Entonces

(Cuando Entonces era una palabra mágica)

de

Carlos Briones

 

Lo Errázuriz comienza en la parte que se acostumbró a llamar El Alto. Los caprichos del lomaje obligaban, entonces, a los viajeros, a hacer un alto en esa parte. Los hombres pasaban directo al parrón de alguna casa, donde se les atendía con aguardiente, un ténte-en-pié, para llegar de buen ánimo a la capital; y las mujeres para empolvarse la nariz, o subirse las ligas de las medias; las santiaguinas eran muy miradoras en menos.

Las distancias ahora son una bagatela, pero entonces, hace siglos, eran una aventura. El primer tramo de Lo Errázuriz está adoquinado hasta La Higuera del Diablo, después, la tierra, tosca, está apisonada con un molido de cantera hasta el puente del Zanjón de la Aguada. El zanjón, luego se hizo canal; el Canal de los Muertos, lo llaman, a veces, los lugareños. Al otro lado del puente sigue el Callejón del Diablo; dos acequias que reciben aguas del zanjón, lo estrechan; altos zarza morales lo obscurecen.

La carroza

Los aparejos relucen, de plata y de cuero, como el primer día. Después de la media noche se abre el portón y sale la carroza; la misma en la que hace treinta y cinco años partió don Francisco de las Casas. Una doble recua de potros negros, azabaches, la tira. Las riendas transmiten, tensas, la voluntad de seguras manos invisibles. A ambos lados, sendos látigos se agitan, castigando a las bestias. La carroza negra, barroca y majestuosa, deja ver a través de sus límpidos cristales (don Francisco mismo la mandó construir), un ataúd ajeno a las inclemencias del viaje.

Los personajes

El muchacho era enclenque y tímido, llegó nadie sabe de dónde a las tierras de la familia Errázuriz. Para peón no sirvió, era flojo y soñador: lo delataba su mirada. Pero se las arregló como protegido de la niña Begoña, hija única de don José María y de doña Pilar. Poco a poco logró allegarse a la Casa: limpiando el caballo de Begoña, cazándole mariposas, meciéndola en el columpio.

-Pero no la toques, Paco, ¡eh! –le decía doña Pilar. No era insolente ni propasado, hasta que a los 16 años tuvo un sueño de muchacho: era rico y se casaba con la niña Begoña. Se lo contó a Begoña, que después lo repitió en casa. Rápidamente para Begoña se materializó un viaje a España.

Los primeros meses llegaron cartas. Después, silencio. El huérfano intentó el suicidio. En las dos primeras oportunidades la ayuda campesina llegó a tiempo; pero en la tercera: la mano de un desconocido lo detuvo y le propuso un pacto. Pancho contó cómo era el señor que lo había bajado de la Higuera del Bajo. Al poco tiempo desapareció. Los campesinos lo recordaban como un alma en pena, que, hasta los perros lo desconocen y por las noches le aúllan cuando pasa. Se acostumbró, entonces, a renovar la sentencia de que era por haberle faltado a Dios.

El fin

Cuando volvió: era don Francisco de las Casas, el nuevo patrón. Hizo sacrificar a todos los perros que había en la hacienda. No quería que hubiese ningún otro, excepto uno que él había traído del extranjero. Hizo construir el caserón que todavía existe, rodeado de altos murallones, con un portón, que no se ha abierto nunca, desde hace, por lo menos, treinta y cinco años, pero que se abre todas las noches para que salga la carroza que él mismo mandó construir. Hizo adoquinar, desde la entrada de la hacienda, lo que hoy es El Alto, hasta el Caserón. Los álamos que dispuso se plantaran a los lados del camino todavía existen. Don Francisco, desde que entró al Caserón, no salió nunca más en persona. Al Caserón sólo entraba y salía un abogado, que lo representaba, un irlandés. Sólo el perro, inmenso y negro, recorría por las noches los extensos dominios; algunos pensaban que era él, don Francisco: su alma, con cuerpo de perro, afirmaban.

El Caserón estaba siempre a la sombra; una arboleda de extrañas especies había crecido vertiginosamente. En el interior del Caserón, siempre hubo luz artificial; el cristal de las ventanas era opaco, sólo permitía suponer su sombra cuando pasaba de un lado a otro. Día y noche, siempre, hubo luz. Una vez, acosado por los campesinos, el Irlandés contó que don Francisco sólo lee cartas. Cartas de amor, agregó con despectiva indiferencia.

La realidad

La naturaleza no administra mal (el campesinado se había multiplicado); el Irlandés tampoco: la extensión de las tierras era cuatro veces mayor que cuando don José María. No todos se preguntaban cuál era el secreto de esa prosperidad; algunos creían saberlo.

Begoña Errázuriz heredó todo esto. Hacía años que había vuelto a Chile y se había enclaustrado en el convento de las Monjas Agustinas. Cuando el Irlandés, años después, solicitó la presencia de Begoña, le fue negada. El representante legal del Obispado de Santiago presentó una declaración en la que por motivos religiosos se negaba a todo contacto con el exterior. Fue respetada su voluntad religiosa por sobre su deber civil. Lo máximo que logró el Irlandés fue llegar hasta un anexo del convento y en presencia de testigos leer El Testamento de don Francisco de las Casas, levantar un acta que fue firmada por los presentes y llevada a Begoña que la corroboró con su firma. El Irlandés esperó la noche para informar a su representado (le estaba prohibido presentarse durante el día). Cuando llegó al Caserón ya estaba todo preparado. Don Francisco lo recibió, le firmó una serie de papeles y le dijo, como siempre, en su tono impersonal, que ésa sería la última vez que lo vería. Esta noche –fueron sus palabras.

Nosotros

Innumerables veces repetimos El Pacto; un niño alemán, picado de viruela hacía de Irlandés. Juanita Otárola hacía de Begoña, y sólo a veces, cuando no jugaban sus hermanos, me dejaba besarla. Inmensos perros negros, teníamos de sobra. Pero nunca vimos los caballos de día.

Al Caserón fuimos incapaces de entrar de noche. Cierto día encontramos un paquete: cartas –no abiertas nunca-, que venían de España. Cientos de hojas manuscritas.

La letra era imposible; el papel, viejo y tosco, no nos servía para nada; su contacto nos repugnaba; no sé qué pasó con ellas.

¿Por qué recordar esta historia, falseada tantas veces, que nos aterraba y que nos impulsaba al cometido de violarla? No lo sé; pero igual que entonces, todavía me seduce.

(¿Juanita, dónde estás? Yo respeté El Pacto.)

 

 

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