EL LAGO DE CRISTAL

 

Inés Arias de Reyna

 

 

-¿Preparada? -Luis la miraba con el entrecejo fruncido.

Ana apartó la vista de Daphne, que relucía en medio del escenario.

-Sí. Estamos preparadas. -Señaló con la cabeza a su amiga. El director miró al escenario y apretó los labios-. Hoy me ha costado afinarla. Está nerviosa.

-¿El arpa está nerviosa? -Ana asintió. Luis meneó la cabeza con el ceño y los labios tan arrugados que parecía una pasa gigante. A Ana se le fue una sonrisita, como las que se le escapaban en los castigos del colegio-. Nos toca salir. No hagas ningún numerito extraño hoy. Recuerda que estamos en el Auditorio Nacional. Sé sensata, por favor.

Ana volvió a asentir, pero no evitó otra sonrisa cuando la imagen de la pasa se le cruzó de nuevo por lo ojos. El director abrió la puerta y le cedió el paso. El trueno de los aplausos la paralizó, pero un empujón de Luis la arrojó al interior de la Sala Sinfónica.

Subió la escalera y, según se acercaba a Daphne, se le iba olvidando donde estaba, el público se fue difuminando, al tiempo que los aplausos sonaban más lejanos. Ella no dejaba de mirar a su amiga. Cuando llegó, puso una mano trémula en el extremo de la consola, cerca del codo. Repasó con sus dedos la madera de cerezo, viajó por la curva de la consola hasta llegar a la caja de resonancia; se sentó en el taburete y, ya con mano firme, tiró de Daphne con cuidado hasta que su compañera se reclinó sobre su hombro. Acarició las cuerdas con las palmas. Dejó que sus manos sintieran el frío del nailon durante unos segundos en los que permaneció con los ojos cerrados.

Recordó cuando su primer maestro le dijo que a las arpas había que escucharlas, porque cada una tenía una voz distinta. Tan diferentes las unas de las otras que, cuando un arpista elegía la suya, ya no podía tocar otra. Ana no tardó en encontrarla. Había pasado algún tiempo desde que su maestro le dijera aquello y ni un día había dejado de recordarles a sus padres lo mucho que deseaba conocer a su arpa. Por fin, una tarde su padre la recogió en el conservatorio y fueron juntos a la tienda que había a unas manzanas de allí. Probó tres arpas hasta que la vio escondida tras un piano de cola.

-Eras tan guapa -dijo en un susurro inaudible-, que no podía dejar de mirarte.

Escuchó un carraspeo. Al abrir los ojos se encontró con la desaprobación del director, batuta en mano. Ana apoyó la mejilla en la madera rojiza para deleitarse con la suavidad del cerezo. Suspiró al sentirla tan cerca. Abrió y cerró los puños y, por fin, colocó los brazos en posición. El director le hizo un gesto con la cabeza para saber si ya estaba lista. Ana asintió y volvió a convertir la cabeza de Luis en una pasa gigante.

El director dio la orden y los violines y violonchelos comenzaron con el allegro del KV 299 de Mozart.

Un par de minutos después, la voz de Daphne sonó en toda la sala. Las cuerdas la hicieron vibrar por dentro. Dejó que sus dedos la acariciaran como aquella primera vez, en la tienda, cuando se descubrieron la una a la otra.

Los nervios se diluyeron según el bálsamo de la música se apoderaba de ellas. Ana solo veía y escuchaba a Daphne. El canto de su amiga sonaba a nenúfares y a hadas que saltaban en un lago de cristal. Se imaginó a las dos en la orilla de aquel lago, rodeadas de margaritas gigantes y de sauces que bebían de las aguas. Se vio con un vestido de gasa, blanco; el pelo suelto y una sonrisa que no se conocía. A su lado, Daphne: con voz y cuerpo de ninfa. La más hermosa. Con la piel del color de la cereza madura. Con una sonrisa que hacía posible la suya, como si no hubiera forma de que ella sonriera sin que Daphne lo hiciera primero.

Salió de su ensoñación cuando comenzó el tercer movimiento y tuvo que dejar de tocar por unos minutos. Apretó los muslos para sentir el arpa. «Si fuera posible…, ¿verdad, preciosa?», y una mano acarició el instrumento. Los  ojos se le ensombrecieron por un instante.

Cuando volvió a rozar las cuerdas, su amiga cantaba a las olas; Ana dejó que ese oleaje la invadiera; la vibración viajaba por todo su cuerpo. Cada nueva oleada le llenaba de más ganas de que Daphne tuviera brazos que la arrancaran de allí y la trasladaran al lago a bañarse, juntas, desnudas, sin ojos que las juzgaran. Bailaba en la superficie del estanque de cristal, con su vestido blanco de gasa, mientras Daphne la observaba desde la orilla. Le gustaba que la mirara. Hacía que su danza oliera a magnolia. Y ella giraba y giraba, sin un leve mareo; con la caricia de los sauces que le salpicaban gotas de cristal para que su baile fuera aún más bello.

Ana suspiró. La pieza de Mozart había terminado.

En unos minutos, comenzarían con el Händel. Era el momento de demostrarles a todos lo que valían. Aquella había sido la primera composición que tocaron juntas, con la que se conocieron hacía quince años, en la tienda que había a unas manzanas del conservatorio. Medio escondida tras el piano, la vio y lo supo enseguida: la señaló y el de la tienda la elogió por su buen gusto. Dijo: «Es una Daphne 47. Metro setenta y cinco de altura, noventa y ocho centímetros de largo. 47 cuerdas y 7 pedales. El cuerpo es de cerezo y la tabla armónica de abeto». Pero a Ana todo aquello le daba igual, solo la veía a ella, como si sus formas y su color se le hubieran metido en los ojos y no la dejaran ver nada más. El piano desapareció, el dependiente, su padre, la tienda, todo, todo se esfumó de la retina de Ana: solo ella, Daphne, se quedó impresa en el iris. Fue hacia ella despacito, andaba casi de puntillas, para no asustarla, se decía. Al llegar la acarició, le susurró su nombre: «Me llamo Ana». Después se decidió a tocarla y Daphne habló con voz de ninfa.

La misma que en ese momento se escuchaba en la Sala Sinfónica. El público había callado los aplausos. Había llegado el momento. Ana la sentía cerca, le susurraba en silencio para que las notas llegaran a todos, para que sintieran la dulzura de su amiga. La voz del arpa contaba historias antiguas, de salones de baile, de damas vestidas con guardainfantes y corsés, de bufones, de libros prohibidos, de enamorados que esconden sus besos a las orillas de un lago, al que Ana ya había sucumbido, abandonada a las olas y a los nenúfares. Se había perdido en aquella imagen imposible de ellas dos bailando en un estanque de cristal.

Quería que Daphne la abrazara, que su cuerpo de cerezo la envolviera, como las notas que salían de ella. Quería que su amiga la llevara al lago y la desnudara, que le ofreciera el vestido de gasa blanco, que la despeinara el moño y colocara en su oreja una magnolia. El frío de la madera se tornó en calidez. Ana sintió unos brazos que la estrechaban, unas notas que callaron. Sus ojos creyeron ver una ninfa de piel rojiza que la miraba desde lejos. Como desde un lago, rodeado de margaritas gigantes, nenúfares y olas de cristal. Ana quería dejarse besar. Unos labios rozaron los suyos, olían a magnolias.

Aquel beso la sumergió en un torbellino en el que vio cómo desaparecía su amiga, cómo se perdía en el maremágnum de sillas, instrumentos y miradas de silencio que giraban a su alrededor, absorbidos por un remolino en el que Daphne, su Daphne, era el epicentro. Quiso gritar cuando vio cómo se alejaba, cómo la abandonaba, mientras se desvanecía entre nenúfares y magnolias.

El vértigo pudo con Ana, que abrió los ojos. Ante ella: el silencio. La orquesta había enmudecido y el público los observaba. Luis sonreía, pero Ana no entendió por qué. Daphne volvía a ser un arpa, con tacto de madera, sin brazos. Ni besos. Agachó la cabeza y apretó los ojos con todas sus fuerzas; quería regresar al lago. Su mente le devolvió la imagen de un arpa sin brazos, ni besos. Quiso llorar, pero los aplausos retumbaron en la Sala Sinfónica y Luis le ofreció la mano para que saludara con él. Ella se vio obligada a levantarse, segura de que ya no habría Daphne que soñar.

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