NEUROGEN

 

Emilio Morales Prado

 

 

 

¿Nunca te has encontrado de repente con un tipo muy raro que te mira fijamente en la calle, en un bar, en el autobús? Seguro que sí, y también sabes lo incómodo que puede uno llegar a sentirse en semejante situación. Piensas enseguida que se trata de un demente, si no peligroso al menos pesado, alguien que te pedirá dinero o te dará la mañana persiguiéndote y tratando de contarte no se sabe qué increíble historia, en el momento en que tengas la debilidad de ceder a su mirada, esa mirada que te acosa, que te inquieta, que te asusta. Por eso tratas de fingir que no te has dado cuenta, de ignorar la avidez de aquellos ojos tras de los cuales percibes la sonrisa sin alma de un loco, la frialdad impía de un psicópata, el cálculo desesperado de alguno que ya se atreve a cualquier cosa con tal de obtener una monedas. Vaya usted a saber. Bajas la mirada o finges concentrarte en alguna cosa cercana, silbas, hablas con tu acompañante o miras el paisaje, en fin te haces el loco para evitar que el loco pueda hacerse contigo.

 

Pues hoy me ha ocurrido a mí, pero no ha sido como tantas veces. Quiero decir que en otras ocasiones he conseguido desembarazarme de la molesta mirada para continuar tejiendo mi tela cotidiana de problemas insensatos. Hoy ha sido diferente.

 

Había tomado el autobús para ir al centro, y tuve la suerte de que hubiese pocos viajeros, de manera que encontré un asiento libre. Mi asiento era uno de esos que lleva otro enfrente, de manera que los dos pasajeros se miran directamente a la cara, pero siendo personas bien educadas, sólo se lanzan miradas fugaces que nada tienen de temibles ni de provocadoras. En esta ocasión sin embargo no había nadie en el asiento que estaba frente a mí.

 

De repente, y sin saber cómo, me doy cuenta de que en aquel asiento aparentemente vacío está sentado un curioso personaje. No lo había visto llegar ni sentarse, ni tampoco había reparado en él con anterioridad, pero lo cierto es que estaba allí sentado y mirándome fijamente con una sonrisa artificial que daba escalofríos. Traté de hacerme el distraído mirando hacia otra parte, y cuando inevitablemente volví a encontrarme con su mirada fija parecía algo más concreto, como si la imagen que antes yo había percibido fuese bastante más desvaída que la que ahora estaba viendo; de hecho, esta sensación fue aumentando en los minutos siguientes. Recuerdo que a mi mente llegó nítidamente una idea: “se está materializando”, pero de inmediato la deseché por absurda.

 

Mientras yo, cada vez más incómodo y -¿porqué no decirlo?- asustado, trataba de mirar a cualquier sitio que no fueran aquellos ojos insolentes, más y más interesado en mí parecía el personaje. En un momento dado dijo mi nombre. Creí que se trataba de una alucinación auditiva propiciada por la tensión, y redoblé mi intento de sustraerme a su mirada.

-No tengas miedo, hombre- dijo.

Lo miré directamente y pregunté:

-¿Me habla a mí?

Él, sin abandonar ni por un momento la sonrisa de plástico, contestó:

-Pues claro, ¿a quién si no?

Ahora estaba percibiendo con claridad su rostro: el óvalo era alargado y el cráneo grande, tocado con una especie de gorrito parecido a los que usan los montañeros aunque de algún material bastante más consistente, que tapaba también las orejas. Me recordó algunos grabados del Tíbet que había visto en mi juventud. Los ojos enormes, de mirada hipnótica, parecían haber hecho presa en alguna parte de mi interior. La boca era pequeña, y sonreía de un modo extraño y fijo que me inquietaba.

-Perdón, ¿nos conocemos?- le dije con todo el hielo de que fui capaz.

-Todavía no. Pero sé lo que estás pensando.

El autobús se había ido llenando en las sucesivas paradas y eso fue lo único que me impidió salir corriendo inmediatamente. Bueno, eso y una extraña fuerza que parecía tenerme pegado al asiento.

-¿Quieres que te lo diga?- insistió.

-No gracias, lo que estoy pensando es cosa mía.

 

Esto último pareció hacerle mucha gracia y comenzó a reírse convulsivamente. Lo veía desdoblarse una y otra vez como esas imágenes cinematográficas en las que cuando alguien se mueve va dejando tras de sí una especie de huella de manera que parece que hay muchos iguales, pero en esta ocasión de forma espasmódica, es decir, que cada vez que tenía un espasmo de risa, varias figuras semejantes a él, aunque menos nítidas, parecían salir despedidas a su alrededor. Yo estaba estupefacto:

-¿Qué te parece?

-¡Qué gracioso!

-Cosa suya dice.

-¿En qué está pensando esta gente?

-Ja ja ja ja

-Je je je je

-Bueno, déjalo ya a ver si lo vamos a enfadar.

Todo esto lo decía él solo, o tal vez las distintas figuras, mientras se convulsionaba del modo que acabo de explicar. Finalmente pareció calmarse y volvió a mirarme sonriente:

-Como quieras. ¿Adónde vas?

-No es cosa suya- respondí indignado.

-En eso te equivocas –dijo sin perder la sonrisa. Entonces me di cuenta de que al hablar no movía los labios, pese a lo cual yo percibía lo que él me decía como si lo oyese. El comprobar este hecho me hizo entrar en tal estado de pánico que estuve a punto de desmayarme.

-Por favor –creo le dije- déjeme en paz.

-Ahora mismo -respondió él, y extendió un dedo en dirección a mi cabeza.

Percibí un sonido sordo, como si surgiese de un diapasón de madera, y casi instantáneamente recuperé mi aplomo. De hecho me sentía mucho más relajado y feliz de lo que lo había estado jamás. Todas mis dudas, todas mis preocupaciones, todos mis prejuicios, parecían haberse esfumado como por ensalmo.

-Puesto que ya estás en paz –había satisfacción en su voz- te diré adónde crees que vas y adónde vas a ir en realidad.

Yo estaba encantado. Ya no percibía contradicción alguna en el hecho de escucharlo sin que moviese los labios; más bien percibía el flujo de su pensamiento y el modo en que yo lo podía captar en un espacio indefinible para llevarlo directamente a mi cerebro. Todo parecía de lo más natural. Él seguía hablando:

-Crees que vas a la oficina de Correos.

-¡Bingo! –dije yo entusiasmado- Eres un auténtico mago.

Su sonrisa empezó a cobrar una forma más natural.

-Pero en realidad vas a otra parte.

-¿A qué otra parte? -pregunté con lo poco que aún me quedaba de mi sentido común habitual.

-¿Pues a qué otra parte ha de ser? -contestó él convincente- ¡A otra parte!

-Ah ya entiendo -musité retornando a mi feliz abandono- por supuesto, a otra parte.

No bien lo hube dicho cuando me encontré junto a mi nuevo amigo en un extraño paraje, una especie de desierto de un extraordinario color anaranjado pálido. He dicho desierto pero más bien se trataba de un lugar indescriptible; no es que no hubiese vegetación o que hubiese una vegetación específica, como ocurre en los desiertos, ni que hubiese una gran extensión de arena, o que hiciese calor, ni nada de eso que ocurre en los desiertos. Si lo he llamado desierto es más bien porque no había nada; ninguna de las cosas que nos permiten caracterizar un lugar se encontraban allí, de hecho era imposible decir dónde estábamos. Sin embargo yo sabía que estábamos en otra parte y que esa otra parte me hacía sentir muy cómodo y feliz.

 

Como digo, allí, salvo la imagen inestable de mi nuevo amigo, no podía percibir nada, pero si miraba hacia mi interior entonces algo cambiaba y lo percibía todo: grandiosos pensamientos de comprensión de mí mismo y del mundo, sensaciones infinitas para ser vividas una por una o todas a la vez, diversas emociones entre las que destacaba la mera emoción de la existencia, capaz de dar sentido a mil vidas si se viviesen. Todo un mundo en el que podía moverme con plenas convicción e intensidad, tan sólo comparables a las de algunos raros sueños privilegiados. Pero aquí todo era real, mucho más real que la vida corriente.

 

Después de un tiempo indefinido, un pensamiento extraño, como una onda sinuosa de color azul penetró en mi mundo interior. Era el pensamiento de mi amigo, y yo escuché con claridad cómo me decía:

-Tenemos que seguir.

Emergí de mi interior y de nuevo me lo encontré allí sentado en aquella nada de color tan hermoso. Sin dejar de tener el aspecto con el que yo lo había visto por primera vez en el autobús, su rostro había adquirido definitivamente una expresión más natural y toda su figura se había tornado traslúcida sin perder por ello presencia ni verosimilitud. Merced a esa translucidez podía yo percibir una permanente agitación en su interior, una evocación de innumerables presencias concertadas.

-Veo que ya me ves -dijo satisfecho.

-Pero aún no sé cómo te llamas.

-Muy pronto comprenderás qué poca importancia tiene eso, pero si quieres llamarme por un nombre, elígelo tú mismo.

-Entonces te llamaré Treintitrés.

-No vas descaminado –contestó divertido- pero en realidad te quedas corto.

-¿Corto? Te llamaré Treintitrés porque ese es el número del autobús en el que te encontré.

-Me pareció que era otro el motivo.

-Pero bueno, ¿tú no podías leer mis pensamientos?

Esto le hizo mucha gracia y volvió a reírse a carcajadas. Mientras se reía se desprendieron de él con toda claridad una infinidad de personajes idénticos que se desparramaron en todas direcciones para volver finalmente a componer una sola figura.

Yo también me reí de buena gana, aunque permanecí de una sola pieza.

 

-Bueno hay que salir ya.

-¿Vamos a otro lugar? –pregunté yo expectante.

-No exactamente; en realidad ya estamos en otro lugar.

Esto me hizo volver a reír sin que pudiese explicar el motivo de mi risa.

-El estar en otro lugar –aclaró Treintitrés- tiene sus ventajas y sus inconvenientes. El inconveniente principal es que ya no puedes ir a “otro” lugar puesto que estás en él. La ventaja es que se abren muchos nuevos caminos. El camino que nosotros vamos a elegir en esta ocasión te hará perder el tiempo y por consiguiente la memoria.

Me asusté bastante al oír eso, y el miedo me produjo una especie de mareo. Sentí que estaba cayendo y percibí ruidos extraños, como de puertas hidráulicas abriéndose o cerrándose, de cláxones y de voces. En ese momento alguien puso un dedo en mi cabeza, volví a escuchar el diapasón de madera, y de repente estaba de nuevo en el desierto anaranjado. El dedo de Treintitrés presionaba mi frente.

-Eso es lo que tiene el miedo –me decía suavemente-, que nos hace ir hacia atrás. No vuelvas a asustarte porque no sé si podré traerte de nuevo.

Comprendí lo que había pasado y me sentí infinitamente agradecido a Treintitrés por su ayuda.

-Ése es otro de los caminos que puedes tomar desde aquí, y ciertamente deberás tomarlo llegado el momento, pero no por miedo; y no antes de que hagas lo que has venido a hacer. Bueno, basta de charla. Perdamos el tiempo.

 

Sólo puedo decir que perdí la conciencia de ser yo, lo que tanto temía, y al perderla obtuve la conciencia de todas las cosas, la conciencia de todos los seres, sentí cómo me expandía vertiginosamente, pero esa no era una expansión que ocurriese en el exterior, ni tampoco en mi interior, no era una expansión de “algo” sino que el “algo” era la expansión en sí misma. Sea como fuere, todas las circunstancias que habían definido mi vida fueron olvidadas pero no con la conciencia de haber olvidado algo; era más bien como si nunca hubiesen existido. No era como esas veces en las que uno no recuerda algo y una especie de tensión, que puede llegar a la angustia, va creciendo y creciendo en su interior en tanto no lo recuerda, ni tampoco como esas otras veces que te despiertas en medio de la noche, vacío en lo más profundo de ti mismo, sin poder recordar ni quién eres ni dónde estás, pero con la clara sensación de que hay algo que recordar y de que ese recuerdo es vital y perentorio. Aquel no recordar era completamente diferente, estaba pleno de sentido; era más bien como si todo el tiempo se hubiese reducido a un solo momento, próximo y asequible, infinitamente ancho, y por lo tanto, todo lo que depende del estrecho pasillo del tiempo, como la memoria o la personalidad, fuese innecesario. Por eso, pese a no tener yo una conciencia personal, ni recuerdos, no los echaba de menos, al contrario, me encontraba en tal estado de plenitud que cualquiera de esas cosas sólo hubiesen servido para enturbiarlo. Oí una voz en mi interior:

-Ya eres nosotros.

Algo en mí trató de recurrir a lo que llamo intelecto para tratar de reconocer aquella voz y su significado. Cuestión de hábito, supongo.

-No lo intentes siquiera –me advirtió la voz.

Entonces me dejé llevar por la existencia y me reconocí como parte de Treintitrés, aunque no de manera definitiva. Yo era Treintitrés y podía ser cualquier otra cosa. Era Treintitrés porque tenía que cumplir un cometido concreto.

-Queremos- dijo la voz- que percibas la vida y la historia de nuestra especie. Ahora careces de esa enojosa facultad de la memoria, pero todo lo que percibas aquí lo recordarás luego cuando la recuperes.

 

Algo en mi interior disfrutaba de aquella concertación de contradicciones. Tuve la sensación de que iba a reír, pero no lo hice sino que me convertí en una sonrisa o más exactamente fue mi barriga la que se convirtió en una sonrisa que finalmente me engulló. Me miré a mí mismo y vi a Treintitrés que en realidad eran miles; todos eran la sonrisa de mi barriga.

 

En un instante lo vi todo y lo supe todo en relación a la especie de Treintitrés (mi especie por el momento). Vivían en un Universo paralelo en el que la materia es más improbable. La vida no está basada en el carbono (el cual allí nunca llegó a formarse) sino en el helio. Percibía infinidad de conocimientos en simultáneo sobre aquella forma de vida, conocimientos que me penetraban sin la menor formulación afectando aparentemente más a mi estado de ánimo que a mi inteligencia, y habría podido permanecer allí indefinidamente, con aquella sensación de saber ilimitado transformándome, cuando la voz de Treintitrés dijo dentro de mí:

-Como es la primera vez que hacemos esto, creo que se nos ha olvidado un detalle.

-¿Qué?- pregunté yo,  asimismo dentro de mí.

-Pues creo que del modo en que estás recibiendo el conocimiento sobre nuestra especie, vas a experimentar grandes cambios en tu propia forma de ver las cosas cuando vuelvas a tu mundo, pero mucho me temo que no podrás recordar lo que hayas aprendido aquí más que en la forma de percepciones difusas que posiblemente confundirás con sueños o alucinaciones.

No supe qué contestar, y a decir verdad me encontraba tan bien que la cosa no terminaba de importarme un bledo. No obstante, en la medida en que participaba de la naturaleza de Treintitrés me di cuenta de lo que quería decir: mi mente lógica y discursiva necesitaría de un material que pudiese procesar una vez que recuperase la memoria; y aquel conocimiento infuso que estaba recibiendo no era el más adecuado.

-Por consiguiente –concluyó Treintitrés- haremos que recuperes parte de tu modo habitual de procesar los datos y también tu curiosidad; creo que esto último será bastante útil.

 

Inmediatamente, sin perder el modo global de percibir y percibirme al que había accedido en virtud de las artes de mi amigo, ni tampoco la enorme paz que aquello me aportaba, me encontré muy interesado formulándome preguntas sobre todo lo que estaba conociendo, e intrigado por saber más de cada cosa, por volverla más comprensible y explicable.

 

-Así me gusta más -dijo Treintitrés en mi barriga- lo que me hizo reír otra vez a carcajadas.

Una vez que me hube calmado, y todos volvimos a un solo lugar, me preguntó:

-¿Prefieres que comencemos por algo en concreto?

-Efectivamente –dije yo- hay algo que me intriga especialmente, y es esto de que seas muchos a la vez.

-Como todos los de tu especie te gusta comenzar las cosas por el final, pero puesto que es lo que más te interesa, voy a complacerte. Soy muchos porque soy el resultado de un proceso evolutivo clonal que se completa cuando tenemos la edad de mil años.

-¿Mil años? –dijo un sobresalto en mi interior.

-Bueno, es un decir, y mucho más ahora que el tiempo no tiene importancia alguna para mí. Decimos que una generación tiene mil años cuando ha alcanzado su capacidad de fusión, pero esto puede ocurrir a los quinientos años o a los diez mil, y una vez alcanzada, el tiempo no cuenta.

 

-¿Y antes de eso?

-Es mejor que lo veas por ti mismo –dijo Treintitrés.

Me encontré entonces en medio de lo que parecía ser una ciudad en la que mucha gente, de un aspecto muy parecido al de Treintitrés pero de consistencia más material, iba y venía por las calles. Tuve la sensación de que no me veían e incluso de que me atravesaban al caminar produciéndome una sensación que nunca antes había experimentado y que aún ahora me resulta muy difícil describir. He dicho sensación pero debí decir sensaciones porque mientras algunos me producían algo comparable al desagrado e  incluso la náusea, otros sin embargo me transmitían cosas muy diferentes tales como amor, impaciencia, tristeza, alegría, interés por esto o por aquello, o más bien sensaciones o sentimientos comparables a tales.

-Ya te has dado cuenta de que no nos ven –susurró Treintitrés.

-Sí –contesté yo también en un susurro- pero, ¿por qué bajamos el tono?

-Porque algunos de ellos pueden percibir nuestros pensamientos.

-¿Muchos? –pregunté intrigado.

-No, sólo algunos, en realidad pocos; pero a veces se asustan, otras veces pretenden fundar una religión o explotar una consulta esotérica, en fin malos ejemplos. Es mejor bajar el tono.

 

Paseamos durante un rato por las calles atestadas de gente, dejándome impregnar de sus sentimientos, de sus pensamientos, de sus afanes, hasta que finalmente me sentí por completo imbuido de su modo de ser que, debo decir, se parecía enormemente al nuestro. Cuando Treintitrés se dio cuenta de mi conclusión, me dijo relajado y siempre en el susurro que utilizaba cuando estaba en presencia de aquella gente:

-Pues bien, esto es Elda.

-¿Así se llama la ciudad?

Mi amigo sonrió con una leve sacudida de todo nuestro ser.

-La ciudad, el planeta, la dimensión, la realidad, ¿cómo prefieres llamarlo?

-¿El planeta te parece bien?

-Me parece bien siempre y cuando tú no te lo creas.

-¿Entonces no sois extraterrestres?- pregunté sabiendo de antemano cuál sería la respuesta.

Treintitrés tuvo tal ataque de risa que salimos todos despedidos a varios kilómetros de distancia. Por un momento me sentí perdido en un espacio vacío y supe que podría sobrevenirme el pánico. Imaginé el sonido del diapasón de madera e inmediatamente recuperé la calma más absoluta, me relajé en mi interior y acto seguido me encontré de nuevo en la conciencia y la existencia de Treintitrés.

Oí lo que parecían aplausos y la voz de Treintitrés que en tono festivo me decía:

-Bravo, lo has hecho muy bien. Ahora ya eres auténticamente una infinitésima parte del clon eldiano Treintitrés.

-Gracias –repuse complacido- Y gracias por adoptar el nombre que yo os puse.

-Presuntuoso, como todos los de tu especie. Clon eldiano Treintitrés es nuestro código de identificación. Tú le llamas nombre, y esa es toda tu originalidad.

-Pero yo creía que os lo había puesto porque te conocí en el autobús de la línea 33.

-Así es. Para acceder necesitábamos un código imborrable, y ese número forma parte de nuestra naturaleza común. Al mismo tiempo, observamos que ese número en tu mundo se repetía y que estaba continuamente en movimiento, lo que permitía multiplicar las puertas dimensionales. Y por si faltaba algo había disponibilidad de asientos, lo que hacía posible que nuestro contacto, es decir tú, estuviese sentado durante la transferencia. En fin, ese autobús reunía todos los requisitos.

-Vaya –dije intrigado-, ¿y cómo es que a mí se me ocurrió llamaros así?

Se hizo un gran silencio en mi interior seguido de una carcajada mayor que todas las anteriores. Salí despedido en lo que me pareció un espacio infinito pero esta vez no me sentí separado del resto de mí mismo, o de Treintitrés que para el caso era entonces lo mismo. Me reí a través de incontables esferas indescriptibles, completamente en paz, con la clara conciencia de que aquella realidad inmensa en la que fácilmente podría perderme y ser aniquilado no constituía la menor amenaza porque perderse y ser aniquilada son las condiciones por las que la conciencia individual accede eternamente a sí misma y a los fines que ella misma se ha propuesto. “Amigo Espacio” recuerdo que pensé en claras resonancias franciscanas que retornaban desde algún remoto lugar de ni niñez, “amigo Infinito”, mientras mi risa, mi felicidad y mi descuido se alimentaban entre sí.

 

-¡Llamada al orden! –resonó más que dijo una voz impersonal.

-Es la voz del Clon –dijo Treintitrés.

-¿Pero el Clon no somos todos? –pregunté sorprendido.

-Sí, pero cuando se apela a la norma absoluta habla la voz del Clon y suena como la has oído.

-Bastante cavernosa –comenté.

-Bueno, sí.

-¿Porqué ha llamado al orden?

-Porque según la norma absoluta, hay que huir de los excesos. Y tú te has excedido o más bien has estado a punto de excederte.

-¿?

-Es que disfrutas demasiado. Eso no es bueno para el equilibrio del Clon.

De nuevo sentí ganas de reír pero me contuve.

-Complacido -resonó la voz del Clon.

-Veo que vas aprendiendo –dijo Treintitrés con un toque de malicia.

 

Dada mi proverbial tozudez volví entonces por mis fueros:

-Bueno, si Elda no es un planeta, ¿entonces qué es?

-Puesto que tienes tanta necesidad de definiciones te sugiero que dejes eso para más adelante y lo decidas tú mismo cuando hayas vuelto.

Me pareció bien lo que Treintitrés me proponía y pospuse la cuestión de saber qué era Elda, si otra realidad, otra ciudad, otra dimensión, en fin, cualquier otra cosa. Debo decir sin embargo que jamás fui capaz de dar respuesta a esa pregunta porque puede ser cualquiera de esas cosas  o ninguna, como comprenderás si continúas leyendo mi relato.

 

Estábamos de nuevo en medio del intenso fluir de las calles de Elda. Treintitrés me hizo reparar en que mientras algunos de los transeúntes iban caminando de un modo similar al nuestro, otros parecían deslizarse a poca altura del suelo como si fuesen transportados por algún vehículo invisible. Prestando más atención y a medida que me iba habituando a las características del lugar y de la nueva naturaleza con la que había sido investido, comencé a darme cuenta de que efectivamente viajaban en unos vehículos, no exactamente invisibles sino más bien transparentes que parecían constituidos por una especie de plasma por el que circulaba otra sustancia más fluida y dotada de un brillo singular. Los que así iban no movían los brazos ni las piernas como hacemos nosotros al conducir vehículos. Mi amigo me aclaró enseguida que esto no era necesario porque los mecanismos respondían inmediatamente a su voluntad. Me dijo también que ese fluido brillante que circulaba por el interior de las extrañas máquinas era neurogén puro. Por supuesto, quise que me explicara qué era eso del neurogén.

 

Al instante nos encontramos en un lugar despoblado, algo parecido a nuestros campos, en medio de una densa vegetación que parecía muy interesada en nosotros.

-Oye Treintitrés, ¿es cosa mía o estas plantas nos miran?

-Nos miran, ciertamente. Son plantas inteligentes.

A nuestro alrededor se extendía una superficie ilimitada poblada de las mismas plantas. Eran parecidas aunque lejanamente a nuestros cactos con la peculiaridad de que poseían unos penachos que recordaban en cierto modo al bambú.

-Esta es una colonia de epistas. Toda la vida en nuestro planeta así como toda nuestra civilización y nuestra tecnología, están basadas en la epista.

-¿Os las coméis? –pregunté ingenuamente.

Un temblor de espanto se extendió como una descarga eléctrica por toda la colonia.

-No hombre –se apresuró a decir Treintitrés.

-Imprudencia –sonó la cavernosa voz del Clon.

-Lo siento –dije bastante avergonzado.

-Tranquilo –dijo Treintitrés- las epistas tienen poca memoria.

Y efectivamente, de nuevo parecían sosegadas y tan interesadas en nosotros como cuando llegamos.

-¿Cómo os servís de ellas entonces?

-Lo que aprovechamos es el neurogén. Las epistas tienen, a diferencia de otras plantas, un gen neural que es lo que las hace inteligentes. Su inteligencia no es gran cosa (al decir esto bajó ostensiblemente el tono de su comunicación), pero al tratarse de plantas es extraordinario. Lo más curioso de las epistas es que su estructura tiene una materialidad muy sutil hasta el punto de que cuando mueren se esfuman literalmente en el aire, quedando en el lugar en el que estuvo la colonia, una substancia brillante, que tú ya has visto en nuestros vehículos, que impregna el suelo formando incluso pequeñas lagunas; es el neurogén.

 

Miré al suelo tratando de descubrir algún rastro de lo que Treintitrés me estaba diciendo. Las epistas parecían seguir mi mirada con su aparente gran interés por todo.

 

-No encontrarás neurogén aquí puesto que esta colonia está viva. Todo lo más lo podrás adivinar de manera difusa en las epistas pues es lo que da a la colonia esa luminiscencia que posee. Las epistas nacen en colonias todas a la vez y mueren también todas a la vez después de lo que vosotros consideraríais miles de años. Al morir dejan esas lagunas de neurogén que los habitantes de Elda buscan ávidamente.

 

-¿Es el combustible de sus vehículos?

-No sólo eso, realmente lo es todo para ellos, se alimentan de él, con él construyen casi todos los objetos que utilizan incluyendo su ropa, como elemento de cambio es más valioso que cualquier moneda debido al hecho de que nunca se sabe si se van a encontrar nuevos yacimientos o cuánto durarán los que se conocen.

 

Nos habíamos ido alejando de la colonia de epistas y atravesábamos un desierto muy parecido, esta vez sí, a los de la Tierra. Por todas partes podíamos ver extrañas construcciones constituidas por una cúpula plateada de la que emergían tres largos vástagos más oscuros que parecían desvanecerse en el aire a gran altura. Respondiendo a mi mirada Treintitrés me explicó:

-Son prospecciones de neurogén. Cuando las lagunas de neurogén que dejan las colonias de epista al morir no son halladas inmediatamente, van quedando cubiertas por la arena y, dada la gran densidad de la sustancia, se entierran cada vez más, milenio tras milenio, de modo que hay que perforar pozos a menudo muy profundos para obtenerlo. En Elda, el poder político, económico y social depende de la posesión de yacimientos de neurogén. Los distintos grupos se pelean por explotar esos yacimientos, o intentan engañar a los nativos de los desiertos para que se los vendan a bajo precio.

-Vaya –dije sorprendido-, yo creía que aquí la gente no se peleaba.

-Pues en eso te equivocas; el neurogén ha provocado bastantes guerras en Elda.

-¿Tú también te peleas, Treintitrés? –pregunté con cierta sorna.

-Lo hicimos, ciertamente.

Hizo una larga pausa y añadió reflexivo:

-En nuestra juventud.

En mi barriga percibí un clamor susurrado de comentarios y evocaciones.

Ahora sí que no entendía nada en absoluto. Mi amigo se hizo cargo y procedió a darme las oportunas explicaciones:

-Cada una de las generaciones de Elda constituye un clon. Más que generación, cada clon es lo que vosotros llamaríais una humanidad. Infinidad de individuos que tratan de sobrevivir y reconocerse a sí mismos. Según sus afinidades se dividen en grupos llamados subclones o infraclones, que equivalen a lo que vosotros llamarías estados, naciones, culturas, tribus, familias, mafias, bandas, en fin los hay de muchas clases. Luchan entre sí por el neurogén y por el control del neurogén, es decir por el poder; y por supuesto, lo hacen de muchas formas. A medida que un clon madura, sus individuos van refinando las formas en las que luchan por el poder, porque en diversa medida, cada subclón, mejora la calidad de sus conocimientos gracias al neurogén del que se alimenta y en esa medida va construyendo armas progresivamente más potentes y sofisticadas para conseguir más neurogén. Con diferencias puramente circunstanciales, ocurre en cada clon que uno o varios de los subclones consigue desarrollar un arma inteligentísima, la neuroarma, con la que pueden, si lo desean, eliminar a sus enemigos y hacerse definitivamente con el control de todo el neurogén. ¿Y sabes qué ocurre entonces?

-¿Qué ocurre? –dije intrigado.

-Pues depende. Siempre existen individuos más inteligentes que se dan cuenta de una peculiaridad de la neuroarma, y es que, siendo inteligente, se vuelve autónoma y es capaz de actuar por sí misma. A la neuroarma le ocurre como a la epista, su inteligencia no es gran cosa pero es la suficiente como para darse cuenta de que la han utilizado mal y esto la hace volverse ciegamente contra aquellos que la han utilizado.

-¿Y eso ha ocurrido?

-Por supuesto –dijo Treintitrés-, muchas veces. En fin, como te decía, en cada clon existen individuos que se dan cuenta de esta peculiaridad y advierten de ello a los demás.

-Les harán caso –dije yo expectante.

-Precisamente no. Al menos no la mayor parte de las veces. La ambición y el deseo de neurogén es mucho más fuerte que la prudencia, de manera que en la mayor parte de los clones de Elda hubo subclones que intentaron eliminar a la competencia con la neuroarma. En todos esos casos, después de la masacre, la neuroarma se volvió contra aquellos que la habían creado y el clon resultó exterminado.

-¿Eso ha ocurrido muchas veces? –yo no podía terminar de creérmelo.

-Muchísimas –dijo Treintitrés- pero no podemos saber cuántas porque no se lleva cuenta de los clones exterminados sino sólo de aquellos que llegan a su madurez.

-O sea que hay clones que no son exterminados.

-Vas entendiendo.

-¿Muchos?

-Según se mire. Hasta el momento nosotros somos el último.

-¿Treintitrés?

-Dime –contestó Treintitrés bromeando.

-Quiero decir... –traté de protestar yo.

-Ya lo sé hombre –me interrumpió mi amigo-, efectivamente ése es el número.

-¿Y cuántas se  han destruido?

-Imposible saberlo. Miles, tal vez millones. Pero en realidad yo sólo puedo hablarte de lo que conozco, que es lo que ha sucedido con los clones desde que el nuestro maduró.

-¿Y cuándo fue eso?

-Hace muchísimo de tu tiempo. Posiblemente el planeta Tierra aún no existía.

Quedé anonadado.

-Pero no te preocupes –dijo Treintitrés al percibir mi turbación- ya sabes que nosotros perdemos el tiempo a voluntad, de manera que todo ese tiempo que a ti te parece interminable no nos impacienta ni nos hace sufrir lo más mínimo. Sin embargo, antes de madurar sí que hubo momentos de impaciencia. Pero en fin, eso ya quedó atrás.

-¿Cómo era tu clon antes de madurar?

-Pues como todos, más o menos. Nos afanábamos por conseguir la mayor cantidad posible de neurogén. Mi subclón fue el primero de todos en fabricar la neuroarma y, después de las primeras pruebas, un científico llamado Trebal se dio cuenta del peligro que ésta suponía si se utilizaba mal. Nuestra fortuna fue que ese científico tenía mucho prestigio en el clon porque era un individuo de gran prestancia psíquica, y los gobernantes de mi subclón (que era la facción dominante por entonces) le hicimos caso. Entonces pensamos que, puesto que la utilización de la neuroarma era tan peligrosa sería mejor no poseerla. Se produjo un debate y se decidió que ya no debería ser fabricada. El paso siguiente fue preguntarse por el significado de aquella carrera por el neurogén, es decir si no podíamos eliminar a la competencia para poseer todo el neurogén, para qué serviría seguir acumulando neurogén para tener más tecnología que nos permitiese acumular más neurogén que a su vez sirviese para más tecnología. En fin, se decidió que si el final de todo aquello, que era aparentemente la hegemonía y el poder absoluto de nuestro subclón, resultaba inviable, entonces la propia carrera carecía de sentido. Si renunciábamos a la lucha por la hegemonía tampoco necesitábamos tanto neurogén porque, como ya te he dicho, la mayor parte del neurogén se consumía en la carrera tecnológica que a su vez permitiría conseguir más neurogén y así sucesivamente, pero lo cierto es que para las necesidades de supervivencia tampoco necesitábamos tanto. Entonces intervino en el debate nuestro mejor filósofo, de nombre Tankarnisto, el cual dijo que esa era una cuestión que habría que resolver con un consejo general del clon ya que aunque nuestro subclón renunciase a la carrera tecnológica, incluida la neuroarma, otros podrían tener la intención de continuarla. Debíamos pues convocar a todos los subclones para decidir en común. Fueron aquellos unos siglos muy duros y debo decirte, sin falsa modestia que yo, es decir, la individualidad que yo era antes de la maduración del clon, tuve un gran papel en todo aquello.

 

Se oyeron algunas risitas y una voz femenina que decía:

-¡Menos lobos!

-Esa era mi esposa –comentó mi amigo.

-Ah –dije yo un poco confuso- ¿Y tú quién eras?

Se oyeron silbidos, pateos y gritos. La voz del clon se impuso, cavernosa como siempre:

-Ya está bien, todo aquello pasó. Nuestro visitante va a llevarse una opinión equivocada de nosotros.

Y dirigiéndose a mí:

-En su personalidad prefusión él era Gorgi, presidente absoluto del subclón dominante.

-Elegido democráticamente por mayoría absoluta –apostilló Gorgi bajando delicadamente los ojos.

-Y ya lo ves ahora, de guía turístico –gritó alguien.

-¡Fuera! –dijo otra voz.

Se formó otro pequeño griterío en medio del cual pude oír claramente una profunda risotada cavernosa: era el propio clon.

-Ahora comprendo la razón de que no transfiramos- protestó Gorgi con sorna.

Entonces todo el clon estalló en una gran carcajada y salí despedido hacia mi propio interior hasta una inconmensurable profundidad. Me encontré flotando en una suave, gratamente táctil, declinación de infinitos colores y experimenté tal felicidad y tal exaltación que amenazaban con disolverme. Pero paradójicamente la amenaza provocaba en mí más una atracción que un rechazo y me entregué completamente a la experiencia asumiendo que sería la última para mí.

 

En esas me encontraba cuando noté que me empujaban, que me tironeaban, que me daban patadas, como si mucha gente estuviese a mi alrededor tratando de conseguir algo de mí; pero yo no sabía qué. Comencé a oír voces.

-¿A quién se le ocurrió la idea de pronunciar la palabra “transferir”?

-Fue Gorgi, fue Gorgi –contestó una voz infantil.

-Genial Gorgi, ahora comprendo por qué te nombraron presidente.

-Como lo perdamos se nos caerá el pelo.

-Menudo karma –dijo una suave voz femenina.

-Lo siento –dijo Gorgi- no creía que iba a pasar esto.

-¡Silencio! –sonó autoritaria la voz del clon- Esto lo hemos hecho todos y lo resolveremos todos. Que no oiga yo una sola voz individual.

 

Se hizo un gran silencio seguido por un extraño murmullo, al principio casi imperceptible pero que poco a poco fue volviéndose más intenso. Era un sonido grave, resonante, como venido de milenios atrás, con una extraña cualidad vibrante, como si dijese sin palabras “Yo soy real, yo soy lo único real”. En fin, si tuviese que escribirlo con onomatopeya diría que sonaba así como “mmmmmmmmmmmmmmmmm” pero soy consciente de que esto no da ni siquiera una idea aproximada de lo que estaba oyendo.

 

Sea como fuere, aquel sonido se apoderó de mí y me fue sacando del estado irrevocable en el que me hallaba. Me sentía flotar de regreso al mundo potencial. Esto duró lo que me pareció mucho tiempo y en ese tiempo perdí la conciencia de lo que ocurría, para recuperarla más tarde en una extraña habitación cuyas paredes parecían estar hechas de una especie de plasma en constante movimiento; comprendí que se trataba de neurogén. Yo estaba tendido sobre una cama muy confortable, que me daba un suave masaje en la espalda, construida del mismo material aunque procesado de modo diferente (distinta densidad y flexibilidad, por lo que pude ver). En una silla a mi lado estaba mi amigo:

-Treintitrés –le dije.

-Hola, pero no me llames Treintitrés. Ahora soy Gorgi. Observa.

Simuló una carcajada y nada se movía en su interior.

-¿Ves?

-¿Qué ha pasado?- quise saber.

-Pues eso –dijo Gorgi algo contrariado- que te has pasado. Estuviste a punto.

-¿A punto de qué? –dije intrigado. Quise incorporarme pero me sentía terriblemente cansado.

Gorgi miraba nerviosamente a un lado y a otro lado:

-Pues a punto, y ya está.

-¿De morime?

-¡Ja! ¿Morirte? Mucho peor.

-Pues a mí me pareció estupendo –dije yo que comenzaba a recordar.

-No sí, eso por supuesto, estupendo sí. Pero no.

No entendía nada y así se lo hice saber a Gorgi.

-El clon te lo explicará.

-Me parece bien –dije estirándome en la cama- Que me lo explique

-Ahora no puede ser. No formamos parte del clon. Nos han corporeizado y nos han enviado aquí a Elda, para que te repongas. Los clones maduros funcionamos con una mínima cantidad de neurogén que jamás agotamos. No podemos consumir nada extra. Pero tú has perdido tanta energía que necesitabas una cura intensiva de un neurogén lo más puro posible. Tratándose de un visitante han hecho una excepción. Estás en un hospital de Elda. Algunos aquí están sorprendidos con tu aspecto. Tienes suerte porque el actual clon de Elda, aunque no completamente maduro todavía, está muy evolucionado. Hace poco, hace tan sólo unos siglos, te habrían matado sin dudarlo por ser diferente. Cuestión de seguridad, me imagino. Pero ahora es al revés, mientras más diferente y más raro sea alguien, más les gusta, de manera que están todos pendientes de ti.

Como no veía a nadie, sentí curiosidad:

-¿Y dónde están?

-¿Pues dónde han de estar? –repuso Gorgi sorprendido por mi pregunta- En sus terminales. Te observan todo el tiempo, analizan todos tus fluidos, en fin, no se les escapa una.

Sentí una cierta aprensión al saberme así observado.

-¿Y cuándo veré al médico?

-¿Para qué quieres ver al médico? –quiso saber Gorgi.

-Pues para hablar con él, para decirle lo cansado que estoy.

-¡Qué ocurrencia! ¡Hablar con el médico! Pero hombre, el médico está muy ocupado estudiando tus análisis, tus mapas energéticos, tus scanners. ¿Crees que puede perder el tiempo hablando contigo? Es necesario que comprendas que aquí en Elda practican actualmente la medicina  más moderna de todo este lado de la realidad. Aquí los médicos no hablan con los pacientes, hombre.

Me tranquilizó saber que estaba en buenas manos y procuré disfrutar de la comodidad de la cama, pero estaba tan cansado que no podía relajarme completamente. Gorgi se dio cuenta y me dijo:

-Ahora lo que te conviene es dormir –me puso un dedo en la frente y de nuevo escuché el sonido de un diapasón, pero esta vez sus resonancias eran metálicas, veloces, de un intenso color azul; se alejaban hacia el infinito en oleadas sucesivas.

 

Me despertó una agitación en mi abdomen.

-Bienvenido- dijo la voz cavernosa- menudo susto nos has hecho pasar.

-Lo lamento –contesté sinceramente- no era mi intención. ¿Pero qué ha ocurrido?

-Casi nada –dijo el clon- has estado a punto de escurrirte al lado extraño de la realidad.

-¿Y qué hay allí?

-Vaya usted a saber.

Esto, dicho así por la mismísima voz del clon, el ser más sabio que yo había conocido jamás, sonaba muy fuerte. Sentí un escalofrío.

-Pero era estupendo –insistí yo.

-Sí claro, desde luego. Ya –la voz cavernosa parecía dudar-. No, si estupendo, pues a lo mejor sí que lo es. Pero vamos, que no.

-¿Pero por qué? –todas mis experiencias recientes no habían mejorado ni un ápice mi proverbial falta de tacto.

-¡Cada cosa a su tiempo! –tronó el clon- ¡Y basta ya de tonterías!

 

No percibía a mi amigo Treintrés, de manera que lo llamé:

-¿Treintitrés?

-Aquí estoy –dijo una voz suave.

-¿Pero tú eres Treintitrés? –pregunté ligeramente desconfiado.

-Por supuesto –dijo la voz- aquí todos somos Treintitrés. Incluso tú eres Treintitrés por el momento.

-Claro –asentí- pero yo me refería al anterior Treintitrés.

-Si te refieres a ese Treintitrés que en su vida inmadura se llamaba Gorgi, sigue separado.

-¿Está haciendo él también una cura de neurogén?

-Nada de eso, él no puede consumir neurogén. Tendrá que restablecerse por sus medios.

-¿Pero eso es un castigo?- pregunté, inquieto por la suerte de mi amigo.

-No es un castigo querido, es la norma.

-¿Se pondrá bien?

-Por eso puedes apostar –dijo la voz suave.

-Siento mucho haber sido la causa... –comencé a disculparme.

-No lo sientas –me tranquilizó- él se lo ha buscado. Estuvo a punto de transf...

Un bramido del clon la detuvo en seco:

-¡Priscila!

-Lo siento –dijo Priscila- es que él me preguntó.

-Pues no hables del tema y no tendrás que pronunciar la palabra.

Pricila rezongó en voz baja. Era evidente que las reconvenciones del clon no parecían turbarla en lo más mínimo.

Por continuar la conversación le pregunté:

-¿Te llamas Priscila?

-Me llamaba.

-Claro, claro –dije yo comprensivo- ¿Y qué hacías cuando eras individual?

-Era espía.

-¡Vaya! ¿De verdad?

-Pues sí. Así conocí a Gorgi. Era mi trabajo ¿Me entiendes? Yo no tenía otro remedio que conocerle. Por eso su esposa me cogió manía.

-Una zorra es lo que tú eres –restalló la voz de la que fuese esposa de Gorgi.

-¿Ves? –me susurró Priscila.

-Ya veo, ya. Oye Priscila, si fuiste espía estarías muy al corriente de todo lo que pasaba en aquella época.

-Ya lo creo. Hacía constantemente informes para mis jefes.

-¿Tus jefes?

-Claro, tonto, mis jefes eran los directores de espionaje de varios subclones. Yo era la encargada de decirles todo lo que le ocurría a Gorgi, lo que decía en sueños o en otros momentos (ya me entiendes), cosas así.

-¿Y le pasabas la información a varios subclones?

-Naturalmente, incluso a la inteligencia del subclón dominante que presidía Gorgi. A todos.

-Entonces eras una agente múltiple.

-Multiplísima, cariño. Ponte en mi lugar. El neurogén estaba supercaro.

-Me hago cargo. Oye Priscila.

-¿Sí tesoro?

-¿Podrías seguir contándome la historia de los últimos siglos de inmadurez de vuestro clon?

-Claro, para eso me han designado precisamente. ¿Por dónde íbamos?

-Pues, si no recuerdo mal, Gorgi me estaba hablando del momento en el que el filósofo Tankarnisto dijo que haría falta un consejo general del clon.

-¡Claro que sí! –exclamó Priscila- me acuerdo perfectamente. Gorgi se pasó varias noches sin dormir con aquello. Pero no te vayas a creer, no sin dormir...ya me entiendes, sino sin dormir sin dormir. Es que el pobre estaba muy nervioso. Pensaba que un consejo general del clon sólo serviría para quitar protagonismo a nuestro subclón. Pero Tankarnisto no dejaba de llamarlo por teléfono, y como Tankarnisto era un hombre listísimo y tenía mucha influencia, al final se llevó el gato al agua.

-Así que finalmente se organizó el consejo general del clon.

-Claro tonto. Le llamaron C.G.C. Por las siglas ¿me entiendes? ¡Qué ingenioso!

-¿Y allí tomaron la decisión de madurar?

-No, qué va, esa no. Pero tomaron muchas otras decisiones, miles de ellas. Lo que pasa es que después de tomarlas, ningún subclón las respetaba.

-¿Entonces el C.G.C. no sirvió para nada?

-Ya lo creo que sirvió –dijo Priscila evocadora- yo me vestía gracias al C.G.C.

Le hice saber que no entendía esto último y ella, sonriente, me lo explicó.

-Los gastos, cielo. Como Gorgi tenía gastos pagados cada vez que había una reunión, pues con esos gastos me compraba abrigos, joyas, perfumes y todo eso. Compréndelo, tenía que estar presentable.

-Por supuesto –dije yo comprensivo-, ¿y no sirvió para nada más?

-Pues para pelearse. Todos querían mandar. Todos querían más neurogen.

-O sea, que se olvidaron de que la finalidad del C.G.C. era precisamente, renunciar a la carrera por monopolizar el neurogen.

-¿Que si se olvidaron? Ya lo creo que se olvidaron. Para eso también sirvió el C.G.C.ye PO

¿¿

 

Supe por el relato de Priscila que menos de un siglo después de que el C.G.C. se hubiese creado, ya estaba prácticamente desprovisto de funciones. Muchos individuos de los distintos subclones querían seguir el camino más prudente indicado por Trebal, Tankarnisto y otros, es decir, renunciar a la carrera tecnológica, dejar de pelearse unos con otros, y basar la vida en Elda en el cultivo de las virtudes.

-Muchos estaban de acuerdo en esto –afirmó Priscila.

-¿Y? –la apremié a seguir.

-Pues los gobernantes de los distintos subclones temían que si ellos se desarmaban, otros subclones enemigos pudiesen atacarlos, aprovechar su debilidad. De manera que todo el mundo hablaba de paz y de desarme pero cada vez se acumulaban más armas. En fin, ¿qué se puede esperar de los hombres?

 

Llegó un momento en el que parecía que nada podría evitar un desastre irreversible. Los diplomáticos de todos los subclones estaban muy ocupados tratando de calmar los ánimos. Los subclones se acusaban unos a otros de miles de cosas, algunas ciertas y otras falsas. Los líderes más responsables, forzados en gran parte por los consejos de sus ciudadanos conscientes, decidieron convocar una supercumbre. Aunque la verdad es que nadie tenía muchas esperanzas de que sirviese para algo.

-¿Y sirvió o no sirvió de algo?- pregunté impaciente.

-Ahora te cuento cielo, no tengas tanta prisa, caramba –me tranquilizó Priscila-. Una noche le dije a Gorgi: “Cariño, tienes que solucionar esto, porque todos dicen que vamos al desastre”. Gorgi me contestó que lo entendía y que había hablado de ello con Tankarnisto y con Trebal tratando de encontrar una salida pero que no la habían encontrado. Yo insistí: “¿Y vas a permitir que todo sea destruido cuando todo el mundo quiere lo contrario?” Él me contestó que las cosas no son tan simples y que mientras los individuos tienen como máxima norma y aspiración la virtud, los subclones tienen como máxima norma y aspiración la supervivencia, o dicho de otro modo el interés, y que aunque un gobernante pueda, como individuo, aspirar a la norma de la virtud, como gobernante no tiene otro remedio que atenerse al interés de su subclón; no existe modo de evitarlo.

-Tiene sentido –dije yo.

-No digo que no. Yo argumenté: “Si dices que estás defendiendo el interés de nuestro subclón, debes tener en cuenta que este camino lleva a la destrucción de todo el clon, y eso no parece que nos interese mucho”.

-Convincente. ¿Y él qué contestó?

-Pues me dijo que lo entendía, pero que como gobernante de nuestro subclón era al interés de nuestro subclón y no del clon en su totalidad a lo que él tenía que atenerse. La supervivencia de todo el clon era de un orden diferente, y trascendía sus responsabilidades concretas. Por supuesto que él, como individuo, la deseaba, pero las decisiones para propiciarla no eran de su responsabilidad sino de la responsabilidad de todos, y que el fracaso del C.G.C. parecía poner de manifiesto que tal responsabilidad colectiva no existía. Y que qué podía hacer él.

-¿Y tú qué le dijiste?

-Pues le dije que él podía dar ejemplo y ser el primero en renunciar a la carrera tecnológica, destruir inmediatamente la neuroarma y todas las demás armas que poseíamos.

-Bien dicho Priscila –dije yo entusiasmado- ¿Y él qué contestó?

-Pues me dijo –respondió Priscila decepcionada- que si estaba loca. Que en ese momento todos estaban superarmados y que si él hacía eso, nuestros enemigos podrían atacarnos y someternos.

-En cierto modo es verdad –tuve que admitir.

-Sí, en cierto modo –asintió Priscila. Entonces le pregunté que cual era la solución.

-¿Y él que te dijo?

-Pues me dijo que esa era la cosa, que si él conociese la solución ya la habría aplicado. Sin embargo hay que reconocer que si no llega a ser por Gorgi tal vez habríamos sido destruidos. Él tuvo un papel definitivo en nuestra salvación.

Sonaron algunas risitas en el clon, pero yo estaba tan interesado en conocer el desenlace que no les presté la menor atención.

 

-El caso -continuó Priscila- es que yo me sentí muy desgraciada y me marché. Más tarde supe que Gorgi había estado toda la noche buscándome. Era una noche de perros.

-¿Dónde estabas tú? –quise saber.

-Mira que eres curioso, pero en fin, te lo diré porque me caes bien. Yo estaba en la habitación de mi amigo Mesié, un dignatario de un subclón rival que por esos días visitaba nuestra ciudad. Guapísimo. ¿Qué quieres? Una no es de piedra. Pero te aseguro que no le dije nada sobre Gorgi.

-Menuda eres –le reproché afectuosamente- Y mientras, el pobre Gorgi buscándote.

-Por toda la ciudad –dijo ella complacida- Se puso hecho una sopa. Y al día siguiente tenía que salir para la supercumbre. Y por ahí vino la solución de nuestros problemas.

-¿La cumbre tuvo éxito?

-¿Éxito la cumbre? –repuso Priscila- ¡Qué va, hombre! Fue un completo fracaso.

-Pues entonces no te entiendo.

-Es porque no escuchas, ricura. Ten un poco de paciencia y lo entenderás todo.

Me relajé y esperé la continuación del relato.

-Al día siguiente comenzaba la supercumbre que, como te he dicho, era de aúpa: presidentes, ministros y toda clase de delegados. Las sesiones se iniciaron con fuerza y todos se peleaban, se amenazaban, conspiraban. Pues aunque lo cierto es que cada uno de ellos deseaba conseguir un acuerdo global para que todos pudiésemos seguir viviendo, ninguno se atrevía a hacer ninguna concesión que pudiese significar un pequeño perjuicio para su subclón. Eso demuestra que eran unos gobernantes estupendos.

-¿Estupendos? Pero si os llevaban al holocausto.

-Es cierto –admitió Priscila-, pero eso no tiene nada que ver. Ellos actuaban como gobernantes de subclones, que es lo que eran, y en ese sentido eran impecables, pues aunque la amenaza de la destrucción también los incluía a ellos y a sus familias, se atenían a su deber de buscar siempre la ventaja y el interés de su subclón. Y eso demuestra algo.

-No te entiendo, ¿qué quieres decir con  lo de que eso demuestra algo?

-Pues es bien sencillo. Lo que demuestra es que los gobernantes de subclones no son aptos para negociar la paz del clon. Para esa tarea se necesita una instancia superior.

-¿Dios? –pregunté expectante.

Priscila se quedó un momento en silencio y yo sentí como si me mirase de arriba abajo (claro que lo sentí dentro de mi barriga, como todo).

-Para el carro, hombre. Dios no se mete en esas cosas. Bastante tiene Dios con que todo siga funcionando.

-¡Ah! –exclamé confuso.

-Aunque bien pensado... –dijo Priscila dubitativa. Pero inmediatamente hizo a un lado su duda y continuó- Esto fue lo que ocurrió: la noche en que Gorgi me estuvo buscando hacía frío y llovía, y él, no sé si te lo he dicho, era muy delicado para estas cosas. Al día siguiente se encontró bien, pero no así al otro, o sea, el segundo de la cumbre. Ese día, hacia la tarde, estaba indispuesto y llamaron al médico. Tenía un poco de fiebre, cosa de poca  importancia, dijo  el doctor. Al día siguiente estaba mucho peor y no pudo asistir a las sesiones. Algunos de sus enemigos se frotaron las manos pero ese mismo día empezaron a enfermar los demás. El cuarto día no había nadie en la sala de sesiones. La gripe de aquel año fue muy mala. Gorgi, mi Gorgi, los había contagiado a todos.

-Increíble –dije admirado- ¿Y qué hicieron entonces?

-Pues lo más curioso es que aquella epidemia no afectó a las mujeres.

-¿No?

-No

-¿Y eso?

-A saber. Pero lo cierto es que así fue, de manera que les tocó a las mujeres arreglar la situación.

-¿Quieres decir que las esposas de los dignatarios tomaron su lugar?

-Cariño –dijo Priscila comprensiva, con su voz de caramelo-, baja al mundo real por un momento. A esas cumbres no van las esposas, sino las secretarias. Así que mis compañeras y yo nos apresuramos a hacernos cargo de la situación.

-Pero Priscila, tú no eras secretaria.

-No seas bobo, mi amor. Allí sí era secretaria. ¿Es que para todo tendré que hacerte un dibujo? Digamos que éramos secretarias entre comillas.

-Una puta, eso es lo que tú eras –apostrofó la otrora esposa de Gorgi.

-¿Lo entiendes ahora? –apostilló Priscila con tono paciente.

No me atreví a contestar de tan azorado como estaba. Priscila continuó con su relato:

-Tuve mucho trabajo aquel día porque yo sola tuve que hacerme cargo de seis delegaciones.

-Priscila, no exageres –reconvino el clon.

-Usted perdone, míster, pero es la pura verdad –le contestó mi amiga con cierto descaro. No le había sentado bien el comentario.

-Además él ni siquiera existía entonces –susurró en mi oído- ¿Qué sabrá este de lo que no le importa?

Pese a que ella sabía defenderse estupendamente, me sentía un poco inquieto por Priscila. Con la intención de poner fin a la disputa pregunté:

-¿Y cómo pudisteis vosotras, las, digamos secretarias, solucionar todos aquellos problemas?

-Pues eso mismo digo yo. Me voy a limitar a contarte lo que ocurrió y tú sacas tus conclusiones, si puedes. Todas eran mujeres, las delegadas, los ujieres, las secretarias (las de verdad quiero decir) y todo el resto del personal. Los hombres estaban con la gripe. Así que yo cogí el altavoz y me dirigí a todas convocándolas en la sala de reuniones. Y les dije lo siguiente: “Si esperamos a que los hombres estén en condiciones de volver, seguramente moriremos todos, de manera que lo mejor será que nosotras solucionemos lo que hemos venido a solucionar. ¿Estáis de acuerdo?”. Todas dijeron que lo estaban. Yo continué. “¿De qué se trata? De conseguir una paz definitiva. Y para eso todos tenemos que renunciar a muchas cosas. Pero es mejor renunciar a muchas cosas que renunciar a todo ¿No es verdad?”. Seguían de acuerdo; y es que las mujeres somos más razonables. Enseguida nos pusimos de acuerdo. Aquella misma mañana se cursaron órdenes urgentes para que todas las armas en toda Elda fuesen destruidas. Asimismo se destruyeron todos los certificados de deuda que mantenían los países pobres con los ricos y se dictaron órdenes severas para evitar la tergiversación de las cosas en los medios de comunicación. A algunos periodistas hubo que multarlos severamente, sobre todo a los de la tele. Al final aprendieron a decir solamente la verdad.

-Se oyó un rumor sordo.

-Ahí les duele –dijo Priscila- Pero aprendieron la lección. Mira como ahora ninguno dice nada.

 

-¿Y cómo terminó la cosa?

-Pues ya te lo he contado, cielo, lo arreglamos todo. Los hombres creían que si hacían algo así la gente se volvería contra ellos y no los votarían. Pero lo que sucedió fue muy distinto; y bastante sorprendente. Cuando corrió la noticia de lo ocurrido, algo cambió en la conciencia de cada uno, algo que se extendió como una ola por toda Elda. De repente ya no éramos los mismos. De repente todas aquellas cosas que parecían importarnos tanto, dejaron de ser importantes y empezamos a comprender, a darnos cuenta profundamente de nosotros mismos y de los demás. Algunos expertos decían que estábamos tomando conciencia, otros que nos estábamos realizando. En fin, el clon maduró. Nos dimos cuenta de que nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestro mismo ser, eran muy semejantes, de que en el fondo todos éramos uno solo. Y supimos que ése era nuestro destino, y supimos también, no sin profunda tristeza, que sólo unos pocos clones entre millones lo consiguen. Desde el origen de Elda nosotros éramos el número treintitrés; todos los demás, una cifra incalculable, han sido destruidos, o mejor dicho, se han destruido a sí mismos. A partir de nuestra maduración, nuestras necesidades de neurogén han disminuido, de hecho funcionamos con una mínima energía que jamás agotamos, o sea que nuestro gasto es cero.

-¿Y ahora qué haréis?

-Nuestra misión ahora es la de conseguir que un clon de Elda madure, o más bien ayudarlo a que lo haga. Una vez conseguido esto, podremos pasar al lado extraño de la realidad. Pero no es fácil. Disponemos de pocos recursos. No podemos comunicarnos con ellos para no asustarlos, no podemos hacerles saber por ningún medio lo que ocurrirá, y no podemos forzar su libertad. Así es muy difícil. Ya hemos fracasado con cientos de clones. Así que con el clon actual, como no venga una buena gripe...

-Una cosa, Priscila.

-Tu dirás mi amor –contentó Priscila seductora.

-¿Todos los miembros de este clon estáis de acuerdo siempre y en todo?

-Claro.

-¿Y todos sois el clon?

-Ni que decirlo

-¿Cómo se explica entonces que adoptéis vuestras antiguas personalidades e incluso que os peleéis entre vosotros?

Vi ante mi, por primera vez, los enormes ojos de Priscila, su boca seductora, su nariz perfecta. Tardó en comenzar a hablar pero cuando lo hizo, su voz acariciaba como el terciopelo.

-Eso lo hacemos, mi amor, sólo para que tú lo pases bien.

 

En lo más profundo de mi abdomen percibí una convulsión que aumentó de intensidad progresivamente. Lo que ocurría era que todo el clon se estaba desternillando de risa. Una risa sorda, moderada, respetuosa. En medio de esa risa vi sus caras amables, sus sonrisas inocentes, sus ojos turbadores. Algunos lloraban. Todos me miraban como cuando se dice adiós, y yo me sentí invadido por una ola de amor y de nostalgia. Algo me arrastró hacia una luz anaranjada, noté serias presiones en distintos lugares de mi cuerpo, como si esas partes estuviesen siendo restituidas, o así al menos me pareció entonces. De repente me di cuenta de que en mi interior no había nada que no fuese el yo de siempre.

Frente a mí estaba Gorgi, con su gorrito tibetano:

-Llegó la hora, amigo –su voz parecía un poco cansada.

-Siento mucho lo de tu separación, de verdad.

-No tiene importancia. Ya me ha pasado otras veces, pero me recupero bien.

Y añadió algo compungido:

-Siempre se me olvida que no hay que decir la maldita palabra.

-¿Qué va a pasar ahora?

-Que vuelves a casa –dijo Gorgi melancólico-; te echaré de menos.

-Yo también, amigo –tenía un nudo en la garganta.

-¿Lo recordarás todo?

-Lo recordaré. ¿Cómo os irá a vosotros?

-Muy bien, no lo dudes. El actual clon de Elda tiene muchas posibilidades.

-¿Cómo voy a volver? ¿Vas a asustarme? –pregunté recordando la vez anterior.

-De ninguna manera -repuso Gorgi sonriendo. Su voz, como la mía, parecía a punto de quebrarse por la emoción- te haré un truco que te va a gustar. Pero antes debo descansar un poco. Para recobrar energía, ya sabes. Tú también la vas a necesitar. Durmamos.

Nos tendimos en una ladera suave como de algodón e inmediatamente se apoderó de mí una increíble lasitud. Vi una vez más los rostros luminosos de los heroicos miembros del clon Treintitrés de Elda, y su sola visión me llenó de felicidad.

 

De repente, alguien me sacudió por el hombro. Con un gran esfuerzo abrí los ojos.

-Oiga amigo –me dijo el conductor-, ha estado aquí toda la tarde. No he querido molestarlo antes, pero es que ya voy de recogida.

Yo era el único viajero que quedaba en el autobús número 33. Nos encontrábamos precisamente en mi parada. Bajé y caminé lentamente por la acera mientras comenzaba a recordar las últimas y extraordinarias experiencias vividas. Me encontraba como ausente; no sabía si reír o llorar. Cuando llegué a mi casa, mi esposa quiso saber:

-¿Dónde has estado?

Yo contesté con un gesto que no significaba nada.

-Estaba preocupada. Dijiste que ibas a Correos.

-Eso es lo que yo creía –contesté.

Flotando ante mí, me pareció  ver el amable rostro de Gorgi con su gorrito tibetano, sonriendo maliciosamente.

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