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Pavlos Mátesis

 

(Traducción y nota: Margarita Ramírez Montesinos)

 

 

 

 

         Me despierto todas las mañanas una hora antes de salir a trabajar. Saco  las manos de la tierra que me cubre. Las uñas están ennegrecidas de barro. Me doy perfecta cuenta que me despierto.

         La señora se ha quedado con la gata. Así me dijo cuando me llevaba a su casa : me quedo contigo. Mi madre, que fue quien me regaló, le insistía: quédese con él, señora, no tiene dueño. Usted vive sola en el barrio, sin conocidos, y con tantas horas de trabajo, jornada completa de la mañana a la noche, no llegará a tener nunca ni amigos ni amantes. Necesitará compartir su soledad. Quédese con ella. La gata es un lujo y una compañía, no habla. Quédesela como compañera.

         Te quedarás conmigo, gatito, me dijo la señora. También guardarás mi casa , se queda muy solita, solo vuelvo un rato para dormir la siesta. ¿Cómo se llama? Tenía un nombre de nacimiento, mi madre tuvo a bien ponerme un nombre. Pero por lo visto, lo había olvidado, porque le respondió a la señora: no lo hemos bautizado todavía.. Mire, todavía no sabemos a qué sexo pertenece. Cuando usted lo averigüe, le pone el nombre de acuerdo con él.

         -Nada más decir mi madre que carecía de nombre,  me olvidé de él Y tampoco sé a qué sexo pertenezco.

         Además, ¿por qué ha dicho a la señora que soy gata?

         Puesto que las dos me consideraron gata, yo las obedezco y seré en lo sucesivo gatito.

Mi madre se despidió y se largó, y la señora dijo. Tengo que comprarle una correa. Mejor y más cómodo la tercera persona.

-¿Con que ese es el trato que me dais? ¿Decidisteis mi mutación y me he vuelto gata? No pienso maullar, no sé hacerlo y si maúllo, se descubrirá el engaño y la señora dirá me han engañado, no es gata. Y me echará de casa. No me pondrá nombre, ni determinará mi sexo. Y mi madre no vendrá buscarme.

Total, así fue como me convertí en un regalo para la señora. un gatito de tres meses.

-Quédeselo, es soltera, ningún hombre le distrae en sus ocios, la gata es un amigo. También sirve de adorno. Me quedaría con él, pero no dispongo de un balcón. La gata necesita crecer en un balcón aquí en la ciudad. Puesto que no le está permitido salir a la calle...

Pero antes, cuando no me llamaban gata, sí salía de casa, le dije por el camino a mi madre cuando me iba a regalar.

-¡Chitón!, ¿con qué derecho vas a hablar, si no sabes? Eres gata, cállate. Y con el tiempo, si vives y no te ha echado de casa la señora, aprenderás de veras a maullar. Ahora te callas para el resto de tu vida. Si tus maullidos son falsos, te desheredaré y será tu decadencia. Cuando muera tu ama no vendré a recogerte.

El apartamento de mi ama era una planta baja. Había un balcón con una gran maceta y un abeto plantado en un barril, lo había aceptado en la casa bajo  una condición: que su altura no sobrepasara un metro. Lo habían castrado.

-Pero al gatito no lo voy a castrar sea cual sea su sexo, le advirtió a mi madre  la señora. Puesto que nadie le va hablar de apareamiento, cuando sienta la comezón, ignorará su causa, la considerará una enfermedad y se avergonzará y con el tiempo el deseo se atrofiará y declinará.

Mi madre se largó, me dejó de regalo, me convirtió en gata y se largó. El balcón estaba en la planta baja. Afuera una calle blanca, enfrente un pared blanca. La señora me dijo, ahora soy tu ama.

Puesto que ella era mi ama y yo gata no se me permitía encararme a su rostro, y tan sólo veía sus zapatos y parte de sus piernas, como gata no tenía derecho a levantar la vista más arriba. De esta manera, nunca nos conocimos. Mi ama me hablaba con lenguaje humano y como había quedado bien claro que yo era una gata, no lo entendía.

El primer día cubrieron el balcón con una red de plástico como protección, porque eres un gatito de tres meses y tengo que protegerte del mundo exterior.

Puesto que mi ama decidió que tenía tres meses, al punto me quité de encima los días años que había cumplido cuando era hijo de mi madre.

-Si es un gatito con suerte y moral  puede que viva diez años, le dijo mi madre al marcharse.

Mi ama me ordenó permanecer en el balcón durante sus horas de trabajo. Las gatas ensucian la casa, además, en el balcón te distraerás, incluso quizás pase la gente y te servirá de distracción. Y se fue a trabajar.

Trabajaba todos los días excepto los domingos. El domingo salía de excursión. Mi trabajo consistía en esperar su regreso en el balcón. De una a dos de la tarde había sol. Me di cuenta al cumplir tres años.

Mi ama regresaba a las dos. De dos a tres comía. Luego me daba a mí la comida. Mi vista sólo alcanzaba hasta sus rodillas, como gata no tenía derecho a mirar más arriba. A las tres y cinco se acostaba, era la hora sagrada de la siesta en la que todo el mundo descansa. Por eso sacaba de nuevo  el gatito al balcón que se tumbaba junto al barril con el abeto castrado. Las tres y cinco, inmóvil el abeto, inmóvil la gata que, en silencio, contemplaba la pared de enfrente. Las tres y cinco. La pared de enfrente sin gata era blanca.

A las cinco menos diez la señora abría la puerta del balcón, yo entraba, observaba sus piernas y durante un minuto movía el rabo. Luego mi ama decía, este gatito y sin maullar con cuatro años que ha cumplido. Me sacaba de nuevo al balcón y se marchaba para la jornada de la tarde. Y yo me quedaba mirando soñoliento la calle hasta el regreso de mi ama.

Algunas veces hacía frío.

Cuando los domingos se iba de paseo, me dejaba la comida en el balcón. Volvía al anochecer, abría la puerta, ¿has sido un gatito bueno?, me preguntaba, y me metía dentro.

Un día pasó por la calle mi madre. Podía ser mi madre, no estaba muy seguro. Había cumplido seis años y mi vista comenzaba a flaquear.

Cuando de noche regresaba mi ama, volvía a entrar en casa para hacerle compañía durante el sueño y me hacía mayor. Me iba haciendo mayor en el balcón. Un día pasó una gata por la calle. Sí, seguro que era una gata, eran las doce y veinte, miré el reloj. Acaso fuera la una y media, mi vista flaqueaba.

Cumplí diez años sin haber dado ni un solo maullido, pero mi ama no se había vuelto a quejar, se había olvidado

En cuanto cumplí diez años, me dije, ya he vivido lo que se me permitía vivir, ya he visto todo lo que tenía que ver. Y el día en que cumplí diez años, me acordé de que me había llegado el momento de morir: mi madre había determinado que tenía derecho a vivir hasta los diez años, si era un gato con suerte. Hice entonces un recuento de mi vida, y la consideré pletórica y feliz. Había sido un gato moral, por eso había llegado a los diez años. Pero había llegado el momento de morir según la determinación de mi madre. Me muero mañana, pensé. A partir de este momento hablaré en tercera persona para no sentir miedo.

Y al día siguiente la gata murió. Murió en día laboral. Su entierro se celebró tras la jornada de la tarde. Como los alrededores carecían de un pequeño parque donde echarme, mi ama me enterró en el barril del abeto castrado. Y tan sólo muerta, la gata se encontró cara a cara con su ama al inclinarse para cubrirla con la tierra del barril, no podía, sin embargo, ver el rostro de mi ama pese a que mis ojos se habían quedado abiertos.

Y así me cubrieron.

Y cada mañana me despierto. Saco las manos de la tierra que me cubre y las uñas ennegrecidas de barro. Y mi madre me dice, no te obsesiones, no despiertas, sólo crees que despiertas.

 

 

 

 

Pavlos Mátesis: Nacido en 1931, se dio a conocer en el mundo literario en 1967. Es uno de los autores relevantes dentro del teatro del absurdo en Grecia. Sus novelas marcan la frontera entre el realismo y la fantasía. Dos de ellas: “Las memorias de una hija de perra” y “El padre de los tiempos" han sido publicadas y traducidas  en España. La primera por Seix Barral y traducida por Cristina Serna; la segunda por Amaranto y Punto de Lectura, y traducida por Margarita Ramírez-Montesinos. Este relato está extraído de la colección de narraciones “La médula del bosque”, todavía inédita. 

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