Los ictiones

 

Félix Morales Prado

 

 

         Aquella noche nublada de octubre, la ría, sumergida en la oscuridad, sólo se adivinaba por el chapoteo del agua en las maderas del muelle. En la taberna del portugués nada más que quedaba un pequeño grupo reunido en torno a una mesita verde sobre la que una rana azul de loza se comía un manojo de palillos de diente. Yo estaba inquieto. En medio del corro, un viejo con un ojo blanco contaba una extraña historia. Hablaba de unos seres con cuerpos como de hombres pero viscosos y con escamas y cabezas de pez. Los oyentes se burlaban de él y hacían bromas. Sin hacer caso, muy serio, mirando no se sabía qué con aquel ojo sin mirada, el viejo continuaba hablando. Afuera, la noche parecía hacerle eco.

         -Viven en el fondo de la ría. Están ahí, bajo el muelle, en las pozas, agarrados a las potalas. Y cuando todos dormimos, suben a tierra y devoran a la gente, que desaparece para siempre.

         -¿Y desde cuando pasa eso? -dijo uno dándole con el codo y guiñándole un ojo a su vecino- porque aquí, que sepamos, hace mucho que no desaparece nadie. Sólo, hace tres años, la Amparito. Pero esa ya sabemos por qué desapareció y dónde está.

         La Amparito era la mujer del viejo, que había cometido el error de casarse con una muchacha mucho más joven que él. Todos se rieron.

         -Eso pasa desde siempre -dijo el tuerto enronqueciendo la voz- y sigue pasando. Los ictiones ocupan el cuerpo de los que devoran. Se los comen entrando por sus orejas y se quedan dentro. Algunos de vosotros, a lo mejor todos, añadió casi susurrando, no sois los que parece que sois.

         El grupo se deshizo en carcajadas.

         -Estás loco, viejo -dijo alguien-, bebes mucho aguardiente.

 

         Salí a la oscuridad con el ánimo temblando. Sólo pensaba en alejarme rápido del agua. Caminé de prisa por la calle flanqueada de moreras. La brisa hacía sisear las hojas de los árboles y aquel ruido suave se mezclaba en mi cabeza con la idea del chancleteo de unos enormes pies mojados que me perseguían. No sé cómo pude vencer el miedo que me paralizaba y echar a correr.

         Aquella noche no dormí bien. En mis pesadillas, mi padre, con cabeza de pez, me pegaba con una vara de avellano mientras que por el fango de la orilla se arrastraban hacia el pueblo cientos, miles, de ictiones.

         Durante mucho tiempo no olvidé a aquellos monstruos de los que había hablado el viejo del ojo blanco. Me preguntaba quiénes serían ictiones en el pueblo y si habría alguno en mi familia. Me dije que tal vez se les podría reconocer por algo, por alguna señal que llevasen y que los diferenciara de las personas normales. Pensé en preguntárselo al viejo y volví varias veces a la taberna. Sólo lo vi otra vez, pero no me atreví a hablarle. Estaba muy borracho, dormitando sobre un velador de mármol. Me quedé en la puerta, mirándolo y dudando si acercarme.

         -¿Tú qué haces ahí? -me dijo el portugués-. Anda, vete a jugar.

         No volví a verlo nunca.

         A la mañana siguiente, cuando iba a la escuela, hacía mucho viento. Me acerqué a un eucalipto y arranqué un trocito de corteza del tronco, un trocito rectangular y como mi mano de largo. Cogí un palito y atravesé con él por el centro el trozo de corteza, como si fuera las aspas de un molino o una hélice. El palito era el eje. Lo agarré con el dedo pulgar y el índice y corrí contra el viento. La hélice giraba y giraba y yo corría más y más y me parecía que iba volando en un aeroplano. Así no me cansaba el camino, porque iba volando de verdad, como en los sueños.

         El maestro escribió en la pizarra la lección del día y también hizo un dibujo de lo que había escrito. Con tizas de colores. Viriato, que era un pastor lusitano. Y lo copiábamos todo en nuestros cuadernos.

         Cuando me acerqué a entregar el trabajo, percibí por aquí y por allá un insistente olor a pescado que me daba miedo. Hoy me río de los temores de aquel niño que fui y que temblaba como un ignorante ante la idea de que nuestra especie dominase el mundo.

SUMARIO