EL VIAJE A LA OTRA CASA

Eliacer Cansino

 

-Hueles a pan –me decía mi amigo Carlos cuando me encontraba con él en el cruce de las avenidas para ir al colegio.

-Y tú hueles a chorizo –le decía yo.

         En realidad, ni yo olía a pan ni él a butifarra, por más que su padre  trabajase en una charcutería  y el mío fuese panadero. Lo que olíamos en realidad era a trabajo. Sobre todo yo olía a trabajo nocturno, a madrugadas de harina, a bombillas encendidas en mitad de la noche, al ruido de la portezuela desvencijada por donde entraba la leña, y a las voces de los hombres que amasaban la harina y golpeaban con sus mazos sobre las mesas.

         Vivíamos en la panadería y el universo de un panadero y el de su familia no es como el de los demás, por eso se nos nota en la cara lo que somos, aunque no olamos a pan ni llevemos el pelo tiznado de harina. Cualquier trabajador regresa a su casa para dormir y si trabaja de noche sale y deja dormir a los suyos. En cambio, en mi casa no ocurría así. A las cuatro de la mañana se iniciaba el ajetreo de los sacos. Lo sabía   porque el portalón trasero que daba al horno comenzaba a golpear una y otra vez con una cadencia obsesiva. Todas las noches me despertaba a esa hora y me daba una vuelta y volvía a quedarme dormido con la satisfacción de que aún me restaban varias horas  hasta el amanecer.

         Con los ahorros, mi padre compró una casa en las afueras de Sevilla, cerca de las huertas, en el camino del cementerio de San Fernando. Él, por sí solo, no lo hubiera hecho nunca, pero mi madre en vista de que no íbamos a ningún sitio ni salíamos al cine ni al campo ni jamás íbamos de vacaciones le pidió a mi padre que comprase una nueva casa.  Sería nuestra casa cuando se jubilase y vendiese la panadería y, mientras tanto, la iríamos amueblando, decorando y habitando tan sólo en los meses de verano. Así que cuando se acercaba la fecha mi madre y yo esperábamos ansiosos el viaje a la otra casa. Era nuestro viaje de verano y yo en aquel entonces lo veía tan maravilloso y a la vez tan normal que pensaba que todo el mundo llegado el estío viajaba a su otra casa. Un viaje que no se medía en distancia (no más de quinientos metros separaba una casa de la otra) sino en tiempo. Saltaba del tiempo de la obligación al tiempo de la diversión,  de la dimensión rutinaria de los deberes escolares a la dimensión inusitada del juego sin obligaciones. Dos meses, o sea la eternidad,  me separaban ahora de la rutina, de los ruidos de la panadería, del olor a masa horneada,  de las obligaciones de ayudar a papá los sábados a limpiar el  horno, de los vecinos en cola comprando el pan y pellizcando mi cara como quien pellizca una hogaza  y después se come el trozo. A veces me miraba en el espejo, temiendo que me hubiesen quitado un trocito de mi cara tierna y suave.

         Llegado Julio, mi madre se afanaba en recoger la ropa y los enseres necesarios para el traslado. Entre ella y yo iniciábamos todas las tardes el peregrinaje en un ir y venir de porteadores que yo imaginaba tan exóticos como  en las películas de Tarzán. Llevábamos cacerolas, pucheros, sábanas, almohadas…Siempre éramos mi madre y yo quienes hacíamos esos viajes cargados de trastos. Mi padre permanecía en la panadería sin querer oír hablar del traslado hasta que mi madre le decía:

         -Ya está, Antonino. Hoy ya cenamos en la otra casa.

         Entonces mi padre, que a su manera extraña y torpe siempre quiso hacer feliz a mi madre, compraba una botella de champán y esa noche inauguraba el verano con una cena  distinta, festiva, en la que brindábamos en copas de cálices  y a mí se me daba la venia de brindar también, entrechocar las copas y mojar, sólo un poco, los labios.

         -¡Por  nuestra nueva casa, en el fin del mundo! –decía mi padre.

         -¡Por nosotros, en el Paraíso! –brindaba mi madre con la sonrisa roja y alegre de sus labios pintados de carmín.

         La mente  de un niño es un microcosmos que encuentra perfectamente lógico su propio universo. Yo creía que todo el mundo llegado el verano viajaba a su otra casa. Pensaba que había dos mundos: el de las casa de invierno y el de las casas milagrosas del verano. En invierno todos volvíamos  a la casa del trabajo: nosotros a la panadería con su ajetreo nocturno, Carlos a la charcutería, los zapateros a las zapaterías y los conductores a los garajes. Durante los meses invernales las casas con los jardines del verano quedaban abandonadas, sin niños, sin pájaros con las cocinas apagadas, sin hogar. Eran el paraíso abandonado y prohibido al que, durante el invierno, nadie podía regresar.

Durante cuatro años, desde los seis a los diez, mi gran viaje fue siempre a la otra casa. A sólo un descampado de la del invierno, una distancia  infinita de  la una a la otra. Allí todo era extraordinario: la siesta con chicharra,  las lunas inmensas, la lluvia brevísima y borrascosa que huele a tierra, la parición inesperada de un murciélago que se cuela en la cocina y gira y gira como un pequeño vampiro asustándonos a mí  y a mi madre y que mi padre atrapa con asco y devuelve a su cielo de ciegos. ¡Qué distinto todo!: las canicas de cristal multicolor , los bombones que solo llegaban en verano…

         -¿Dónde compran tus padres  estos bombones? –preguntaba mi amigo Carlos.

         -Los traen de Francia –contestaba yo-. Un francés viene cada quince días y los trae.

         -¿Y el francés es de Francia?

         -¿De dónde va a ser si no?

         - ¿Y cómo habla, en francés?

         -Por supuesto que habla en francés.

         -¿Y lo entiendes?

         -No. Nadie lo entiende.

         Todo era genial. En aquella casa tuve mi primera bicicleta, dormí por primera vez en una habitación distinta a la de mis padres, me bañaba en una bañera de porcelana y tuve una acuarela con la que nunca logré pintar ningún paisaje que pareciese un paisaje y, además, el verano en que cumplí diez años,  me hice socio del Betis.

         Una tarde mi padre se presentó con dos entradas para ir al Villamarín. Viajamos en autobús. Yo llevaba puesta mi camiseta blanquiverde. Era un partido amistoso con el Sporting de Lisboa. Estar en el aquel partido fue magnífico, pero al salir del estadio tropecé con un bordillo y caí con tan mala suerte que me golpeé en la frente. Comencé a sangrar y mi padre aunque me dijo que no era nada debió asustarse, tanto como yo al ver su cara, me  ató un pañuelo y me llevo a la casa de socorro más cercana. Me pusieron tres puntos. Y volvimos a casa ya tarde. El dolor de la herida, el recuerdo de  la multitud  que tropezaba con nosotros al salir del estadio, la sangre en el pañuelo, me hicieron sentir una indescriptible sensación de inseguridad. De repente pensé que me podía pasar algo, que algo iba a pasarnos  a mí o a mi padre, o a mi madre o a todos. Aquella noche no dormí. El beso de mi madre en la frente, junto a la herida, no me tranquilizó. Sabía que iba a ocurrirnos algo, algo que haría imposible que siguiéramos siendo como hasta entonces. Nunca antes había tenido esa angustiosa sensación. No conciliaba el sueño. Oí caerse una botella en la cocina, el golpe en la calle de un coche contra algo, ladrar unos perros, las voces de unos noctámbulos que maldecían furiosos. Por fin me fui tranquilizando y se hizo el silencio y me quedé dormido. Pero a las tres cuando todo parecía haber pasado, oí los gritos y los golpes en la puerta:

         -¡Antonino, Antonino, la panadería está ardiendo!

         Entonces fue todo un tumulto: voces, golpes, los pasos de mi padre bajando la escalera precipitadamente…

Me senté al borde de la cama y me toqué la herida de la frente. La tenía hinchada, pero sin sangre. Curiosamente ahora no estaba asustado. Como si con el cumplimiento de la desgracia terminaran las incertidumbres. Había oído bien: “la panadería está ardiendo”. Miré el reloj fosforescente.

Mi madre entró en mi habitación media hora después, cuando todos se habían ido y el silencio se había asentado de nuevo. Preguntó en la oscuridad:

-¿Estás despierto, Toni?

         - Sí, mamá, estoy despierto.

         -¿Sabes lo que ha pasado?

         -Sí, lo sé.

         -Entonces vuelve a dormirte. Son las cuatro de la mañana.

         -No volveré a dormirme, mamá.

         -Anda, vuélvete a tu sueño.

         Entonces, como iluminado por un relámpago, entendí que las mismas palabras pueden tener distintos significados. Y contesté:

-No, mamá, ya no volveré a mi sueño.

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