Naturaleza muerta con personaje

(Cómic)

Domingo López

1

Cuando comprendió que estaba harto compró, sin saber para qué, una maceta. Pensó incluso preguntarle al floristero qué tipo de planta o arbusto enano era capaz de aguantar viviendo durante los días y las noches del tedio, todas las horas del abandono que se arremolinaban como hojas a su alrededor y terminaban por desear putrefactarse en un rincón cualquiera. Pero se limitó a coger el tiesto más cercano y con él en una mano, haciendo el vástago vaivenes y sin flores, cruzó media ciudad, se tomó en un bar de viejos una cerveza con las últimas monedas de mierda que le quedaban, llegó a su cuartucho cansado como nunca del sol tajante y de las nubes blancas y borreguiles. Decidió poner la planta en el balcón al que nunca se asomaba y se dejó caer en la silla, a mirarla. Y así, solo, con las manos en las rodillas pensó, sin solemnidad, que a la vista de cualquiera estaba o podía estar, por ejemplo, esperando algo. No se rió ningún fantasma numerario y la luz de la tarde hizo un esfuerzo sobrehumano para dignificar su plausible espera y se alzó, realzó su intensidad colándose como sabandija rauda por los resquicios de las persianas. Y también el silencio y en el techo un arácnido pulmonado con todas sus patas aprobaron su intención, su vaga presteza. Únicamente la silla de enea probablemente se quejó de algo u opinó, crujiendo, pero él se acomodó mejor haciéndole comprender inmediatamente que no tendría una respuesta concreta. No pensó en ningún momento que se estaba volviendo loco. Cuando apenas veía ya y se dio cuenta que no sabía que hacer con la noche que llegaba, fue abajo a por agua y con aire bovino regó el tiesto mientras le parecía que el viento que empezaba a levantarse amenazaba con tronchar los tallos tan delicados.

2

En el cuarto, el sol garrafal del mediodía entraba sólo para derramarse sobre dos baldosas y casi media de otra. Veía la claridad geométrica desplazándose en el suelo, sintiendo perfectamente, a la vez, el tenue movimiento de rotación del planeta inmundo. Oía, también, los trocitos o láminas de cal que caían resignados desde los esconchados de la pared. Junto a la cama había un pedazo de pan, algo de zumo de uva, un cenicero de Cinzano atestado de colillas. Cerró los ojos y se imaginó saliendo a la calle cargado de explosivos y sentándose seriamente en un banco de una plaza bajo una lluvia tremenda. Pero ¿dónde encontrar explosivos?, se preguntó casi con auténtica curiosidad. Pensó en las canteras de Almería que bastantes años atrás había visto desde la carretera en su viaje hacia un pueblo en el culo del mundo cuyo nombre lo decía absolutamente todo: Fines. ¿Y la lluvia? Miró hacia el balcón; afuera había ya otra vez un sol espantoso. Empezó a fantasear con el delirio, con la nada ebria que rompía a brotar en su cabeza, abonada por su propio estiércol mental.

3

No se sabe porqué nunca limpió o le limpiaron los cristales, ni se encaló con diligencia las paredes arrugadas. Alquilaba la habitación por poco dinero y la casera varicosa jamás se olvidaba de dar tres golpecitos, siempre tres, en su puerta, a las once y cuarto de la mañana, los días de pago. Como tampoco olvidaba regalarle un gran trozo de piñonate casero envuelto en papel de estraza y un piadoso almanaque todas las Navidades, todos los años, el 6 de Enero. No se sabe aún cómo se convirtió entonces en un remedo de aquellos "tumbaos", los hombres de campo que un buen día volvían de la extenuadora jornada y entraban en casa, no saludaban a nadie y se dirigían inmediatamente a la alcoba marital, a la cama donde se acostaban y sin dar ninguna explicación - nadie se la pedía tampoco porque sabían "lo que estaba pasando"- no se levantaban en varias semanas o meses de no hablar sino con monosílabos, de fumar mirando ceñudos el techo. El caso es que una mañana, tal vez, determinó al despertarse que no se iba a levantar. Juró también por sus muy olvidados muertos que los cigarrillo que tenía encima de la mesa de noche y las cerillas le tendrían que durar siempre, el resto de la vida. Se tapó la cabeza con la manta robada a la Renfe y se dedicó embelesado, sin pensar en nada, a custodiar el paso de las horas. Y detrás de la cama, un cielo fácilmente azul, el balcón satisfecho de enmarcarlo, la maceta cubierta de hierbas amarillas.

4

Porque no hay remedio, retrocede, combate hacia atrás corazón mío, pensó, balbuceó, estúpido, recordando vagamente una cita, un verso de váyanse a indagar de quién al carajo. Al final, el the end, los murmullos y el cotilleo lo pondrán desde fuera, ante la policía y al otro lado de la puerta, el marujeo o los supuestos amigos, que viene a ser lo mismo, volvió a pensar, bilioso y casi lúcido. Y aprovechando el hambre y tras haberlas leído y leído, mirado y mirado, empezó a deglutir los papeles, la tarjeta del paro, la última foto salvada, aquella donde se ven abrazados, su teléfono nerviosamente anotado en un ticket de metro, el día que se conocieron en aquella mani, la broza en suma, cultivada con esmero de pobre y perdedor, del ayer ya inútil. "Con flores a María", musitó sin sentido, débilmente, mirando sin ver cómo la gata escuálida de la vecina lumiasca se afanaba por defecar con cuidado, con mucho cuidado, en la maceta vacía, muerta, con tierra solamente.

 

 

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