PERFECTA

Antonio Rodríguez Almodóvar

 

(Homenaje a Stanley Kubrick)

 

En la galería de mis criaturas no natas guardo el embrión de una historia que me da miedo acometer. Me ha ocurrido con otras que no acabo de verles la punta, no me seducen, y las tengo simplemente arrumbadas, como a esos trastos inservibles que da pena abandonar en la esquina para que se los lleve el trapero. Pero con ésta a la que me voy a referir no me ocurre eso. Es algo más sutil y más enigmático. Me atrae, me inquieta, me abandona, vuelve cuando menos la espero. Y no está dispuesta tampoco a formar parte del limbo de la literatura, ese lugar incierto donde duermen infinidad de historias mal trabadas, mal acabadas, imperfectamente escritas, o sencillamente cansadas de llamar a las puertas de los editores. Por alguna razón que no alcanzo, ese oscuro proyecto se rebela una y otra vez contra todos esos destinos y me persigue y me reclama atención. Me exige, en fin, ser escrita y ser comunicada.

Pero es que no me atrevo. Siento un extraño enervamiento cada vez que abro mi ordenador para recuperar la sinopsis que hace tiempo guardé en un archivo al que sólo yo puedo acceder. Y en cuanto empiezo a escribirla, percibo que algo muy superior quiere impedirlo, y otro algo indefinible me empuja a continuar. No sé qué es, no me lo explico, no está en la normales coordenadas de un escritor.

Entonces he pensado, si me lo permiten, dar a conocer esa sinopsis, tal como está, por si alguien me ayuda a comprender qué pasa. Tal vez eso rompa el maleficio. He aquí, pues, el resumen de lo que sería esa historia, a la que llamaremos provisionalmente Perfecta.:

Un célebre director de cine logra, tras ímprobos esfuerzos, reunir el dinero que necesita para realizar un filme excepcional, el sueño de su vida. Pero tan excepcional es que ya durante el rodaje ha levantado suspicacias, incomprensiones y perplejidades de muy variada índole. Desde los actores, que malamente entienden qué se traen entre manos, hasta algunos críticos, que han asomado la nariz y la han retirado haciendo declaraciones temerarias. Poco a poco crece la convicción de que el tal director parece haber enloquecido y estar llevando adelante un proyecto extravagante, desquiciado, que además posee una duración insólita: ¡5 horas!

Tras dos años de dificultoso rodaje, por fin se da término a la película. En realidad, nadie, ni ayudantes, ni montadores, ni actores, ha logrado ver el producto acabado, ni ha conocido el guión completo. Sólo el director, que ha manejado los ingredientes con la cautela necesaria. La expectación es enorme el día del estreno, naturalmente, pues todo el mundo da por hecho que asistirá al estallido de una patología formidable.

Pero la realidad es bien distinta. Las cinco horas de proyección pasan como un soplo y se antojan a todo el mundo un tiempo perfecto para una obra perfecta. Es ésta tan increíblemente hermosa, inquietante, sugerente, divertida, en todos los aspectos: dirección, interpretación, música, etcétera, que, una vez acabada, el público tardará como media hora en reaccionar, sin moverse de sus asientos, en silencio, antes de prorrumpir en un aplauso atronador, como de otra media hora. Gritos y vítores reclaman al director, todos quieren saludarle, abrazarle, tocar al dios. Pero éste no comparece. Se esfuma, y a partir de ahí toda su relación con el mundo se hará a través de sus representantes, sus abogados, sus exégetas.

El primer problema surge cuando los compradores del filme intentan hacerse con sus derechos para toda clase de formatos y modos de exhibición. Pues el director no consiente exclusivas y sólo permite que la película se proyecte en cines convencionales y sin interrupciones. Nada de televisión, nada de vídeos. Las más fuertes sumas de dinero no logran doblegar lo más mínimo esta voluntad de hierro del director, que sigue sin dejarse ver por ningún sitio.

El segundo problema surge cuando la película empieza a proyectarse. O mejor dicho, un cúmulo de pequeños problemas más bien relacionados con el orden público. El éxito, inmediato y espectacular, hace que grandes colas empiecen a formarse a las puertas de los cines donde la película se pasa. La gente, con tal de verla, hace lo que sea. Falta al trabajo y deja de cumplir con otras obligaciones. Todo por ver Perfecta. Y en todos los países se da el mismo fenómeno.

La vida empieza a cambiar sutilmente. Las personas que han logrado ver la película se vuelven afables, solidarias, desprendidas. En una palabra: felices. Ya no ambicionan, no compiten, hacen su vida ordinaria llenos de satisfacción por la tarea bien hecha, la belleza de las cosas, el disfrute de la naturaleza, el arte, la amistad.

Lo más curioso es que ninguno de los que ya han tenido el privilegio de Perfecta consigue explicarse. Todo intento resulta vano, incoherente, y pronto renuncian a hacerlo. "Hay que verla", dicen. Eso es todo. Los afortunados, por supuesto, constituyen una suerte de club incorpóreo, lleno de sonrisas, de una complicidad amable y sincera, de un estar por encima de todo. Organizan simposios, pero no para analizar mensajes o debatir aciertos técnicos, sino meramente para concordar sensaciones, rememorar detalles, compartir ese halo de esplendor y de paz que a ellos concierne.

Lo contrario sucede entre quienes no la han visto. El nerviosismo crece, la ansiedad, los intentos más audaces de saltarse el orden que les corresponde. Pues claro que los gobiernos ya han tomado cartas en el asunto y han organizado turnos, asignado un número a cuantos ciudadanos desean fervientemente ver la película. Es decir, a todos.

La tercera dificultad estriba en que, al ritmo de cinco horas por proyección y en salas convencionales, algunos ciudadanos desesperan, pues han de aguardar dos, tres años. Entretanto, ven cada día cómo los que ya han sido tocados por la virtud de Perfecta se vuelven personas distintas, pacíficas, cordiales. Todo lo que hacen lo dignifican, lo enriquecen. En cambio ellos, los esperantes, se van volviendo agresivos, descontentos, desdichados. Las autoridades presionan al director por todos los medios para que acepte la difusión de la película por televisión. Nada, imposible. Al menos por videos domésticos. Tampoco. El director no mueve un ápice su firme decisión. Se ampara en que una vez que, por razones técnicas, se interrumpió la proyección en una sala de cine, el público reaccionó con desesperación, pidiendo a gritos que no le atormentaran.

A partir de aquí todo son sombras. Y tengo miedo de Perfecta, mucho miedo.

Sevilla, 1999.

 

 

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