POEMAS
de
Juan José González Mora
El pasado
Hace calor en la terraza.
Todos duermen la siesta. Es verano.
La mirada descansa, lejos,
sobre un campo de encinas.
(Hay una golondrina que se para en el aire
como si no quisiera rendirse al viento que la empuja,
como si le aterrara llegar a algún lugar.)
El mundo está ya quieto y en silencio,
inmóvil como el peso de unos años
a expensas del ridículo rezo de la memoria,
vana oración que se convierte
en una lágrima de anciano.
Ahora sabes que el tiempo
no está en el ritmo de un reloj.
La nitidez del humo,
de las voces de todo lo que huye,
de lo que olvidas lo que ignoras,
tantos amigos tantas páginas,
tantos retratos tuyos en los que no te reconoces…
es la medida incontestable
del tiempo.
El
verano
Ya
ha llegado el estío y con él
no ha aparecido más belleza
que un tímido recuerdo.
Ese, casi olvidado,
en el que todavía éramos niños
y transcurrían las horas
jugando al escondite,
intentando acrobacias en el agua,
o corriendo muy rápido por un montón de calles
sin tener que llegar a ningún sitio.
Entonces el calor sí que traía
ese tiempo distinto del invierno,
donde aún la noche resultaba
un arriesgado juego
y teníamos miedo de que todo acabara.
Pero en este instante
mirar allá, a lo que hay,
a este verano
con esos edificios y colinas de siempre,
tan sólo es abandonar los ojos
sobre un onírico silencio,
sobre unos campos
quemados por los años,
y sobre viejos ecos de un otoño que arde.
Los niños escondieron el milagro
y el viejo pulso de un reloj
ya no es capaz de distinguir
entre el blanco rumor del hielo
y un mar templado que amanece.
Profecía
Aquel
sol de setiembre
que se ocultaba tras las casas
de la ciudad. Cuando tenía
las manos llenas de cristales rotos,
de palabras, colillas,
y estrellas apagadas.
El tren donde volvía y las maletas
que habían enterrado su verano.
Todo lo recordaba ahora,
contemplando sus manos arrugadas
y, en ellas, la vejez de un nombre;
soñando un dulce exilio para siempre
y celebrando que aprendió una vez
a ser memoria en la ceniza.