BARAKA

 

José María de Montells y Galán

 

 

Cuando el Caudillo vio a don Miguel Montenegro y a su hijo, siguió hablando con el embajador e hizo que no se daba cuenta de que se aproximaban. Todos los 18 de Julio pasaba lo mismo. Aparecían en la recepción de La Granja para hacerse notar. Era Carmen quien los invitaba. A Franco no le caían bien. El hijo tenía un pase, pero el padre era insufrible. Empalagoso y adulador. Franco sabía que también picaba en Estoril, por si acaso. No le bastaba con el enchufe en FENOSA. Tenía que estar en todo.

-Este viene a por un ministerio, pensó. Se volvió para no saludarles, pero el chico apareció, untuoso. Buenas tardes, Excelencia, dijo. El Generalísimo no tuvo más remedio que interrumpir la conversación con el pelma del americano y contestar el saludo. Luego de estrecharles la mano, preguntó: -¿Han visto ya al Príncipe?- Los Montenegro entendieron la indirecta y se retiraron sin presentar batalla. Franco respiró tranquilo. Por esta vez, no le darían la tabarra. Luego despachó al embajador con un -Perdone Vuestra Excelencia, pero tengo que atender al Vicepresidente del Gobierno. Y se perdió en palacio.

La verdad es que esta fiestas le resultaban bastante pesadas. Una multitud de entusiastas y paniaguados deseaban entablar conversación para pedir algo. No les bastaba con las audiencias, las reuniones, el Consejo Nacional, tenían que venir aquí para martirizarle. Franco está algo cansado. Ha estado mucho rato de pie y se le ha hinchado la pierna derecha. De buena gana, llamaría al doctor Gil, pero ya sabe lo que va a decir: Mi General, debería dormir más.

Instalado en el saloncito verde, reclamó la presencia de Carrero que no tardó en acudir. Se cuadró, sin decir ni mu. Era de pocas palabras. Por eso le gustaba. El Almirante no daba el coñazo ni quería nada. Un hombre entero, leal, callado. Se fijó que llevaba un manchurrón de barro en el blanco impoluto del pantalón. Seguro que había pisado un charco.

-He visto al pelota de Montenegro. Ha venido con su hijo. Querrán una canonjía- dijo.

-Quieren que Vuestra Excelencia les invite a la próxima cacería. No me han dicho para qué- contestó el Almirante.

-Ni hablar del peluquín. Lo que me faltaba.

-Es posible que Montenegro quiera trasladarle algo de parte del Infante don Juan. Acaban de visitarle en Portugal.

-Montenegro miente más que habla. Todo lo que trae de parte del Infante, es lo que cree que yo quiero oír. Y eso no me sirve. Don Juan no le confía nada, porque habla mucho. Lo peor es que su hijo Pepe sale con mi nieta. Y Carmen está encantada. De esa familia, el único que vale es Portadei. Está loco, pero todo lo que dice va a Misa.

A Carrero Blanco se le nota que no sabe quién es Portadei, aunque no dice nada, por eso de que el que calla, otorga. Franco le mira. Conoce sus silencios. No tiene ni idea de quien es el vizconde de Portadei. Franco conoció al padre en El Ferrol. Buena persona. Carlista honesto. El hijo será como él, estos Sueyras son todos iguales. El Generalísimo no da más detalles. Dentro de dos o tres días, Carrero lo sabrá todo del actual vizconde de Portadei. Para eso tiene unos servicios secretos que funcionan a las mil maravillas. No le ha dicho que el vizconde acaba de escribirle.

El Caudillo sonríe levemente al rememorar la carta. Algo distante, pero respetuoso, Sueyras le informa de los extraños sucesos que han acontecido en la playa de Rodeira, en Cangas de Morrazo, con la muerte de una turista griega que ha resultado ser una supuesta amante del Infante don Juan. El vizconde lo atribuye todo a una intervención demoníaca. Estos carlistas recalcitrantes no pueden ver al hijo de Alfonso XIII. Y son capaces de inventarle cualquier cosa, hasta de connivencia con el mismo Lucifer.

En recuerdo de su padre, Franco le ha contestado de su puño y letra, agradeciéndole la confidencia y recomendándole sosiego, prudencia y discreción. Lo de la discreción se lo ha llevado por el patriotismo. Que si se supiera la verdad de la historia, sufriría toda la institución monárquica, y eso no lo pueden permitir los buenos patriotas. Le hará mella. Si se parece algo al viejo Portadei, será un sentimental.

El Almirante ha carraspeado ligeramente y Franco, vuelto a la realidad, se ha levantado renqueando del sillón, sin queja alguna y ha dicho, en un suspiro:

-Habrá que volver a los jardines. Nos esperan.

Nada más pisar el dintel de la puerta, el rostro fatigado del Generalísimo se ha transformado en una beatífica y relajada sonrisa. El Caudillo es consciente de que habrá fotógrafos. Por eso, antes de salir le ha pedido a Carrero que le abroche el cuello de la guerrera. Hay que cuidar los detalles. Hoy se ha puesto la laureada, nada más. Ni siquiera las miniaturas. El collar de la orden de Cristo que le concedió el Papa le atosiga un poco y en verano procura evitarlo. De todas maneras, los rojillos ya se encargarán de ponerle verde. Se figura el titular de Mundo Obrero: La momia de El Pardo engalanada para conmemorar la sublevación. Es igual. A saber como se pondría Líster, de estar en su pellejo.

Nadie se ha dado cuenta que Belial deambula por entre los invitados. Franco no tiene miedo al diablo. Vio su rostro en la guerra de Africa y le conoce bien. Sabe como torearle. Ajeno a la presencia de Belial, el Generalísimo se ha parado a charlar con Martín Villa. Aturdido por el súbito ataque de simpatía del General, por dar el cabezazo como Dios manda, el ministro pisa sin querer a Su Excelencia, que le taladra con la mirada. Musita un atolondrado Perdón, Excelencia y Franco, generoso, le tranquiliza. Para el Caudillo, es un tipo bien informado y, de vez en vez, acierta en sus diagnósticos. Arias Navarro se ha unido a la conversación y con Carrero Blanco, que seguía de cerca al Jefe del Estado, han formado un corrillo. Hablan del Príncipe.

Don Juan Carlos ha acudido a La Granja, sobre todo para sonsacar a Adolfo Suárez, un joven político del Movimiento, con quien ha congeniado y al que no ve desde hace tiempo, las últimas novedades. A Franco le parece bien la relación. Suárez es de toda confianza y su influencia puede ser beneficiosa para el Borbón. Un poco redicho, en todo caso, pero al Príncipe le sirve, porque contrasta la información que le pasa Carrero. Desde donde está, Franco observa el encuentro. Al poco se les pega el cargante de Montenegro y Franco tuerce el gesto.

-Ya está Montenegro metiendo la nariz donde no le llaman, dice por todo comentario mientras Arias asiente con la cabeza.

-Con permiso de Vuestra Excelencia, este don Miguel es una mosca cojonera, asevera el Almirante.

-Peor que eso, Carrero, peor que eso. Es un trepa. Contesta el Generalísimo.

Don Juan Carlos se ha dado cuenta que le miraban. Desde lejos, ha saludado con la mano y una amplia sonrisa. Franco, los ojos entornados, la mano derecha en el fajín, no se ha inmutado ni cuando su esposa se ha unido al grupo. Luego, ha visto como se armaba un revuelo cerca de Suárez y del Príncipe, y Montenegro propinaba un tremendo empellón a un camarero. El Borbón ha aguantado todo sin mover un músculo. Tiene buenas maneras. Como por arte de birli y birloque, han acudido dos guardias con boina roja, que se han llevado en volandas al sirviente. Muy poca gente se ha dado cuenta del incidente.

El coronel Pérez de Sevilla ha informado rápidamente al Jefe del Estado que gracias a don Miguel Montenegro se ha evitado un atentado. El camarero llevaba una pistola en el pantalón. El bulto fue lo que alarmó al invitado. El Generalísimo comprende que debe hacer de tripas, corazón. Montenegro no le gusta un pelo, pero ha tenido reflejos. Es menester reconocérselo.

-Querido Montenegro, se ha ganado Vd. mi agradecimiento permanente y alguna cacería que otra. La vida del Príncipe bien lo merece, dice en voz queda, mientras le abraza. Ni por un momento, Franco ha pensado que el atentado podía estar dirigido contra él. Belial, al fondo de la escena, cerca de la primera fuente, está que trina.

 

 

 

 

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