NO MÁS ALLÁ

Antonio Redondo Andujar

 

1

Cuando enfermó deseaba la muerte apasionadamente, pero pequeños vestigios de salud, ya marchitos, se empeñaban aún en aferrarle a la vida. Su existencia, si es que podemos denominarla así, había sido de lo más corriente. Trabajó toda su vida en una oficina que en nada se diferenciaba de cualquier otra, salvo, tal vez, en que el personal que la componía padecía algún tipo de tara física o mental, incluido él mismo. En fin, que trabajó desde muy joven, lo que puede considerarse una suerte o una desgracia, según se mire. Al llegar a la edad, por lo demás muy tierna, en la que lo exterior se desmorona y todo ser humano se vuelve sobre sí, bien considerando que su vida carece de sentido o bien creyendo que en su pobre interior puede encontrarlo todo, por un extraño azar –que no sé si merece tan vano apelativo– se sintió enamorado. De esta forma olvidó las querellas citadas y en su espíritu, de por sí perezoso, asomó la virtud teologal bien llamada esperanza. Contrajo matrimonio y se sintió feliz, qué duda cabe. Por el mínimo hecho de convertirse en padre llegó a sentirse vivo –podéis imaginar el desconcierto que padecía, pues, antes del nacimiento de su hijo–. Se extendió su progenie y desapareció el amor. A una cosa, sin duda, no va unida la otra, jamás me atreveré a hacer afirmaciones semejantes. Sólo digo que en el caso que ahora nos ocupa sucedió de esta forma: es una pura anécdota.
Sus órganos, al fin, ya se descomponían y su esposa gritaba, el rostro descompuesto, algo así como frases, tales como: “¡No te vayas, esposo!”, “¿Por qué me dejas sola?” y otras exclamaciones que no quiero anotar, no porque me conmuevan sino porque el enfermo pensaba en otras cosas y no pudo escucharlas. Murió, pues, aferrando la mano de su esposa y no se dignó a dar el último suspiro, sino que musitó con muy solemne tono: “No sufras, que no sufro” –como si imaginara que, por decir aquello, la pena de su esposa desaparecería–. Lo enterraron en un nicho que, después del penoso trabajo de un anciano albañil, rodearon de flores. En una hermosa corona se leía: “De tus hijos y esposa, con la esperanza fútil de vernos algún día en algún paraíso”.

2

—No sufras, que no sufro...
¡Qué oscuro está esto! Estoy muerto... Sí, creo que estoy muerto. Llevo varias horas intentando ver algo, pero está muy oscuro. Esta tranquilidad, estar tendido siempre, estar tendido, esta tranquilidad... Solo, verdaderamente solo, solo por primera vez en mi vida. Ya no sufro. Descansar, sólo descansar...
Alguien se acerca, oigo sus pasos. Quizás venga a rezarme, a rezar por mi alma. No, no rezan, oigo un ruido chirriante, golpes bruscos, ansiosos, a mis pies... ¿Qué sucede?
Desde el exterior, han conseguido, al fin, abrir el nicho y cortar la madera de la parte inferior de la caja. Un chorro de luz hiere los ojos del recién fallecido. Se tapa con las manos –tiene que defenderse de la luz–.
—¡Eh, tú! ¡Sal de ahí! Ya has descansado demasiado. Alguien desea hablarte. Ya te explicaré. ¡Vamos! ¡Sal de ahí!
Sale titubeante y asustado. Ese hombre le sonríe y le dice, atropelladamente, lo que sigue:
—Es natural o no, según se mire, que estés desconcertado. Todos nos sorprendemos cuando se nos “despierta”. No podías ser menos. Los muertos trabajamos... Sí, no me mires así, los muertos trabajamos. No podías ser menos, o más, según se mire. Mira allá: son los panteones de los ricos. Ahora duermen. Me encargaron despertarte temprano. No es fácil asumir esta forma de vida. O de muerte, si quieres. La mayoría de nosotros hemos fallecido a una edad avanzada y somos, obviamente, débiles en extremo. No te preocupes, sé que fuiste contable.
Se han acercado a los panteones. Los muertos pasean de un lado para otro. No se miran. No hablan entre ellos.
—Quédate aquí. De aquel panteón saldrá tu dueño, al que únicamente debes responder “sí, señor” tantas veces como estimes necesario. Después del trabajo nos veremos. ¡Hasta entonces!
Se queda allí, de pie, mirando el panteón. Una escultura de piedra representa a un hombre en posición sedente y a un ángel, a su lado, con los brazos en alto y los ojos cerrados. Aparece un señor dignamente vestido. Le pide que se acerque. Al acercarse a aquél, percibo en nuestro hombre enorme desamparo.

3

—...Es ésta tu tarea. El sonido intermitente de una sirena, apenas perceptible, te anunciará el fin de la jornada.
Esto fue lo último que dijo. Hay, a su alrededor, cincuenta hombres y veinte mujeres enfrascados en libros de contabilidad. No hablan. No se miran y a nadie sorprende su presencia. Transcurre el tiempo lenta y monótonamente, como en la vida. Se ven, desparramadas por las lápidas, numerosas máquinas de escribir, todas ellas de modelos ya anticuados. Por fin, todos se levantan y él les sigue, pese a que no ha escuchado, aún, sonido alguno. A lo lejos, el hombre que lo sacó del nicho le hace señas extrañas. Cuando se acerca a él, éste le coge del brazo y atraviesan, así, en silencio, todo el cementerio. Se reúnen con un hombre y una mujer, que se habían ocultado tras la fosa común. Lo hacen sentar y ellos también se sientan. El hombre que lo sacó del nicho, le dice:
—Como habrás comprobado, nuestra situación es insostenible. No se nos deja hablar entre nosotros mientras trabajamos. No se nos deja descansar el tiempo necesario. No se nos alimenta espiritualmente como es debido. No se tiene en cuenta para nada lo que hemos sufrido en la vida, si hemos sido generosos con el prójimo o si nos hemos santificado con cualquier otro tipo de actos que la religión prometía compensar en ésta nuestra vida de ultratumba. Resumiendo: hemos decidido terminar rápidamente con esta situación, realmente espectral en todos los sentidos. Después de largas horas de infructuosa meditación, sólo se nos han ocurrido tres posibles soluciones: la primera, intentar, al caer la noche, huir del cementerio y vagar por el mundo como almas en pena.
—La segunda, rebelarnos contra todo aquello que hoy día nos oprime –dice la mujer–.
—La tercera, proceder con afiladas armas –ya preparadas– al suicidio colectivo de todos los muertos pobres –dice el otro hombre–.
—¿Qué opinas? –dice el primero–.
—¿Qué opinas? –dice la segunda–.
—¿Qué opinas? –dice el tercero–.
—Yo estoy harto de vivir, sea la vida o sea la muerte –dice–.
—Curiosamente casi todos somos partidarios de esa última opción, salvo esta compañera que ha acabado acatando lo decidido mayoritariamente –dice el primero–. Sea como fuere, nuestra obligación era ponerte al corriente de las tres. Tu llegada ha retrasado un día nuestro intento. Lo llevaremos a cabo esta misma noche. Que corra la voz.
—Que corra la voz –dicen los otros dos al unísono–.

 

4

AL caer la noche todos tenían el arma: un alfiler de tamaño superior al habitual, pero afilado con notable esmero. “Según parece, el alma es sensible a su contacto” –le dijeron–. Las tres de la madrugada era la hora fijada, no podía “dormirse”.
El tiempo transcurría lentamente, porque el tiempo es así o porque la inquietud que no le abandonaba lo obligaba a mirar su reloj cada treinta segundos, aproximadamente –por suerte, lo habían enterrado con tan útil objeto–.
Dieron las dos. Comenzó a acosarle el maligno pensamiento de la imposibilidad del suicidio de las almas. Siempre había oído y leído que la cualidad principal del alma era su perennidad, su persistencia en cualquier circunstancia, su esencia indestructible. Sumido en estas cavilaciones, transcurrió media hora.
Se dijo: “No, no puedo fracasar, no puedo fracasar de nuevo”. Preparó el alfiler y, confiado, esperó a que sonasen en el reloj de la torre de la iglesia las tres campanadas, esperó a que las agujas de su reloj de pulsera señalasen las tres de la madrugada.

 

SUMARIO