DÍA DE FIESTA

 

Elisabeth Vivero

 

 

México es un hueco en medio del pecho que no se llena con nada. Es un vacío que cae hasta los pies para luego ascender de prisa a un lado del corazón y soplar humos a la cabeza. Con esos vientos instalados caprichosamente, una se olvida con facilidad del dolor de su presencia recubierta por afilados dientes en las calles. Aunque luego se encarga de recordárnoslo con granadas que estallan a la par de los cohetes multicolores. Tal como éstas que explotan a nuestro costado. Sí, México es un enorme agujero que nos traspasa justo a la mitad del grito de independencia, mientras mi hermano y yo festejamos estar juntos. Él que me invitó a Morelia a pasar el puente con su familia; yo que acepté manejar cuatro horas para verlo y abrazarlo después de tantos años.

El griterío de la gente se confunde con el susto de quienes están alrededor. La muerte nos ha caído tan de repente, que el sonido de las detonaciones se confunde con los buscapiés, con los disparos lanzados al aire y pocos, muy pocos aún, se estremecen ante la sangre que ya brota de nuestros cuerpos. El ardor comienza a sentirse en lo profundo, en la quemante sensación de ser abierta cual coliflor de carne. Mi hermano se desconcierta ante mi desplome a tierra; mi cuñada, atónita por la ráfaga de destrucción, se queda estática, agarrada con fuerza a mi sobrino que llora porque alguien más lo hace cerca de ellos. La detonación nos revienta las palabras y bramamos coraje, miedo, dolor. ¿Ahora, con tanto gemido, cómo podré decirle a mi hermano cuánto me ha hecho falta en mi vida?, ¿cuánto habría deseado estrecharlo en mi pecho prolongadamente a manera de despedida el día que se fue de casa? Pero si antes no lo hice, no lo haré tirada sobre el piso sobre el que se va formando un charco calientito.

Parece que al Gobernador le han dicho que algo sucede, o le han avisado de nuestra agonía pues el himno nacional se detiene abruptamente y los altavoces se quedan mudos. También han parado de lanzar cohetes al cielo que deja de vestirse con listones verdes y lilas. Tan bonitas las pelotas de fuego que no veré el próximo año; tan dulces los buñuelos que mi cuñada compró para la cena y que seguramente nos los pelearía mi sobrino deseoso por hartarse de miel. Y este ardor, cada vez más fuerte, más intolerable en las entrañas. Jamás hubiera imaginado que sería tan fácil ser partida en dos por algún pedazo de metal, por la lámina voladora de un auto que se incendia a unos metros de nosotros. Mi hermano se desespera, grita que nos auxilien, que alguien, algún cuerdo, llame a la ambulancia. No es necesario, pienso al escuchar a la distancia las sirenas que se aproximan. Él que siempre me cobijó en sus brazos en las noches de tormenta y espantaba a las arañas en el jardín para que no me asustara. Ni modo, me digo, tendré que morir a solas en día de fiesta.

La gente se compacta en círculo alrededor nuestro, mientras los paramédicos se esfuerzan por abrir una valla a base de empujones. Las personas se han quedado hipnotizadas frente a su propio caos que ven reflejado en nuestras respiraciones entrecortadas. Mas yo no logro jalar suficiente aire y me voy llenando de ausencia. A mi cuñada le escurren las lágrimas en silencio, como río desbordado que no encuentra resistencia alguna y fluye, fluye, por sus mejillas hasta caer al piso. Mi sobrino, en cambio, chilla aterrado por la histeria que siente a flor de piel. Mi hermano, finalmente, me abraza y llora. Me mece de la misma forma como lo hacía cuando quería consolarme con su linda frase de no te preocupes, todo va a estar bien. Pero no la dice, o al menos ya no alcanzo a escucharla porque, para mí, va desapareciendo poco a poco el punzar rítmico del mundo.

 

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