VIAJAR PARA VER PIEDRAS

Rafael J. Terán

Fotografía: Rafael J. Terán

Desde hace mucho tiempo, cada vez que tiene una oportunidad, se permite una escapada y pone rumbo a una vieja ciudad, a ser posible Patrimonio de la Humanidad, para huir de su rutina y buscar la puerta invisible de un mundo pasado hacia el que siempre sintió enorme atracción.

El silencio de las calles, las casas, los palacios, las iglesias de siglos atrás, en cuyas fachadas siempre imagina un mundo que ya no está, pero ante el que cree inevitable hacer terapia de humildad prestando atención a un espacio en el que no cuenta nada más que el ser, ser uno mismo, desnudo de todo y dispuesto a abandonarse y fluir por un ego que se deja dominar por la imaginación, por los espíritus de un pasado aún latente entre los muros de esa ciudad.

Ahora, apenas entrada la primavera, está en una villa romana, árabe y medieval, en la que el silencio es la mejor virtud de su paisaje. Miraba detenidamente el rincón de una casa que en el siglo XV fue de un judío hasta que la tuvo que abandonar y, mientras, imaginaba como podía ser entonces la vida en aquel lugar. Viajar hasta allí era, una vez más, una necesidad vital más que una licencia turística.

Siempre quiso fiel al consejo de  Popol Vuh “cuando tengas que elegir entre dos caminos, pregúntate cual de ellos tiene corazón. Quien elige el camino del corazón no se equivoca nunca” y en esta ciudad había un corazón invisible que latía, que le hacía olvidarse de una realidad que no le gustaba y hurgar en una historia en la que también tienen cabida los cuentos, esos que sirven para dormir a los niños y despertar a los adultos.

Viajar “viendo piedras”. ¡Qué opinión más banal de una necesidad vital!. Lo hace porque quiere aprender y necesita saber cómo es la vida. Averiguar de donde viene, meditar sobre un ayer que no existe pero que fue.

Es evidente que no se nace por casualidad, pero que como dijo Sanchez Dragó, “es una oportunidad”. Una oportunidad para hacer el tránsito hacia la vida; esa vida que los hindúes creen que está más allá de la muerte, al otro lado. Esa muerte que para Sandor Marai “puede ejercer a distancia, y hacer patente ese ejercicio en la intimidad donde los fantasmas cristalizan en los nervios y pasiones de quienes dejaron vivos”.

Estos viajes son una forma de buscar el rumbo para que los que existen se encuentren con los desaparecidos, que siempre están aquí, entre todos nosotros, entre esas calles y edificios que constantemente busca con pasión y que nos ayudan a encontrar el camino.

En estos rumbos nunca lucha contra sí mismo Es consciente de que el tiempo cambia y de que en la vida real no se puede hacer otra cosa que aceptar la transformación que nos impone. Así fluye y va a la deriva entre un pasado y un presente que le justifica el futuro al que se enfrentará, rodeado por las muchas voces que el tiempo genera en cada uno de nosotros.

En estas calles, al anochecer, entiende lo absurdo que es creer que somos eternos y propietarios de nuestro destino y de todo lo que nos rodea. Sabe que necesita viajar para seguir viendo y detenerse a mirar a su alrededor para mirarse a sí mismo. Así se le pone de manifiesto, cada vez más, que nuestras razones no son las únicas razones; que somos fruto de muchas vidas anteriores alojadas para siempre entre espacios a los que, por ser cotidianos, no prestamos atención.

Viajar para sentir el calor de los espíritus que le rodean allá donde vaya. En ese mundo, tan ajeno a la mayoría de los que ahora lo habitan, se siente privilegiado. Cree ser uno de los unos pocos desdichados que ha podido parar, mirar a su alrededor y verse también a sí mismo, siendo consciente de la verdadera realidad.

Nadie parece entender que el mundo es un espacio maravilloso, pero finito. Nosotros mismos somos aún más finitos y ni siquiera lo entendemos cuando cruelmente comprobamos que la vida se va en un instante, que no se despide de nadie, que no avisa, porque es –en sí- el verdadero motivo de nuestro paso por este mundo. Nacer para morir. Y casi todos lo hacemos sin aceptar esta única verdad. ¡Qué putada!.

“Viajar para ver piedras”. La búsqueda del Grial. Una forma de buscarse a sí mismo entrando en la serpiente cósmica de nuestro SER más profundo. Una manera de sentirse verdaderamente acompañado de la complicidad de los muchos espacios en silencio que le rodean. A lo mejor es el momento en uno de estos viajes, de que acepte que nada podrá ser lo que soñó y lo que, con todas sus fuerzas, creyó que podía ser.

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