la caracola

 

Milagros Román

 

(Ilustraciones: Pepe Gonzálvez)

 

 

 

Abrió el cajón de la cómoda y entre la ropa cuidadosamente ordenada, limpia y almidonada, reposaba el enorme caparazón nacarado de larguísimas y encorvadas puntas, agarrándose fuertemente sobre los pliegues perfectos de la sábana blanca.

Era extraña, hermosa, enigmática y precisa al mismo tiempo. La miré sorprendida sin poder apartar mis ojos de ella y robó mi atención desde el primer momento produciéndome una extraña mezcla de desagrado y temor. De inmediato, la voz de la anfitriona rompió el encanto.

-¿Te gusta?... Es para ti. Te la regalo.

-No- mi respuesta fue rotunda, tajante, pero procuré suavizarla rectificando la descortesía con la heroica negativa. Me prodigué en mil excusas que resultaron poco válidas para la receptora. Insistió de nuevo. Rápidamente la colocó entre mis manos y sin darme cuenta, me encontré acariciándola indecisa y expectante a la vez, como si lo hiciera con un animal a sabiendas de su posible ataque.

-No- dije de nuevo- es demasiado bonita para desprenderte de ella; no tienes que regalármela.

-¡Pero quiero hacerlo!- me dijo creyendo que me negaba por educación-no puedo evitar darte algo que te gusta, además tengo una buena colección. Llévatela, de todas ellas es la más bonita, la mejor.

Hasta que me despedí, no supe qué hacer con la caracola. La llevé a casa y la contemplé durante largo rato pensando, o mejor intuyendo, algún desagradable acontecimiento. Dentro de mí, funcionaba un resorte, alertado por el subconsciente, que me indicaba cierta prevención hacia su belleza; algo así como un  mal presentimiento, una mala vibración.

La dejé en el dormitorio, encima del tocador, muy cerca de la cama y cada noche, antes de dormir, mis ojos se desviaban hacia ella en un impulso casi necesario, para observarla. La miraba fijamente y me angustiaba, me desazonaba. Recelaba de esa forma caprichosa, enroscada e inútil, de sus afiladas puntas expuestas para el único placer de contemplar, en su día, la supuesta trampa mortal de contraataque. ¡Miradme! parecía decir desde su soledad, ¡miradme!, en situación de exigencia, no de sutil inocencia, como le ocurre a la rosa, que su secreto reside en que ignora su belleza a pesar de sus espinas.

Más tarde, repuesta ya del aturdimiento inicial de aquella tarde y analizando los hechos con la debida distancia, me deshice en consideraciones de todo tipo para conmigo misma: “aquello eran tonterías, puras supersticiones y nada malo podría ocurrirme por el hecho de tenerla cerca de mí, de ser mía”, pensaba para mis adentros tratando de ejercer una especie de autocontrol. Y es que sentía cono si el mar absorbiera mi cuerpo y me llevara dormida hasta el fondo, dejándome  atrapada en la arena y sin poder apenas respirar. Cada noche ese pensamiento me mantenía en vigía y me hacía reaccionar, alertada por un resorte inconsciente como de sonámbula, para tomarla entre mis manos y cambiarla automáticamente  a otro lugar más adecuado. Lo hice durante la primera noche que la tuve y lo volví a hacer durante las siguientes, muchas veces más. Después intentaba que las páginas de un libro me hipnotizaran con su lectura, pero era inútil; mis ojos la buscaban, la necesitaban, la presentían, la vigilaban allá donde se encontrara. Era una atracción mágica e indescriptible. Pensé devolverla a su dueña; tal vez pareciese un desprecio y busqué otro sitio mejor, sin duda, fuera de mi dormitorio, en la estantería del salón, por ejemplo, allá donde estuviese rodada de muchas cosas que disfrazaran su presencia y desviaran un poco mi atención obsesiva. Inútil. Mi memoria acudía a ella, la tenía presente, la adivinaba, la rozaba casi con mi mente estableciendo una vía eléctrica de entendimiento. Ejercía tal atracción de misterio, que necesitaba deslizar mis dedos entre sus pliegues perfectos, entre sus puntas afiladas, en la cavidad de sus labios entreabiertos, gigantes, resbaladizos de suavidad,  acercarla a mi oído y sentir por un momento el rumor de olas lejanas y serenas, como cuando la luna deja caer su brillo sobre el mar derramando esa tranquilidad misteriosa, aterradora, perversa, de quien es inaccesible, de quien no se deja fácilmente tocar; como esa finísima partícula que pertenece al viento.

                           

Pasaban los días y su presencia se hacía familiar entre los objetos de la casa. En la estantería de la biblioteca donde había sido colocada, destacaba como una gran estrella que brillara espléndida y majestuosa entre la frescura de las plantas, la sabiduría de los libros, las fotos, los recuerdos de familia, las figurillas de porcelana tan delicadas como ella, y una jarra de cristal repleta de flores naturales, cuyos pétalos caídos, emigraban a su lado pareciendo arroparla. No, no era un objeto cualquiera. Se imponía sobre todos los demás. La buscaba cada día y al acariciarla, tenía la sensación de que ella deseaba hablar, comunicarme algo desde esa boca desierta, vacía, deshabitada, ocupada quizá en otro tiempo por algún cangrejo ermitaño. Era como una obsesión. En medio de la noche se interrumpía mi sueño, y el primer pensamiento se lo ofrecía a modo de oración, en una letanía perenne de siseos, de plegaría sumergida entre mis labios. Me levantaba y acudía a su llamada. No. No era locura, no era mi imaginación. Era una llamada real, una cita a la que yo acudía sin vacilar, intentando descifrar la lectura imposible de extraños mensajes.

Pronto comencé a sentirme débil, mareada, con trastornos de sueño, apenas sin comer, sin hablar, con la voz apagada y las fuerzas ausentes y olvidadas para poder andar. Debía ir al hospital.  No dudé en permanecer siempre en casa, encerrada con ella por temor a que alguien pudiera tocarla, llevársela, apartarla de mi lado.

Mi estado empeoraba. Su influjo me hizo sentir fuertes nauseas y un dolor terrible se apoderó de mi cuerpo obligándome a postrarme en la cama definitivamente.

Dejé de observarla. No podía moverme, no podía volverme. Mis ojos estaban fijos, inmóviles, estáticos sobre la oscuridad de la alcoba. La cabeza en la almohada. Deliraba. Hablaba incongruentemente y en medio de la inconsciencia, la nombraba como una grave advertencia sentenciando mis presagios del principio:

-La caracola... la caracola –susurraba ininteligiblemente- la caracola..

Nadie entendía mis palabras creyéndome en el delirio, pero insistía en nombrarla, sabiendo que era la causa de mi extraña enfermedad. Rogué que la hiciesen desaparecer, que la alejasen de casa. Aquello era una batalla en que la muerte de una de las partes habría de librar. La muerte para mí o para ella. Las dos fuerzas misteriosas luchaban por establecer su poderosa energía y era evidente que ella, la caracola, se imponía sobre todas lo demás; absorbía mis fuerzas y con ellas, mi vida. Era preciso hacerla desaparecer; hacerlo de una vez, pero ¿dónde? ¿En la calle? ¿En un descampado? ¿En algún contenedor?... No. Devolverla al mar y que la arena del fondo enterrase para siempre su magnética armonía...

 

 

Así se hizo. No supe más. Una sirena de ambulancia sonó presurosa y estridente anunciando premuras. Las puertas del quirófano se abrieron batientes ante mí,  aleteando de urgencia, devoradoras como las olas de un mar rugiente, ávido de presas inocentes y fáciles.

En unos instantes comencé a caer por el túnel  del subconsciente. Mis labios lanzaban al aire su nombre sin cesar...“ la caracola... la caracola”...  sonando como una fatal advertencia.

La caracola era como el vaso comunicante donde se agitaban malignas energías, alimentándose de una vida elegida por puro azar.

Agonía y lucha. Durante cuatro horas se esperaba un desenlace fatal.     Supe que un despliegue de murciélagos afuera, anunciaba presagios de duelo topando contra el muro una y otra vez, para acertar por fin, con sus ojos ciegos, la cavidad del destino. Así había sido mi vida, un desasosiego. Pero el hilo que me conectaba al cielo, se rompía por momentos, para devolverme al lado de la tierra, ya sin amenazas. Por fin, las palabras del cirujano resonaron en mis oídos rotundas y lejanas haciéndome despertar de ese estado dulce de duermevela. El bisturí había recorrido mi cuerpo de arriba abajo y en el lado derecho, justo en el lado derecho, se albergaba el mal.

-Todo ha terminado- dijo el cirujano- Era una preciosidad.

-Ha dicho ¿preciosidad? –  susurré con esfuerzo.

-Sí, era una piedra caliza, con unas puntas tan largas como una estrella de mar. Debió dolerte mucho- aseguró el doctor- se agarraba a tus órganos hundiéndolas fieramente, como queriéndote devorar.

-¿Tal vez como una caracola? – pregunté tímidamente

-Sí – dijo el médico con rotundidad – exactamente como una caracola.

 

Me la mostraron. Estaba entre algodones. La miré relajadamente, sin rencor. Era menuda, como el retoño de un bello producto de mar, con púas afiladas y envolventes, pero por ahora, todavía inocentes.

                                     

Dormí toda la noche, serena, descansada, tranquila. Al día siguiente, pregunté por ella. Nadie sabía nada. Había desaparecido. No pudimos encontrarla.

Quizás estuviera en algún rincón, en algún contenedor, y es posible que junto a los desperdicios, destacara de tal manera, que una mano curiosa la quisiera rescatar prendada por su belleza, por su atracción irresistible. 

                                                   

 

Entonces,  la historia de la caracola... podría volver a empezar.

 

 

Del libro de cuentos “Para poner los pelos de punta”

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