CUATRO PASOS LARGOS

(del libro BIG BANG CHINA!)

Miguel Gentil Fernández

(Fotografías: Miguel Gentil Fernández y Javier Caro Domínguez)

Cada 4 metros un mundo distinto. Una luz distinta. Unos habitantes distintos. Otros productos. Otros clientes. Unas vidas nuevas, insinuadas cada cuatro metros, es decir, personas que pasan esas vidas entre esas dos paredes separadas por esos cuatro pasos largos.

Luz rosa fucsia, verde fluorescente, blanco cegador. Penumbras estrechas, esplanadas deslumbrantes.

Perdonad otra vez este texto lleno de enumeraciones, pero China es sobre todo acumulación de cosas y ya no se me ocurren verbos para unirlas entre sí.

 La secuencia no tiene más orden que la yuxtaposición repetida y la altura constante de los bajos comerciales. No es que cualquier combinación surrealista de usos sea posible, es que de hecho se produce a cada cuatro pasos. Un bar de alterne, un puesto de verdura, una tienda de imanes y otra de motos eléctricas. A cada fotograma un sentimiento instantáneo a punto de desaparecer ante el siguiente: un reojo rápido al sitio de masajes por ver algún hombro al descubierto, desconcierto ante frutas desconocidas, una sonrisa entrecortada a la señora que hace empanadillas. El hedor, al paso, de un cuarto de basuras junto a un bar de pinchitos o el mal olor de los pinchos de tofu oloroso desde la cafetería de al lado. Chorreones de grasa y saliva marrón aquí y alla. El perfume delicado de alguna que pasa recién duchada, pero que sale de un pasillo con forma de cueva.

Prueba cualquier combinación mental y ya existirá en algunas de las calles de Shanghai, la capacidad de inventiva de la ciudad supera con mucho la de cualquier occidental. Cuando es una peluquería, parece siempre recién inaugurada, con sus cilindros blanquinegros girando en la puerta como reclamo inverosímil, sus 15 peluqueros con sus quince peinados y sus 15 flequillos larguísimos y sus dos clientes. Inmediatamente después, un taller de motos, una tienda de lencería hortera, una farmacia en la que venden cientos de raíces.

 Cuando es una joyería parece para la barbie.

Todos esos mundos comparten una misma acera, que además usan como extensión del negocio, así que irás esquivando niños que se cruzan corriendo con el culo al aire, tubos apilados, cajas de pescado vivo, montones de escombro, o dos militares armados con metralletas enormes a la puerta de un banco. Motoristas silenciosos esquivan también los objetos más inesperados a la vez que hacen eslalon entre los peatones.

Recorrer una calle cualquiera de un barrio de las zonas menos céntricas de la ciudad es asistir asombrado a una película formada por miles de fotogramas de otras películas. Cada uno de ellos con una escena interrumpida por la siguiente. De vez en cuando me paro un segundo frente a una de ellas, sonrío al padre, a la madre, al niño y a los clientes, para desentrañar poco a poco la saturación de la imagen. La concentración es tal, que la mirada interpreta los objetos apilados como una textura continua. Al poco me doy cuenta de que la cortina al fondo camufla lo que parece una pequeña cocina, que detrás de la puerta hay tres colchones, que ese local comparte en la calle un sólo grifo con otros siete y que precisamente en ese grifo se lavan los dientes cada mañana los habitantes de algunas de esas tiendas.

Al seguir el paseo ya no veo negocios, sino salas de estar

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