LA MANO DE DIOS

Juan Villa

 

 

I

Lo raro fue que ninguna reparó hasta que los delebles apéndices cubrían ya la mitad de la bóveda del cielo. Emergían del horizonte cinco líneas divergentes, un haz de prolongadas nubes cónicas cuyos extremos brillaban con calidad metálica, incisiva, como aceradas uñas plateadas; su avance era el de una garra que se despereza apresando más y más espacio.

Fueron reconociendo el prodigio con más perplejidad que alarma en un principio, lo miraban y se miraban mudas. El sol estaba alto, muy por encima de la peregrina visión, estrellándose en sus puntas. Con las largas faldas recogidas entre las piernas, el escardillo fuertemente asido y las greñas caídas sobre las frentes acharoladas por el sol, llevaban desde el amanecer batallando con las malas hierbas, doblegado el espinazo, y los estómagos amagando un vómito que no llegaba de puro vacíos, así que de entrada el sorprendente fenómeno les vino bien para parar unos instantes, aliviar las afligidas cinturas y descongestionar los rostros. Ningún ruido. El campo seguía en calma e inmenso, ni la mas leve ráfaga de aire lo conmovía.

Pasados los primeros momentos, con una suerte de recogimiento religioso, todas las miradas convergieron en el capataz que no sabía a donde mirar. Sudaba el hombre más de lo usual bajo el peso de la responsabilidad de tener que romper la insostenible situación dando alguna explicación a la confundida tropa y no acertaba como. A lo más que llegó fue a quitarse el botón del cuello de la chambra que amenazaba ahogarle.

Los tentáculos avanzaban parejos a la tensión que ya rodaba incontrolada por la pendiente del estupor.

 

II

 

El pueblo había sido guarida de maquis hasta hacía poco, de ahí que la profilaxis de su levantisco vecindario se estuviese llevando algo fuera de tiempo a la vez que muy por la tremenda. Dos semanas hacía que un expresionista jesuita misionero de palidez cadavérica- algo así como Nosferatu con gafitas de miope-, antiguo capellán legionario, los tenía durante horas en la iglesia regenerando los ennegrecidos miocardios de sus corazones con novenas, triduos, quinarios, ejercicios espirituales, silicios y sermones, no por caducados faltos de brío y entusiasmo, más propios de la desventurada década anterior que de la remozada España del Plan de Estabilización y el "seiscientos".

El marcial capellán, en inestable equilibrio entre el orador y el orate - por lo menos a los ojos de sus resignados pacientes - peroraba, nimbado por la macilenta luz sin brillo de los cirios, como un recién salido del Actor Studio, imprimiendo tan teatral, torturado verismo a su plática que cortaba el aliento, inundando la pobre capilla - algo chamuscada aún y huérfana de santos si exceptuamos a un Corazón de Jesús al que recientemente había sido consagrada junto con el Ayuntamiento - de dantescas visiones infernales y expiaciones más terrenas en el cuartelillo de Falange.

"Amados hermanos en el Glorioso Arcángel San Miguel, Jefe de las Milicias del Cielo: Ahora que el porvenir sonríe y empieza a amanecer; ahora que mi Patria Española ha trocado su velo de luto por la gallarda mantilla; ahora que se han disipado las negruras que ensombrecían el horizonte de España- comienza en un crescendo la música de "Alba de América"- y nuestra bandera bicolor consagrada con la sangre de nuestros héroes se enseñorea por doquier, como se enseñoreó en Covadonga y Granada, en los Países Bajos y en todas las Américas, en el Pilar de Zaragoza y el Alcázar de Toledo- fin del crescendo y piano-, ahora llega la hora del Perdón, del abrazo de Paz. Pero no es posible el perdón sin el previo arrepentimiento, -sotto voce- arrepentimiento de corazón, no de boquilla como el de aquellos judíos marranos que se quedaron enquistados y al acecho en los días de la última guerra contra el moro traicionando la magnanimidad de los imperiales espíritus de Isabel y Fernando - respiro necesario.

Este vuestro pueblo sufrió de manera especial la alevosa invasión roja, se resistió además a la Liberación durante toda la Cruzada y aún después de Ella - la mayúscula es debida a la forma de dicción, al igual que las anteriores y posteriores - fue cobijo de bandidos y emboscados. Es mucha la semilla derramada por el maligno en vuestro suelo y mucha por tanto la penitencia que exige volver al camino recto. No olviden esto - imperativo el índice, como San Juan -, hombres y mujeres de esta brava serranía. Que de una vez por todas termine la pornografía, la licencia en las costumbres, los excesos de la moda - estos tres asertos los tenía fijos en los sermones, eran pecados como más urbanos pero los dejaba porque, aunque extemporáneos para el marco e incomprensibles para el rústico auditorio, eran de gran efecto -. Es hora ya de que en estos campos vuelva a reír la primavera, pero no con la falsa risa de la hiena, que de nada les valdrá la hipocresía a los hipócritas porque el Altísimo lee en los corazones - y con el puño cerrado se golpeaba el pecho ilustrado con un ajado "detente" -. La justiciera mano de dios - sic ¿? - llega tarde o temprano a castigar a los pecadores, a los que cometieron traición a su Iglesia, desenmascarando a perjuros y blasfemos. Irá eligiendo sin yerro posible uno a uno, como a los primogénitos de Egipto. Todo el que tenga que pagar, pagará, será el llanto y el crujir de dientes quien por fin traiga la paz y la esperanza a estos lugares envilecidos por masones, intelectuales, marxistas y otras hordas de Satán. Más de uno cobija aún en su pecho sapos y culebras, pero van a salir, no lo dudéis, porque es empeño del Señor.¡ Viva Nuestro Pueblo por Cristo Rey! ¡Viva el Corazón de Jesús! - y, de nuevo sotto voce, con una equívoca sonrisa que hizo estremecerse al respetable, cerró con un inquietante y ambiguo dicterio : No hay prisas, la Mano de Dios siempre llega". Batiendo a la vez la suya abierta con la palma hacia arriba a la altura de los ojos.

 

III

 

Al capataz, que guardaba alguna que otra gesta inconfesable - se decía, entre otras cosas, que se paseó por la plaza de la iglesia en el 36 como la sota de bastos, revestido con hábitos talares y una de las atléticas piernas del crucificado por cachiporra -, se le escapó la imaginación mucho más allá de la frontera de la cordura y le cayó de golpe todo el peso de su culpa presintiendo con clarividencia el sentido justiciero del mensaje celeste: había llegado La Hora:"¡La Mano de Dios!", gritó con la misma angustia que antes había callado, emitiendo un ronquido horripilante mezcla de evidencia, resignación y terror que recorrió helado las espaldas de las desorientadas mujeres que, erizados los cabellos, salieron en estampida camino del pueblo entre un clamor espantable.

Al desembocar en la casi única calle del lugar, en empinada cuesta coronada por la iglesia, lo que vieron fue apocalíptico: aglomerados y confundidos, hombres y mujeres, ancianos y niños salían vomitados de sus casas como de un avispero amenazado por el humo mirando el cielo con curiosidad cobarde. Ya los primeros entraban en la iglesia cuando el pobre cura, tumbado boca abajo cuan largo era a los pies del desamparado Corazón de Jesús, se levantó y se volvió hacia sus fieles apretando nerviosamente entre sus manos un rosario y un ejemplar de los ejercicios espirituales de San Ignacio . Al no caber más palidez de la habitual en su rostro, se había puesto como entre verde y morado. El prodigio le había sorprendido en el atrio mientras saboreaba una taza de tila con agua de Carabañas para la bilis, sin recibir señal alguna sobre su posible naturaleza o intención, aunque eso sí, comunicó agorero al desconcertado rebaño con el laconismo enigmático del que husmea la ruina: "lo que sea viene de Dios y es un aviso", a lo que sólo pudo añadir con un hipo raro: "De rodillas, el Santo Rosario".

La turba, como una medrosa tortuga en su concha, quedó replegada en la iglesia ante la supuestamente hostil manifestación de justicia bíblica, y las calles desiertas con el estremecimiento de los lugares por donde acaba de cruzar la desdicha.

 

 

IV

 

Del neogótico aparato de radio del casino "De la Paz" - antes "La Unión"- apenas dos horas más tarde salieron las notas saltarinas que anunciaban el parte nacional y el contumaz cocido de las casas pobres. Una voz jovial pero viril, optimista pero seria, proclamó ufana (inmediatamente después de la cabecera: "S. E. el Generalísimo ha pescado un cachalote de cuarenta toneladas en la costa de San Sebastián capturado después de nueve horas de lucha en el Azor") que "nuestra patria da en este día un paso más en su camino a la Modernidad. Hoy por primera vez en la Historia los cielos españoles han sido surcados por cinco gloriosas estelas, las estelas del progreso. Cinco aviones despegaron a la hora del Ángelus de la base hispanoamericana de utilización conjunta de Morón de la Frontera después de ser bendecidas por el arzobispo de Sevilla en un acto presidido por autoridades españolas y americanas tanto civiles como militares. Modernos aparatos a reacción que han llevado por senderos de gloria el orden y la civilización cristiana a tantos puntos del globo en los últimos años. Desconocidos hasta ahora en suelo patrio llegan simbolizando la mano abierta que los americanos tienden a los españoles para afrontar como hermanos el papel que el Destino les ha reservado en la defensa de Occidente".

 

 

 

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