «Montecristo» y «Kasabal», con el político Romero Robledo, con el popular Luis Taboada, y con algunas damas de la nobleza que no se ocupaban únicamente en modas, murmuraciones y asuntos cortesanos, sino que gustaban de departir con poetas y escritores: la condesa de Pino Hermoso y la marquesa de la Laguna, cuya hija Gloria tuviera celebridad más tarde por sus singulares encantos y su valentía de espíritu. Era yo también muy amigo de José Lázaro y Galdeano, director de la España Moderna y que tenía un verdadero museo de obras de arte, entre las cuales un pretendido Leonardo de Vinci.

Con Joaquín Dicenta fuimos compañeros de gran intimidad, apolíneos y nocturnos. Fuera de mis desvelos y expansiones de noctámbulo, presencié fiestas religiosas palatinas; fui a los toros y alcancé a ver a grandes toreros, como el Guerra. Teníamos inenarrables tenidas culinarias, de ambrosías y sobre todo de néctares, con el gran don Ramón María del Valle Inclán, Palomero, Bueno y nuestro querido amigo de Bolivia, Moisés Ascarruz. Me presentaron una tarde, como a un ser raro -«es genial y no usa corbata», me decían- a don Miguel de Unamuno, a quien no le agradaba, ya en aquel tiempo, que le llamaran el sabio profesor de la Universidad de Salamanca... Cultivaba su sostenido tema de antifrancesismo. Y era indudablemente un notable vasco original. El señor de Unamuno no conocía entonces a Sarmiento, y hablaba con cierto desdén, basado en pocas noticias, y en su particular humor, de las letras argentinas. Yo recuerdo que, a propósito de un artículo suyo, escribí otro, que concluía con el siguiente párrafo:

«Decadentismos literarios no pueden ser plaga entre nosotros; pero con París, que tanto preocupaba al señor de Unamuno, tenemos las más frecuentes y mejores relaciones. Buena parte de nuestros diarios es escrita por franceses. Las últimas obras de Daudet y de Zola, han sido publicadas por La Nación al mismo tiempo que aparecían en París; la mejor clientela de Worth es la de Buenos Aires; en la escalera de nuestro Jockey Club, donde «Pini» es el profesor de esgrima, la «Diana» de Falguiére perpetúa la blanca desnudez de una parisiense. Como somos fáciles para el viaje y podemos viajar, París recibe nuestras frecuentes visitas y nos quita el dinero encantadoramente. Y así, siendo como somos un pueblo industrioso, bien puede haber quien, en minúsculo grupo, procure en el centro de tal pueblo adorar la belleza a través de los cristales de su capricho: «¡Whim!» diría Emerson. Crea el señor de Unamuno que mis Prosas Profanas, pongo por caso, no hacen ningún daño a la literatura científica de Ramos Mexía, de Coni o a la producción regional de J. V. González; ni las maravillosas Montañas de oro de nuestro gran Leopoldo Lugones, perturban la interesante labor criolla de Leguizamón y otros aficionados a este ramo que ya ha entrado, en verdad, en dependencia folklórica. Que habrá luego, una literatura de cimiento criollo, no lo dudo; buena muestra dan el hermoso y vigoroso libro de Roberto Payró La Australia Argentina y las otras obras del popularísimo e interesante «Fray Mocho».

 

- LI -

Volví a ver al rey niño, más crecido y supe de intimidades de palacio; por ejemplo, que su pequeña majestad llamaba a sus hermanitas, las dos infantas hoy yacentes en sus sepulcros del Escorial, a la una «Pitusa» y a la otra «Gorriona». Busqué por todas partes el comunicarme con el alma de España. Frecuenté a pintores y escultores. Asistí al entierro de Castelar, escribí sobre el periodismo español, sobre el teatro, sobre libreros y editores, sobre novelas y novelistas, sobre los académicos, entre los cuales tenía admiradores y abominadores; escribí de poetas y de políticos, recogí las últimas impresiones desilusionadas de Núñez de Arce. Traté al maestro Galdós, tan bueno y tan egregio, estudié la enseñanza, renovó mis coloquios con Menéndez y Pelayo. Hablé de las flamantes inteligencias que brotaban. Relaté mi amistad con la princesa Bonaparte, madame Rattazzi. Di mis opiniones sobre la crítica, sobre la joven aristocracia, sobre las relaciones iberoamericanas, celebré a la mujer española; y sobre todo, ¡gracias sean dadas a Dios!, esparcí entre la juventud los principios de libertad intelectual y de personalismo artístico, que habían sido la base de nuestra vida nueva en el pensamiento y el arte de escribir hispano-americanos y que causaron allá espanto y enojo entre los intransigentes. La juventud vibrante me siguió, y hoy muchos de aquellos jóvenes llevan los primeros nombres de la España literaria. Imposible me sería narrar aquí todas mis peripecias y aventuras de esa época pasada en la coronada villa; ocuparían todo un volumen.

 

- LII -

La exposición de París de 1900 estaba para abrirse. Recibí orden de La Nación de trasladarme en seguida a la capital francesa. Partí.

En París me esperaba Gómez Carrillo y me fui a vivir con él, el número 29 de la calle Faubourg Montmartre. Carrillo era ya gran conocedor de la vida parisiense. Aunque era menor que yo, le pedí consejos. -«¿Con cuánto cuenta usted mensualmente?» -me preguntó-. «Con esto», le contesté, poniendo en una mesa un puñado de oros de mi remesa de La Nación, Carrillo contó y dividió aquella riqueza en dos partes; una pequeña y una grande. -«Ésta, me dijo, apartando la pequeña, es para vivir: guárdela. Y esta otra, es para que la gaste toda». Y yo seguí con placer aquellas agradables indicaciones, y esa misma noche estaba en Montmartre, en una boite llamada «Cyrano», con joviales colegas y trasnochadores estetas, danzarinas, o simples peripatéticas.

Poco después, Carrillo tuvo que dejar su casa, y yo me quedé con ella; y como Carrillo me llevó a mí, yo me llevé al poeta mexicano Amado Nervo, en la actualidad cumplido diplomático en España y que ha escrito lindos recuerdos sobre nuestros días parisienses, en artículos sueltos y en su precioso libro El éxodo y las flores del camino. A Nervo y a mí nos pasaron cosas inauditas, sobre todo cuando llegó a hacernos compañía un pintor de excepción, famoso por sus excentricidades y por su desorbitado talento: he señalado al belga Henri de Grunx. Algún día he de detallar tamaños sucedidos, pero no puedo menos que acordarme en este relato, de los sustos que me diera el fantástico artista de larga cabellera y de ojos de tocado, afeitado rostro y aire lleno de inquietudes, cuando en noches en que yo sufría tormentosas nerviosidades o invencibles insomnios, se me aparecía de pronto, al lado de mi cama, envuelto en un rojo ropón, con capuchón y todo, que había dejado olvidado en el cuarto no sé cuál de las amigas de Gómez Carrillo... Creo que la llamada Sonia.

 

- LIII -

Yo hacía mis obligatorias visitas a la Exposición. Fue para mí un deslumbramiento miliunanochesco, y me sentí más de una vez en una pieza, Simbad y Marco Polo, Aladino y Salomón, mandarín y daimio, siamés y cow-boy, gitano y mujick; y en ciertas noches, contemplaba en las cercanías de la torre Eiffel, con mis ojos despiertos, panoramas que sólo había visto en las misteriosas regiones de los sueños.

Había un bar en los grandes boulevares que se llamaba «Calisaya». Carrillo y su amigo Ernesto Lejeunesse, me presentaron allí a un caballero un tanto robusto, afeitado, con algo de abacial, muy fino de trato y que hablaba el francés con marcado acento de ultramancha. Era el gran poeta desgraciado Óscar Wilde. Rara vez he encontrado una distinción mayor, una cultura más elegante y una urbanidad más gentil. Hacía poco que había salido de la prisión. Sus viejos amigos franceses que le habían adulado y mimado en tiempo de riqueza y de triunfo, no le hacían caso. Le quedaban apenas dos o tres fieles, de segundo orden. Él había cambiado hasta de nombre en el hotel donde vivía. Se llamaba con un nombre balzaciano, Sebastián Menmolth. En Inglaterra le habían embargado todas sus obras. Vivía de la ayuda de algunos amigos de Londres. Por razones de salud, necesitó hacer un viaje a Italia, y con todo respeto, le ofreció el dinero necesario un barman de nombre John, que es una de las curiosidades que yo enseño cuando voy con algún amigo a la «Bodega», que está en la calle de Rivoli, esquina a la de Castigliore. Unos cuantos meses después moría el pobre Wilde, y yo no pude ir a su entierro, porque cuando lo supe, ya estaba el desventurado bajo la tierra. Y ahora, en Inglaterra y en todas partes, recomienza su gloria...

 

- LIV -

En lo más agitado de la Exposición de París, salí en viaje a Italia, viaje que era para mí un deseado sueño. Bien sabido es, que para todo poeta y para todo artista, el viaje a Italia, el tradicional país del arte, es un complemento indispensable en su vida. El mío fue una excursión rápida turista. Aproveché la compañía de un hombre de negocios de Buenos Aires, y así tuve siquiera con quien conversar, ya que no cambiar ideas. Pasé por Turín, en donde visité la Pinacoteca; tuve ocasión de ver al duque de los Abruzzos; almorzar con el onorevole Gianolio; trabar mi primer conocimiento con la sabrosa fonduta aromada de trufas blancas; conocer la Superga y admirar desde su altura los lejanos Alpes, luminosos bajo el sol. Estuve en Pisa y admiré lo que hay que admirar, el Duomo, el Camposanto, la Torre inclinada, rueca de la vieja ciudad, y el Baptisterio. Manifesté, en tal ocasión, líricas reminiscencias. Fui a la Cartuja, con carta de recomendación para el prior Don Bruno; oí cantar, en el calor de la estación y en los verdes olivos y viñas, pesadas de uvas negras, las cigarras itálicas. Aumentó mi religiosidad en el convento, y admiré la fe y el amor al silencio de aquellos solitarios.

Pasé por Livorno, ciudad marítima y comerciante, vibrante de agitaciones modernas. Fui a Ardenza, y en el santuario de Montenegro recé una avemaría a la Virgen llegada de la isla de Negroponto, virgen milagrosa, amada de los marinos, visitada por Byron y otras conocidas testas. Luego fui a Roma. Me poseyó la gran ciudad imperial y papal. Vi en una calle pasar a D'Anunzio, en su inevitable pose; vi a León XIII en su colosal retiro de piedra; y dediqué al papa blanco un largo himno en prosa. Esa visita la hice con un numeroso grupo de peregrinos argentinos, entre los cuales tengo presente al ilustre doctor Garro, actual ministro de Instrucción Pública, y al señor Ignacio Orzali, mi compañero de La Nación, que ostentaba sus condecoraciones pontificias. A su Santidad blanca me presentaron como redactor del gran diario de Buenos Aires, «el diario del general Mitre». El viejecito de color de marfil, me dijo en italiano palabras paternales, me dio a besar su mano, casi fluídica, ornada con una esmeralda enorme, y me bendijo. En mi libro Peregrinaciones podréis encontrar algunas de mis impresiones romanas, pero no encontraréis dos que voy a contaros.

La primera es mi conocimiento con Vargas Vila, el célebre pensador, novelista y panfletista político, que para mí no es sino, juntándolo todo, un único e inconfundible poeta, quizás contra su propia voluntad y autoconocimiento. Vargas Vila, que ha pasado muchos años de su vida en Italia, país que ama sobre todos, se encontró conmigo en Roma. Fuimos íntimos en seguida, después de una mutua presentación, y no siendo él noctámbulo, antes bien persona metódica y arreglada, pasó conmigo toda esa noche, en un cafetín de periodistas, hasta el amanecer; y desde entonces, admirándole yo de todas veras; hemos sido los mejores camaradas en Apolo y en Pan.

La segunda impresión es mi encuentro con Enrique García Velloso, que, aunque siempre lleno de talento, no era todavía el fecundo, rozagante, pimpante y pactolizante autor teatral que hoy conocen las escenas Argentinas y aun las Españolas. Yo le había conocido desde que era un adolescente, en casa de su padre. En la urbe romana tuvimos primero saudades de Buenos Aires, y después nos dimos a la alegría y gozos del vivir. Y tras animados paseos nocturnos, nos fuimos, una mañana, en unión del periodista Ettore Mosca, al lugar campestre situado en las orillas del Tíber, que se denomina Acqua acetosa. Allí, en una rústica trattoria, en donde sonreían rosadas tiberinas, nos dieron un desayuno ideal y primitivo; pollos fritos en clásico aceite, queso de égloga, higos y uvas que cantara Virgilio, vinos de oda horaciana. Y las aguas del río, y la viña frondosa que nos servía de techo, vieron naturales y consecuentes locuras.

 

- LV -

De Roma partí para Nápoles, en donde pasé amistosos momentos en compañía de Vittorio Pica, el célebre crítico de arte, autor de tantas exquisitas monografías y director de Emporium, la artística revista de Bergamo. Hice la indispensable visita a Pompeya y retorné a París.

Nunca quise, a pesar de las insinuaciones de Carrillo, relacionarme con los famosos literatos y poetas parisienses. De vista conocí a muchos, y aun oí a algunos, en el «Calisaya» o en el café Napolitain, decir cualquier beocio o filisteo. Al Napolitain iba casi todos los días un grupo de nombres en vedette, entre ellos Catulle Mendes y su mujer, el actor Silvain, Ernest Lajeuneuse, Grenet, Dancourt, Georges Courteline, algunas veces Jean Moreas y otros citaredas de menor fama, Catulle Mendes no era ya el hermoso poeta de cabellos dorados, que antaño llamara tanto la atención por sus gallardías y encantos físicos, sino un viejo barrigón, cabeza de nazareno fatigado, todavía con fuertes pretensiones a las conquistas femeninas, las cuales, en efecto, lograba en el mundo de las máscaras, pues era crítico teatral y personaje dominante entre las gentes de tablas y bambalinas. Una que otra vez se aparecía con su melena negra y sus negros bigotes, el hoy elegido príncipe de los poetas franceses, Paul Fort, y la verdad es que allí no descollaba, pues su influjo principal estaba del otro lado del río, en el país Latino.

 

- LVI -

Yo seguí habitando la misma casa de la calle Faubourg Montmartre y cuando regresaba por las madrugadas, solía entrar a cenar a un establecimiento situado en mi vecindad, y que se llamaba «Au filet de Sole». En uno de esos amaneceres llegué en compañía de un escritor cubano, Eulogio Horta. Estábamos cenando en uno de los extremos del salón del café. Había un nutrido grupo de hombres de aspectos e indumentarias que yo no sabía conocer aún, alemanes en su mayor parte, y franceses. Casi todos ostentaban sendos alfileres y anillos de brillantes y estaban acompañados de unas cuantas hetairas de lujo. Espumeaba con profusión el cordon rouge, y al son de los violines de los tziganos, algunas parejas danzaban más que libremente. De pronto entró una joven, casi una niña, de notable belleza; se dirigió a uno de los hombres, rojo, rechoncho, de fosco aspecto, con tipo de carnicero, habló con él algunas palabras... La bofetada fue tan fuerte que resonó por todo el recinto y la pobre muchacha cayó cual larga era... A Eulogio Horta y a mí se nos subió, sobre los vinos, lo hispano-americano a la cabeza, y nos levantamos en defensa de la que juzgábamos una víctima; pero la cuadrilla de rufianes se alzó como uno solo, amenazante, lanzándonos los más bajos insultos... Y lo peor era que quien nos insultaba más, con la cara ensangrentada, era la moza del bofetón... No nos pasó algo serio porque el gerente del establecimiento, que me conocía desde Buenos Aires, salió a nuestra defensa, habló en alemán con ellos y todo se calmó. Luego vino a nosotros y nos advirtió que nunca se nos ocurriera salir a la defensa de tales gourgandines.

Otras cuantas aventuras de este género me acontecieron, pues en esa época yo hacía vida de café, con compañeros de existencia idéntica, y derrochaba mi juventud, sin economizar los medios de ponerla a prueba.

 

- LVII -

Había vendido miserablemente varios libros a dos ghettos, de la edición que en París han hecho miles y millones con el trabajo mental de escritores españoles e hispano-americanos, pagados harpagónicamente, y como yo me quejase en aquel entonces, por una de mis obras, se me mostraron las condiciones en que había vendido para la América española una escritora ilustre su Vida de San Francisco de Asís.

Don Justo Sierra, el eminente escritor y poeta, que en Méjico era llamado «el Maestro», y que acaba de fallecer en Madrid de ministro de su país, escribió el prólogo para uno de mis volúmenes Peregrinaciones. En París tuve la oportunidad de conocer a este hombre preclaro, que en los últimos años de la administración del presidente Porfirio Díaz, ocupó el ministerio de Instrucción Pública.

El gobierno de Nicaragua, que no se había acordado nunca de que yo existía sino cuando las fiestas colombinas, o cuando se preguntó por cable de Managua al ministro de Relaciones Exteriores argentino si era cierta la noticia que había llegado de mi muerte, me nombró cónsul en París.

Y a propósito, por dos veces se ha esparcido por América esa falsa nueva de mi ingreso en el Estigia; y no podré olvidar lo poco evangélica necrología que, la primera vez, me dedicara en La Estrella de Panamá, un furioso clérigo, y que decía poco más o menos: «Gracias a Dios que ya desapareció esta plaga de la literatura española... Con esta muerte no se pierde absolutamente nada...». Hasta dónde puede llevar el fanatismo y la ignorancia en todo.

 

- LVIII -

Me instruí en mis funciones consulares y tenía como canciller a un rubio y calvo mexicano, limpio de espíritu y de corazón, y a quien convencimos, en horas risueñas, algunos hispano-americanos, de que, dado su tipo completamente igual al de los Habsburgos y la fecha de su nacimiento, debía de ser hijo del emperador Maximiliano; y el «rico tipo», con poco cariño por su papá y poco respeto por su señora mamá, llegó a aceptar, entre veras y bromas, la posibilidad de su austriaco parentesco...

Entre mis tareas consulares y mi servicio en La Nación, pasaba mi existencia parisiense. Era ministro nicaragüense en Francia don Crisanto Medina, antiguo diplomático de pocas luces, pero de mucho mundo y práctica en los asuntos de su incumbencia. A pesar de nuestras excelentes relaciones, había algo entre ellas que impedían una completa cordialidad. Me refiero a un antiguo drama de familia, relacionado con el asesinato de mi abuelo materno.

Don Crisanto, de quien ha hecho Luis Bonafoux, en una de sus crónicas, bien pimentada charge, era un hombre tan feliz y tan ecuánime a su manera, que no tenía la menor idea de la literatura... Había conocido, desde los tiempos de Thiers, a Víctor Hugo, a Dumas, a otras cuantas celebridades; pero de Víctor Hugo no me contaba sino que en un banquete, en la inauguración del Hotel de Ville, le libró de un resfriado levantándose de la mesa y yéndose a poner su gabán, cosa que don Crisanto imitó...; y de Dumas, que una vez, al salir de una reunión, el famoso autor no encontraba su coche, y don Crisanto le fue a dejar en su casa en el suyo... Al ecuatoriano Juan Montalvo le llamaba «aquel Montalvo que escribía»... Tenía gran admiración por Gómez Carrillo, no porque hubiera leído su obra de escritor, sino porque Carrillo le servía a veces de secretario, y le contestaba las notas con frases poco usuales, notas que unas veces eran para Nicaragua, otras para Guatemala, porque don Crisanto había tenido el talento de conseguir la representación, alternativamente y a veces al mismo tiempo, de casi todas las cinco repúblicas centro-americanas. Tible Machado, ministro de Guatemala en Londres y Bruselas, era su pesadilla; y en la conferencia de La Haya... la cosa acabó en un duelo. Una noche, en París, la víspera del encuentro en el terreno, me dijo mi ministro: «Mañana mato a Tible». No lo mató. Cierto es, que don Crisanto había tenido otro duelo célebre, en tiempos casi prehistóricos, con el nombrado colombiano, Torres Caisedo, que sacó su herida de la emergencia.

Contemporáneo de Medina fue el marqués de Rojas, tío de Luis Bonafoux y que había sido diplomático de Guzmán Blanco, con quien tuvo sus polémicas y desagrados. Fue aquel marqués pontificio, a quien traté en su postrimería, muy aficionado a las mujeres y a la buena vida; hombre rico, tuvo una vejez solitaria y murió entre criadas y criados en su garconniére. Esos dos ancianos de que he hablado, y que ha tiempo en paz descansan, eran asiduos al mentidero del Gran Hotel, en donde se reunían españoles e hispano-americanos a ejercer la parlería y la murmuración nacional y de raza.

 

- LIX -

Los ardientes veranos iba yo a pasarlos a Asturias, a Dieppe, y alguna vez a Bretaña. En Dieppe pasé alguna temporada en compañía del notable escritor argentino que ha encontrado su vía en la propaganda del hispano-americanismo frente al peligro yankee, Manuel Ugarte. En Bretaña pasé con el poeta Ricardo Rojas horas de intelectualidad y de cordialidad en una villa llamada «La Pagode», donde nos hospedaba un conde ocultista y endemoniado, que tenía la cara de Mefistófeles. Ricardo Rojas y yo hemos escrito sobre esos días extraordinarios, sobre nuestra visita al Manoir de Boultous, morada del maestro de las imágenes y príncipe de los tropos, de las analogías y de las armonías verbales, Saint-Pol-Roux, antes llamado el Magnífico.

Entre toda esta última parte de mi narración se mezclan largos días que pertenecen a lo estrictamente privado de mi vida personal.

Emprendí otro viaje por Bélgica, Alemania, Austria-Hungría, Italia, Inglaterra. En todo ello me ocupo en algunos de mis libros con bastantes detalles. Mas no he contado algunos incidentes, por ejemplo, uno en que escapamos en perder la vida mi compañero de viaje, el mexicano Felipe López, y yo. Fue en la ciudad de Budapest, por cierto región encantadora, si las hay. Andábamos recorriendo las calles. Ni López ni yo hablábamos alemán y nos desolábamos, en los restaurants, de no poder entender la lista del menú, porque los húngaros, en lo general, por odio al austriaco, no quieren emplear al alemán en nada, y así todo está en su lenguaje para nosotros lleno de escabrosidades. Yendo por una gran vía, leímos en letras doradas en un establecimiento «American Bar»; y encontrando la ocasión de emplear bien nuestro inglés, entramos. Pedimos sendos cocktails, y nos pusimos a escribir cartas. En esto se nos acercó un elegante joven, y en un francés cojo, pero melifluo, nos dijo, más o menos, tendiéndonos su tarjeta: que era hijo de un fabricante de bicicletas; que había estado en Francia, donde le habían atendido con toda gentileza y que desde entonces se había prometido ofrecer sus servicios, ser útil en todo lo que pudiera y pilotear y atender a cuanto extranjero de condición llegase a tierra húngara. Nosotros, un tanto desconfiados por aquel abordaje sin presentación, dimos las gracias con frialdad, pero el guapo mozo continuó en la carga con tan buenas maneras y con tanta insistencia que nos vimos obligados a aceptar un champagne de bienvenida. Y el joven se convirtió en nuestro cicerone.

Nos llevó al Os Buda Vara, al barrio de los magnates, casi todo construido según la manera de la Secesión; a un jardín público, donde debía celebrarse una fiesta esa tarde, y al cual debía asistir un príncipe imperial; nos hizo comer no sé qué mezcla magyar de queso fresco, cebolla picada, sal y paprika, mojada con una incomparable cerveza Pilsen, como de nieve y seda. Sin saber cómo ni cuándo se apareció un hombre con tipo de obrero, que llevaba en la diestra maciza un anillo de gran brillante. Habló en húngaro con nuestro joven, éste nos lo presentó como un rico industrial y nos dijo, que, encantado de que fuésemos extranjeros, nos invitaba esa tarde a una comida compuesta exclusivamente de platos nacionales. Llevado de mi entusiasmo por las cocinas exóticas, dije que aceptábamos con gusto, y quedamos en que nuestro cicerone nos llevaría al punto de reunión. Se nos dijo que el restaurant elegido quedaba cerca.

Muy entrada la tarde nos dirigimos a la cita. Íbamos a pie, y después de andar un buen trecho entre villas y quintas, observé que habíamos salido de la población. Se lo hice notar a mi amigo, pero el húngaro nos señaló una mesa cercana, aislada, y nos dijo que era allí el lugar de la comida. Advertí a López que la cosa me parecía sospechosa, más como viésemos que la casa tenía un jardín y en él había mesitas donde comían otras gentes, nos parecieron vanas nuestras sospechas. Entramos. Desde el momento vimos que aquello era un cafetín popular. Apareció el industrial. Nos hicieron entrar a un cuarto lateral, pidieron cuatro copas de no recuerdo qué licor. Dije en español a López que no bebiéramos, pero él bebió con los dos desconocidos. Querían que yo tomara con ellos, pero dije que no me sentía bien. A poco, el mexicano se puso pálido y me dijo que le venía un sueño irresistible y que seguramente nos habían servido un narcótico. Hice que saliéramos para que tomase un poco de aire, y así se le quitó algo la pesadez de la cabeza. El hostelero nos dijo que la comida estaba servida. En efecto, bajo una parra había una mesa para cuatro personas. La cuarta apareció y nos fue presentada como un señor conde de nombre enrevesado. Era un coloso mal trajeado y con manos de boyero. Nos sentamos a la mesa y comimos un papricak hun, plato especial del país y otros más de estos. Cuando concluimos se nos invitó a pasar al lado del figón, a una cancha de bochas, o juego de bolos, perteneciente a un club, del cual se nos dijo, que el conde era director. Aquello estaba solitario, daba a un largo patio, o más bien dilatada extensión de terreno. No lejos, corría el Danubio. Nos invitaron a tomar un vino tokay, que nos inspiró confianza, pues la botella vino cerrada. No era el común vino tokay que se encuentra en todas partes y que sirve para postres, sino un néctar delicioso, de caldo color dorado, y que apuramos en grandes vasos. Confieso no haber tomado nunca un vino tan exquisito. Después se nos insinuó que era preciso, pues de uso corriente y nacional, que jugásemos a un juego de cartas llamado «el reloj». Como por encanto apareció allí una baraja y después de algunas indicaciones empezó la partida.

A pocos momentos, tanto el mexicano como yo, habíamos ganado importante número de florines; pero la partida continuó, y cuando nos percatamos, tanto él como yo, habíamos perdido todo lo ganado y bastante dinero más. De común acuerdo resolvimos irnos en seguida, más cuando manifestamos nuestra intención, fue como si hubiésemos encendido un reguero de pólvora. Los hombres se sulfuraron y se pusieron ante nosotros en actitud amenazante. El joven intérprete nos explicó que se creían ofendidos. Nosotros estábamos sin armas y no había sino que emplear alguna treta oportuna. Yo le dije que había en todo una equivocación; que estábamos dispuestos a continuar el juego al día siguiente, pero que en ese momento teníamos que ir a la ciudad a recoger un dinero. El conde habló con sus compañeros y el joven nos dijo que nos invitaba al día siguiente para ir a una pushta o estancia húngara para que conociésemos la vida rural del país. Me apresuré a decir que con muchísimo gusto y en los ojos de los bandidos, se vio una gran satisfacción. ¿A qué horas pasará el conde en su automóvil por ustedes? «Tiene que ser antes de las ocho». -«A las siete y media en punto», le contesté. Así nos dejaron partir. Cuando llegamos al hotel, el dueño del establecimiento nos dijo: -«De buenas se han librado ustedes. Esos pillos deben pertenecer a una banda que ha robado y hecho desaparecer a varios extranjeros, cuyos cuerpos apuñalados se han encontrado en las aguas del Danubio». Tomamos el tren para Viena a las cinco de la mañana.

 

- LX -

Una vez vuelto de ese largo viaje, me tomé algún tiempo de reposo en París. Inesperadamente recibí cablegrama del Ministerio de Relaciones Exteriores de Nicaragua, en que se me comunicaba mi nombramiento de Secretario de la Delegación nicaragüense a la conferencia Panamericana del Río de Janeiro. Debería reunirme en Francia con el jefe de la Delegación señor Luis F. Corea, que era Ministro en Washington. Una semana después salimos para el Brasil. Ya he narrado en un diario las circunstancias, anécdotas y peripecias de este viaje y mis impresiones brasileñas y de la conferencia, a raíz de este acontecimiento. Vine de Río de Janeiro, por motivos de salud, a Buenos Aires. Mis impresiones de entonces quizás las conozcáis en verso, en versos de los dirigidos a la señora de Lugones, en cierta mentada epístola:

 

... En fin, convaleciente, llegué a nuestra ciudad

de Buenos Aires, no sin haber escuchado

a mister Root, abordo del «Charleston» sagrado;

mas mi convalecencia duró poco. ¿Qué digo?

mi emoción, mi entusiasmo y mi recuerdo amigo,

y el banquete de La Nación que fue estupendo,

y mis viejas siringas con su pánico estruendo,

y ese fervor porteño, ese perpetuo arder,

y el milagro de gracia que brota en la mujer

argentina, y mis ansias de gozar en esa tierra

me pusieron de nuevo con mis nervios en guerra.

Y me volví a París. Me volví al enemigo

terrible, centro de la neurosis, ombligo

de la locura, foco de todo surmenage,

donde hago buenamente mi papel de sauvage,

encerrado en mi celda de la rue Marivany,

confiando sólo en mí y resguardando el yo.

¡Y si lo resguardara, señora, si no fuera

lo que llaman los parisienses una pera!

A mi rincón me llegan a buscar las intrigas,

las pequeñas miserias, las traiciones amigas,

y las ingratitudes. Mi maldita visión

sentimental del mundo me aprieta el corazón,

y así cualquier tunante me explotará a su gusto.

Soy así. Se me puede burlar con calma. Es justo.

Por eso los astutos, los listos dicen que

no conozco el valor del dinero. ¡Lo sé!

Que ando, nefelibata, por las nubes... ¡Entiendo!

Sí, lo confieso, soy inútil. No trabajo

por arrancar a otra su pitanza; no bajo

a hacer la vida sórdida de ciertos previsores.

Yo no ahorro, ni en seda, ni en champaña, ni en flores,

No combino sutiles pequeñeces, ni quiero

quitarle de la boca su pan al compañero.

Me complace en los cuellos blancos ver los diamantes.

Gusto de gentes de maneras elegantes

y de finas palabras y de nobles ideas.

Las gentes sin higiene ni urbanidad, de feas

trazas, avaros, torpes, o malignos y rudos,

mantienen, lo confieso, mis entusiasmos mudos.

No conozco el valor del oro... ¡saben esos

que tal dicen, lo amargo del jugo de mis sesos,

del sudor de mi alma, de mi sangre y mi tinta,

del pensamiento en obra y de la idea encinta!

¿He nacido yo acaso hijo de millonario?

¿He tenido yo Cirineo en mi Calvario?...

 

De vuelta a París fui a pasar un invierno a la Isla de Oro, la encantadora Palma de Mallorca. Visité las poblaciones interiores; conocí la casa del archiduque Luis Salvador, en alturas llenas de vegetación de paraíso, ante un mar homérico; pasé frente a la cueva en que oró Raymundo Lulio, el ermitaño y caballero que llevaba en su espíritu la suma del Universo. Encontré las huellas de dos peregrinos del amor, llamémosle así: Chopin y George Sand, y hallé documentos curiosos sobre la vida de la inspirada y cálida hembra de letras y su nocturno y tísico amante. Vi el piano que hacía llorar íntima y quejumbrosamente el más lunático y melancólico de los pianistas, y recordé las páginas de Spiridion.

 

- LXI -

El gobierno nicaragüense nombró a Vargas Vila y a mí -Vargas Vila era Cónsul General de Nicaragua en Madrid- miembros de la Comisión de límites con Honduras. Que Nicaragua envió a España, siendo el rey Don Alfonso el árbitro que debía resolver definitivamente en el asunto en cuestión. El ministro Medina, era el jefe de la Comisión; pero nunca nos presentó oficialmente ni contaba, ni quería contar con nosotros para nada. Vargas Vila tiene sobre esto una documentación inédita que algún día ha de publicarse. El fallo del rey de España, no contentó, como casi siempre sucede, a ninguna de las partes litigantes, y eso que Nicaragua tenía como abogado nada menos que a don Antonio Maura. La poca avenencia del ministro Medina conmigo hizo que yo me resolviese a hacer un viaje a Nicaragua.

Hacía cerca de diez y ocho años que yo no había ido a mi país natal. Como para hacerme olvidar antiguas ignorancias e indiferencias, fui recibido como ningún profeta lo ha sido en su tierra... El entusiasmo popular fue muy grande. Estuve como huésped de honor del Gobierno durante toda mi permanencia. Volví a ver, en León, en mi casa vieja, a mi tía abuela, casi centenaria; y el Presidente Zelaya, en Managua, se mostró amable y afectuoso. Zelaya mantenía en un puño aquella tierra difícil. Diez y siete años estuvo en el poder y no pudo levantar cabeza la revolución conservadora, dominada, pero siempre piafante. El Presidente era hombre de fortuna, militar y agricultor, mas no se crea que fuese la reproducción de tanto tirano y tiranudo de machete como ha producido la América española. Zelaya fue enviado por su padre, desde muy joven a Europa; se educó en Inglaterra y Francia; sus principales estudios los hizo en el colegio Höche, de Versalles; peleó en las filas de Rufino Barrios, cuando este Presidente de Guatemala intentó realizar la unión de Centro América por la fuerza, tentativa que le costó la vida.

Durante su presidencia, Zelaya hizo progresar el país, no hay duda alguna. Se rodeó de hombres inteligentes, pero que, como sucede en muchas partes de nuestro continente, hacían demasiada política y muy poca administración; los principales eran hombres hábiles que procuraban influir para los intereses de su círculo en el ánimo del gobernante. Esos hombres se enriquecieron, o aumentaron sus caudales, en el tiempo de su actuación política. Otros adláteres hicieron lo mismo; la situación económica en el país se agravó, y las malquerencias y desprestigios de los que rodeaban al jefe del Estado, recayeron también contra él. Esto lo observé a mi paso. El descontento había llegado a tal punto en Occidente, cuando se creyó, con motivo del matrimonio de una de las señoritas Zelaya, que el Presidente entraba en connivencias con los conservadores de Granada, que había preparado en León, para una próxima visita presidencial una conjuración contra la vida del general Zelaya.

Amigos míos, entre ellos, principalmente, el doctor Luis Debayle y don Francisco Castro, ministro de Hacienda, y el mismo ministro de Relaciones Exteriores señor Gámez, pidieron al presidente la legación de España para mí. La unánime aprobación popular, el pedido de sus amigos, y su innegable buena voluntad, hicieron que el general Zelaya me nombrase ministro en Madrid; pero no sin que tuviese que luchar con intrigas palaciegas y pequeñeces no palaciegas, que hacían su sordo trabajo en contra, y esto a pesar de que la legación tenía un pobre y casi desdoroso presupuesto, que fue todavía mermado a la salida del señor Castro del Ministerio de Hacienda.

 

- LXII -

Partí, pues, de Nicaragua con la creencia de que no había de volver nunca más; pero había visto florecer antiguos rosales, y contemplado largamente, en las noches del trópico, las constelaciones de mi infancia. La familia Darío estaba ya casi concluida. Una juventud ansiosa y llena de talento se desalentaba, por lo desfavorable del medio. Y se sentía soplar un viento de peligro que venía del lado del Norte.

Cuando llegué a París, la contrariedad del ministro Medina al saber que iba yo a sustituírle en su puesto diplomático de España -pues él era representante de Nicaragua en cuatro o cinco países de Europa- se exteriorizó con tal despecho, que me juró aquel provecto caballero, no volver a poner los pies en España. Me dirigí a Madrid con objeto de presentar mis credenciales. Me hospedó en el Hotel de París, y procuré que aquella Legación, con información de pobreza, tuviese una exterioridad, ya que no lujosa, decorosa. La prensa me había saludado con toda la cordialidad que inspiraba un reconocido amigo y queredor de España.

Recibí la visita del primer Introductor de Embajadores, Conde de Pie de Concha, noble gentilísimo, y me anunció que el Rey me recibiría en seguida, pues tenía que partir no recuerdo para que punto. A los tres días debía verificarse la ceremonia de la entrega de mis credenciales; y todavía un día antes, andaba yo en apuros, porque no había recibido de París mi flamante y dorado uniforme. Felizmente me sacó del paso mi buen amigo el doctor Manrique, ministro de Colombia; él hizo que me probara el suyo y me quedó a las mil maravillas; y he allí cómo al antiguo Cónsul general de Colombia en Buenos Aires, fue recibido por el rey de España, como ministro de Nicaragua, con uniforme colombiano.

Su majestad el Rey, estuvo conmigo de una especial amabilidad, aunque en este caso todos los diplomáticos dicen lo mismo. Me habló de mi obra literaria. Conversó de asuntos nicaragüenses y centroamericanos, demostrando bien informado conocimiento del asunto, y dejó en mi ánimo la mejor impresión. Cada vez que hablé con él, en el curso de mi misión, me convencí de que no es solamente el rey sportman de los periódicos e ilustraciones, sino un joven bien pertrechado de los más diversos conocimientos, y hecho a toda suerte de disciplinas. Una vez concluida mi conversación con el monarca, pasé a presentar mis respetos a las reinas. La reina Victoria apareció ante mi vista como una figura de arte. Por su rosada belleza, la pompa rica de su elegancia ornamental, y hasta por la manera como estaba dada la luz en el estrecho recinto donde me recibió de pie y me tendió la mano para el beso usual. ¡Cuán hermosa y rubia reina de cuentos de hadas! Hablé con ella en francés; todavía no se expresaba con facilidad en español. Y tras cumplimientos y preguntas y respuestas casi protocolares, fui a saludar a la reina madre doña María Cristina, delgada y recta, con la particular distinción y aire imperial que reveló siempre la archiduquesa austriaca que había en la soberana española. Se mostró conmigo afable y de excelente memoria. Así, después del acostumbrado diálogo diplomático, me dijo que recordaba la ocasión en que, en una de las ceremonias de las fiestas colombianas, le había sido presentada por su primer ministro, don Antonio Cánovas del Castillo.

Después hice mi visita a las infantas: doña Isabel, acompañada de su inseparable marquesa de Nájera, hoy fallecida. El excelente carácter de doña Isabel, su cultura y su llaneza, bien conocidos de los argentinos, no ocultan el genio artístico que hay en ella; y cuyo amor al arte supe en esa oportunidad y en otras posteriores, por su conversación y por su museo. La infanta doña Luisa, una linda Orleáns, casada con el viudo don Carlos, delicada y fina aunque sportswoman airosa y vigorosa que va de cuando en cuando a bañar su beldad de sol a Sevilla. Y la desventurada infanta María Teresa, desventurada como su pobre hermana, y tan desventurada como sencilla y bondadosa, cuya muerte acaba de llorar toda España. Me recibió en compañía de su marido el príncipe don Fernando de Baviera, hijo de su tía la Infanta doña Paz. Doña María Teresa, ingenuamente sufrió conmigo una equivocación, lamentable para mí, «¡hélas!», pues, acostumbrada a representantes hispano-americanos como los Wilde, los Iturbe, los Candamo, los Beiztegui, me confundió con esos millonarios, y me habló de mi automóvil... ¡Pobrecita Infanta María Teresa! A la Infanta doña Eulalia no la pude saludar, pues ya se sabe que es una parisiense y que reside en París.

 

- LXIII -

En el cuerpo diplomático, no sabiendo jugar al bridge y con el sueldo que tiene un secretario de legación de cualquier país presentable, y con lo de la literatura y los versos, hacía yo, entre los de la carrera, un papel suficientemente medianejo... Entre los embajadores, disfruté la grata cortesía del fastuoso britano Sir Maurice Bunsen, y la acogida siempre simpática y afectuosa del Nuncio, monseñor Vico, hoy cardenal. Mi único amigo verdadero era el embajador de Francia, porque era también amigo de las musas, íntimo de Mistral, y autor de páginas muy agradables, lo cual, señores positivos, no obsta para que actualmente sea director de la Banque Otomane en Constantinopla.

A todo esto, el gobierno de Nicaragua, preocupado con sus políticas, se acordaba tanto de su legación en España como un calamar de una máquina de escribir... Y ahí mis apuros... No, no he de callar esto... Después de haber agotado escasas remesas de mis escasos sueldos, que según me ha dicho el general Zelaya, tuvo que poner de su propio peculio, y cuando ya se me debía el pago de muchos meses, La Nación, de Buenos Aires, o, mejor dicho, mis pobres sesos, tuvieron que sostener, mala, pésimamente, pero en fin, sostener, la legación de mi patria nativa, la República de Nicaragua, ante su Majestad el rey de España... En fin, para no tener que hacer las de cierto ministro, a quien los acreedores sitiaban en su casa de la Villa y Corte, trasladé mi residencia a París, en donde ni tenía que aparentar, ni gastar nada, diplomáticamente.

 

- LXIV -

La traición de Estrada inició la caída de Zelaya. Este quiso evitar la intervención yankee y entregó el poder al doctor Madriz, quien pudo deshacer la revolución, en un momento dado, a no haber tomado parte los Estados Unidos, que desembarcaron tropas de sus barcos de guerra para ayudar a los revolucionarios.

Madriz me nombró Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario, en misión especial, en México, con motivo de las fiestas del Centenario. No había tiempo que perder, y partí inmediatamente. En el mismo vapor que yo iban miembros de la familia del presidente de la República, general Porfirio Díaz, un íntimo amigo suyo, diputado, don Antonio Pliego, el ministro de Bélgica en México y el conde de Chambrun, de la legación de Francia en Washington. En la Habana se embarcó también la delegación de Cuba, que iba a las fiestas mexicanas.

Aunque en La Coruña, por un periódico de la ciudad, supe yo que la revolución había triunfado en Nicaragua, y que el presidente Madriz se había salvado por milagro, no diera mucho crédito a la noticia. En la Habana la encontré confirmada. Envié un cablegrama pidiendo instrucciones al nuevo gobierno y no obtuve contestación alguna. A mi paso por la capital de Cuba, el Ministro de Relaciones Exteriores, señor Sanguily, me atendió y obsequió muy amablemente. Durante el viaje a Veracruz conversé con los diplomáticos que iban a bordo, y fue opinión de ellos que mi misión ante el gobierno mexicano, era simplemente de cortesía internacional, y mi nombre, que algo es para la tierra en que me tocó nacer, estaba fuera de las pasiones políticas que agitaban en ese momento a Nicaragua. No conocían el ambiente del país y la especial incultura de los hombres que acababan de apoderarse del gobierno.

Resumiré. Al llegar a Veracruz, el introductor de diplomáticos, señor Nervo, me comunicaba que sería recibido oficialmente, a causa de los recientes acontecimientos, pero que el gobierno mexicano me declaraba huésped de honor de la nación. Al mismo tiempo se me dijo que no fuese a la capital, y que esperase la llegada de un enviado del ministerio de Instrucción Pública. Entretanto, una gran muchedumbre de veracruzanos, en la bahía, en barcos empavesados y por las calles de la población, daban vivas a Rubén Darío y a Nicaragua, y mueras a los Estados Unidos. El enviado del Ministerio de Instrucción Pública llegó, con una carta del ministro, mi buen amigo, don Justo Sierra, en que en nombre del presidente de la República y de mis amigos del gabinete, me rogaban que pospusiese mi viaje a la capital. Y me ocurría algo bizantino. El gobernador civil, me decía que podía permanecer en territorio mexicano unos cuantos días, esperando qué partiese la delegación de los Estados Unidos para su país, y que entonces yo podría ir a la capital; y el gobernador militar, a quien yo tenía mis razones para creer más, me daba a entender que aprobaba la idea más de retornar en el mismo vapor para la Habana... Hice esto último. Pero antes, visité la ciudad de Jalapa, que generosamente me recibió en triunfo. Y el pueblo de Teccelo, donde las niñas criollas e indígenas, regaban flores y decían ingenuas y compensadoras salutaciones. Hubo vítores y músicas. La municipalidad dio mi nombre a la mejor calle. Yo guardo, en lo preferido de mis recuerdos afectuosos, el nombre de ese pueblo querido. Cuando partía en el tren, una indita me ofreció un ramo de lirios, y un puro azteca: «Señor, yo no tengo que ofrecerle más que esto»; y me dio una gran piña perfumada y dorada. En Veracruz se celebró en mi honor una velada, en donde hablaron fogosos oradores y se cantaron himnos. Y mientras esto sucedía, en la capital, al saber que no se me dejaba llegar a la gran ciudad, los estudiantes en masa, e hirviente suma de pueblo, recorrían las calles en manifestación imponente contra los Estados Unidos. Por la primera vez, después de treinta y tres años de dominio absoluto, se apedreó la casa del viejo cesáreo que había imperado. Y allí se vio, se puede decir, el primer relámpago de una revolución que trajera el destronamiento.

Me volví a la Habana acompañado de mi secretario, señor Torres Perona, inteligente joven filipino, y del enviado que el Ministro de Instrucción Pública habíale nombrado para que me acompañase. Las manifestaciones simpáticas de la ida no se repitieron a la vuelta. No tuve ni una sola tarjeta de mis amigos oficiales... Se concluyeron, en aquella ciudad carísima, los pocos fondos que me quedaban y los que llevaba el enviado del ministro Sierra. Y después de saber, prácticamente, por propia experiencia, lo que es un ciclón político, y lo que es un ciclón de huracanes y de lluvia en la isla de Cuba, pude, después de dos meses de ardua permanencia, pagar crecidos gastos y volverme a París, gracias al apoyo pecuniario del diputado mexicano Pliego, del ingeniero Enrique Fernández y, sobre todo, a mis cordiales amigos Fontoura Xavier, ministro del Brasil, y general Bernardo Reyes, que me envió por cable, de París, un giro suficiente.

 

- LXV -

El nuevo gobierno nicaragüense, que suprimió por decreto mi misión en México, no me envió nunca, por más que cablegrafié, mis recredenciales para retirarme de la legación de España; de modo que, si a estas horas no las ha mandado directamente al gobierno español, yo continúo siendo el representante de Nicaragua ante su majestad católica.

Y aquí pongo término a estas comprimidas memorias que, como dejo escrito, he de ampliar más tarde. En mi propicia ciudad de París, sin dejar mi ensueño innato, he entrado por la senda de la vida práctica... Llamado por el artista Leo Lerelo para la fundación de la revista Mundial, entré luego en arreglos con los distinguidos negociantes señores Guido, y he consagrado mi nombre y parte de mi trabajo, a esa empresa, confiando en la buena fe de esos activos hombres de capital.

En lo íntimo de mi casa parisiense, me sonríe infantilmente un rapaz que se me parece, y a quien yo llamo «Güicho»...

Y en esta parte de mi existencia, que Dios alargue cuanto le sea posible, telón.

Buenos Aires, 11 de septiembre-5 de octubre de 1922.



Posdata, en España

 

Libre de las garras de hechizo de París, emprendí camino hacia la isla dorada y cordial de Mallorca. La gracia virgiliana del ámbito mallorquín devolvíame paz y santidad. Por cariñosa solicitud de mi excelente don Juan Sureda, por su cariñoso vigilante, mi alma y mi carne ganaban de día en día la conveniente fortaleza. Me hospedé, pues, en su casa, que es aquel Castillo del Rey asmático, en la pintoresca y fresca Valldemosa. Sobre este Castillo y su vecina Cartuja, como sobre todo aquel oro de Mallorca, escribí una novela en los días de mi permanencia en esa tierra de Lulio. Los atraídos por mi vagar y pensar tendrán, en esas páginas de mi Oro de Mallorca fiel relato de mi vida y de mis entusiasmos en esa inolvidable joya mediterránea. Ese gentil homme y profundo Lulista que es Juan Sureda, tiene en mi corazón un voto constante por su felicidad. ¿Y qué diré de mi agradecida admiración por la espiritual pintora que comparte la vida con mi recordado Sureda? Su esposa es mujer suprema y comprensora feliz del Arte. Vive trasladando a las telas los secretos de belleza de aquellos parajes. Pinta admirablemente y le ha arrancado a los olivos su ademán de muertos deseos de clamar al cielo sus misterios y enigmas. Ha pintado olivos magistralmente. Ella, que es todo bondad creadora, me hizo mucho bien con su palabra creyente.

De Valldemosa partí un día en el Rey Jaime I, que me trajo a la amable ciudad condal. Aquí debía residir, fijar la planta por muchos años, Dios mediante, y, en verdad confieso que me es grata en extremo la estancia en esta tierra, «archivo de cortesía», como reza la frase del glorioso manco de Lepanto.

Dejé a París, sin un dolor, sin una lágrima. Mis veinte años de París, que yo creía que eran unas manos de hierro que me sujetaban al solar luteciano, dejaron libres mi corazón. Creí llorar y no lloré.

 

Juventud, divino tesoro

ya te vas para no volver,

cuando quiero llorar, no lloro

y a veces lloro sin querer.

 

Y ya en Barcelona, en la calle Tiziano, número 16, en una torre que tiene jardín y huerto, donde ver flores que alegran la vida y donde las gallinas y los cultivos me invitan a una vida de manso payés, he buscado un refugio grato a mi espíritu. Bajo el ala de serenidad de la brisa nocturna evoco mis días de Mallorca, sobre todo el de una tarde en que el poeta Osvaldo Bazil, se empeñó envestirme de cartujo. A los Sureda les supo bien la gracia y yo, en verdad, me sentía completamente cartujo, bajo el hábito que llevaba. Llegué a pensar que acaso era lo mejor y en donde hallaría la felicidad. Y llegué a soñar, a sentir, en mí, la mano que consagra y acerca hacia la paz de la vieja Cartuja. Y vi el púlpito de San Pedro, en Roma, donde yo diría un rosario de plegarias que sería mi mejor obra y que abrirían las divinas puertas confiadas a San Pedro. Quimeras, polvo de oro de las alas de las rotas quimeras, ¿por qué no fui lo que yo quería ser, por qué no soy lo que mi alma llena de fe, pide, en supremos y ocultos éxtasis al buen Dios que me acompaña? En fin, acatemos la voluntad suprema. De todo esto hablo en mi novela Oro de Mallorca y de otras cosas caras a mi espíritu que impresionaron mis fibras de hombre y de poeta.

En Barcelona he tenido días gratos y días malos. Aquí he admirado a Miguel de los Santos Oliver, y al poderoso «Xenius». He vuelto a abrazar a mi querido Santiago Rusiñol y al gran Peyus, como familiarmente es llamado Pompeyo Gener. Con todos he evocado y vivido horas de arte de ayer y de hoy. Una de mis primeras visitas fue para el amigo de don Marcelino Menéndez y Pelayo y maestro carísimo. He nombrado a Rubió y Lluch. Y he dado la mano agradecida al abundante y digno amigo Rahola. Entre estos amigos que son, junto con aquel glorioso muerto, con aquel poeta de la vaca ciega que se llamó Juan Maragall, con esos amigos y recuerdos de amigos catalanes, formo mi torre de mental esparcimiento. Gracias doy a la excelencia catalana por la paz que me ofrece la tierra del inmortal Mosen Cinto.

¿Y por qué no decir de mi visita a los grandes talleres tipográficos del excelente amigo don Manuel Maucci, si ella fue para mí grata y despertadora de recuerdos de otras épocas mías? Mis doradas bohemias tenían un eco bajo las paredes de la colosal empresa que ha levantado la voluntad triunfadora de un hombre, de Italia, de ese amigo Maucci que ha sabido modernizar los hierros y la acción de su casa hasta darle un empuje que asombra y una importancia que yo aplaudo de veras. Mientras estuve allí, pensé en mis Raros y en una traducción de una novela que firmé en gracias a la adorada bohemia y de la cual no me quiero acordar. Pero todo esto tiene un gran encanto y bajo los recuerdos, me sonrío y acaso suspiro. Maucci sigue en su amable charla introduciéndome por amplios corredores, explicándome la aplicación de máquinas modernas y la distribución de labores. Y en cada departamento hay millones de libros. Cuando oigo la palabra millones abro los ojos y miro asombrado a un lado y a otro. Estoy encantado de la visita, pero ya es hora de partir. El automóvil de Maucci me conduce a mi torre. Y aquí quedo pensando en la obra que realiza esa voluntad de hierro y una consagración de héroe. Pero me distrae de mi pensar en prácticas acciones un vuelo de ave que pasa y me quedo abstraído en la contemplación de una estrella que aparece en el vasto cielo azul.

FIN

 

 

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