LA ENFERMEDAD DE DON QUIJOTE

 

Emilio Morales

 

 

Una primera aproximación a la figura y la psicología de Quijano escasamente justifica el gran interés de esta obra de Cervantes. Don Quijote, lejos de ser el héroe amablemente descabellado que muchos han querido ver, resulta un personaje plano, extremadamente fatuo y lo suficientemente taimado como para argumentar lúcidamente a favor de sus exagerados propósitos que no tienen otro fin que el de servir a su vanidad.

 

El éxito popular que ha obtenido, hasta el extremo de ser considerado un prototipo de las intenciones y las acciones desinteresadas, es sin duda producto de la imaginación de los que así piensan, deformada posiblemente por una morbosa identificación. Tal identificación podría deberse en parte al hecho de que don Quijote, contrariamente a la mayoría de los lectores, es capaz de poner por obra sus descabelladas fantasías. En este sentido es ciertamente un prototipo, pero el prototipo del desatino que espera su ocasión, tal vez para siempre, en lo más oculto de la imaginación de cada lector, la cual no resulta desanimada por la lectura del Quijote aunque ese haya sido el deseo evidente del autor. En efecto, la intención crítica de la obra, el ridículo que hace su protagonista a cada paso, no son suficientes para contrarrestar la virulencia de los desatinos de Alonso que parecen conectar directamente con las fantasías ocultas de muchos lectores.

 

En don Quijote ven tales lectores al hombre capaz de afrontar cualquier peligro, cualquier confrontación, la opinión adversa de los otros, el mismo ridículo al que parece completamente inmune, con tal de poner por obra sus insensateces. Su único temor consiste en que los demás sepan que él no posee las cualidades que corresponden a un caballero andante, muy particularmente el valor.

 

Y es interesante anotar que mientras en todo lo demás no parece afectarle la opinión de los otros, en lo tocante a este punto, el conflicto es grande: -Así escarmentará vuestra merced –respondió Sancho- como yo soy turco; pero, pues dice que si me hubiera creído se hubiera escusado este daño, créame ahora y escusará otro mayor; porque le hago saber que con la Santa Hermandad no hay usar de caballerías; que no se le da a ella por cuantos caballeros andantes hay dos maravedís; y sepa que ya me parece que sus saetas me zumban en los oídos.

-Naturalmente eres cobarde, Sancho –dijo don Quijote-; pero porque no digas que soy contumaz y que jamás hago lo que me aconsejas, por esta vez quiero tomar tu consejo y apartarme de la furia que tanto temes; mas ha de ser con una condición: que jamás, en vida ni en muerte, has de decir que yo me retiré y aparté deste peligro de miedo, sino por complacer a tus ruegos. Para mantener la imagen de impecable caballero no dudará en justificarse, en mentir, en ocultar la verdad, ni en recurrir a la violencia. El sujeto es taimado, su locura no le impide guardarse las espaldas. Tiene gracia especial la justificación de don Quijote cuando queda al descubierto el hecho de que él liberó a los galeotes que después habían robado maese Nicolás. A don Quijote se le mudaba la color y no osaba decir que él había sido el libertador de aquella buena gente, y cuando Sancho lo delata a las claras, Alonso se defiende así de destemplado: Majadero, a los caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que se encuentran por los caminos van de aquella manera, o están en aquella angustia, por sus culpas o por sus gracias[1].

 

Don Quijote no es un hombre desinteresado; al contrario, pretende ganar la fama y la gloria. ¿Puede concebirse ambición mayor? A su lado Sancho, que ha resultado seducido por las promesas locas del mentido caballero, se constituye en contrapunto parcial de su amo, y digo parcial porque es la verdad que en ocasiones sucumbe a la vanidad de don Alonso inflando su ambición al extremo de lo sublime, aunque no lo es menos que la mayor parte del tiempo es capaz de limitar sus aspiraciones a cosas tan razonables como tres pollinos o una manda en el testamento del hidalgo. Sancho resulta ciertamente un personaje más matizado que don Quijote, pero sigue siendo demasiado esquemático para poder justificar el interés de la obra.

 

Por otra parte vemos que más que el despliegue lineal de las aventuras de la pareja, lo que verdaderamente constituye el tuétano de la novela es el permanente diálogo entre los dos protagonistas, su relación. Y asimismo la relación de ambos con el mundo. Desde esta observación sólo cabe admitir que Sancho y Alonso no son dos personas sino dos aspectos de la misma. Y considerando este diálogo entre ambos como un diálogo interior es como podemos comprender el interés del libro y de su contenido. La dinámica que surge de esta relación con un tercer elemento variable, que son las distintas circunstancias que ambos comparten, sí configura un universo psicológico complejo e interesante, un universo psicológico que ya es equiparable al de una persona real en su mundo. Parece necesario sustentar lo anterior, y trataré de hacerlo al menos parcialmente, aportando algunos datos significativos:

 

En primer lugar es bastante sorprendente que don Quijote siempre sea capaz de convencer o de seducir a Sancho, que tenga de él un conocimiento tan grande sin que en ningún momento se determine en la novela cómo lo ha conseguido.

 

Cuando don Quijote decide quedarse en las montañas a “hacer locuras” despide a Sancho, su parte cuerda. Es decir, para estar tan loco como necesita en ese momento se precisa que su parte cuerda esté lejos, ajena, enajenada, y con ese fin envía al escudero a hacer otra locura. Pero, conociendo su debilidad, lo soborna previamente con la promesa de  un donativo material.

 

En el capítulo XLVII de la primera parte el canónigo defiende la literatura: Puede mostrar (...) todas aquellas acciones que pueden hacer perfecto a un varón ilustre, ahora poniéndolas en uno solo, ahora dividiéndolas en muchos.

 

Y he aquí lo que dice el cura en el capítulo II de la segunda parte: Dios lo remedie, y estemos a la mira: veremos en lo que para esta máquina de disparates de tal caballero y de tal escudero, que parece que los forjaron a los dos en una mesma turquesa, y que las locuras del señor sin las necedades del criado no valían un ardite.

 

Y don Quijote un poco más adelante: Quiero decir que cuando la cabeza duele, todos los miembros duelen; y así, siendo yo tu amo y señor, soy tu cabeza, y tú mi parte, pues eres mi criado; y por esta razón el mal que a mí me toca, o tocare, a ti te ha de doler, y a mí el tuyo.

 

En el capítulo III de la segunda parte, al recordar los palos que recibieran en sus pasadas aventuras, dice Sancho: Pues si es que se anda a decir verdades ese señor moro, a buen seguro que entre los palos de mi señor se hallen los míos; porque nunca a su merced le tomaron la medida de las espaldas que no me la tomasen a mí de todo el cuerpo; pero no hay de qué maravillarme, pues como dice el mismo señor mío, del dolor de la cabeza han de participar los miembros.

 

En el capítulo V de la segunda parte Teresa Panza reprocha a su marido: después que os hicisteis miembro de caballero andante habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os entienda. Y esto se lo dice porque Sancho se ha puesto a perorar como si fuese el propio don Quijote.

 

Y el mismo Sancho, en el capítulo XVII de la segunda parte afirma: también debo yo de tener encantadores que me persiguen como a hechura y miembro de vuesa merced.

 

Este hombre ciertamente está loco y ha conseguido contagiar de su locura a su parte más cuerda, a su lado más trivial, que sin embargo se defiende como puede aferrándose a los aspectos elementales de la existencia: las necesidades orgánicas básicas o la propia supervivencia. Nada puede simbolizar mejor esta hibridación de personajes, este complejo protagonista dividido en dos, que el término que Cervantes hace inventar a un Sancho contemporizador: baciyelmo. El tandem Quijano-Panza es precisamente eso, un baciyelmo, mezcla de realidad y fantasía, de hombre y caballero andante, de cuerdo y loco, una metáfora tal vez excesivamente manipulada de la condición humana.

 

Don Quijote, como cualquier fanfarrón, padece una hipertrofia de su honra. No así Panza que privilegia más el confort, la seguridad y el interés propios. Aunque Sancho también se contagia del deseo de notoriedad de su amo, pero en unos términos más moderados, sin esperar la gloria: por verme puesto en libros y andar por ese mundo de mano en mano, no se me da  un higo que digan de mí todo lo que quisieren[2].


    Pero es lo cierto que ninguno consigue satisfacer sus aspiraciones. Y la razón es que ni la exagerada importancia personal del caballero ni la indecible trivialidad de su acompañante son operativas en un mundo, el mundo real, que sólo corresponde con satisfacción ante el equilibrio. Y el personaje vive en una gran tensión entre sus dos aspectos que no consigue equilibrar. O no quiere, como lo demuestra la negativa (en ocasiones violenta) de don Quijote a seguir hablando con Sancho cuando estima que la familiaridad de éste puede convertirse en una amenaza para sus presuntuosas fantasías, comportamiento que está en la línea de la pertinaz negativa del Caballero de la Triste Figura a tolerar el más mínimo atentado contra el edificio de sus obsesiones.

 

Don Quijote persigue el honor y la gloria, y particularmente la fama. Es tal su anhelo que pregona las hazañas antes de haberlas realizado. Esta anticipación imaginativa es consustancial a al enfermedad del caballero en la medida en que dicha enfermedad se caracteriza por la existencia de propósitos exagerados y por consiguiente irrealizables. La configuración de una realidad imaginaria en la que tales propósitos parezcan posibles es una manera de derivar el conflicto.

 

En el colmo de su vanidad, quiere alcanzar la perfección[3]: Calla, te digo otra vez, Sancho; porque te hago saber que no sólo me trae por estas partes el deseo de hallar al loco[4], cuanto el que tengo de hacer en ellas una hazaña, con que he de ganar perpetuo nombre y fama en todo lo descubierto de la tierra; y será tal, que he de echar con ella el sello a todo aquello que puede hacer perfecto y famoso a un andante caballero. Para ello nada mejor que imitar al más perfecto de los caballeros andantes, Amadís de Gaula como se lo hace saber a Sancho: ¿Ya no te he dicho que quiero imitar a Amadís, haciendo aquí el desesperado, el sandio y el furioso, por imitar juntamente al valiente don Roldán, cuando halló en una fuente las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza con Meodoro, de cuya pesadumbre se volvió loco, y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas y hizo otras cien mil insolencias, dignas de eterno nombre y escrituras. Y, puesto que yo no pienso imitar a Roldán, o Orlando, o Rotolando (que todos los tres nombres tenía), parte por parte en todas las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo, como mejor pudiere, en las que me pareciere ser más esenciales. Y podrá ser  que viniese a contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de daño, sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más. Menos mal. En cualquier caso vemos que se trata de un loco autocomplaciente pues cifra su perfección en el remate de la locura.

 

La finalidad de tal intento de perfección será la fama, leit motiv de don Quijote y por ello motor de sus torpes acciones y origen de sus innumerables infortunios. Ese deseo de fama, expresión inmediata de la vanidad, es su verdadera enfermedad, y debe conducir inexorablemente a la envidia (cuando la fama es obtenida por otros), la que a su vez genera nuevos sufrimientos[5].

 

Cervantes, probablemente llevado de su amor paternal, le evita a su personaje el mal paso de la envidia. Bien es cierto que don Quijote no tiene iguales con los que compararse salvo quizás el Caballero de los Espejos, pero éste no es “famoso”. De todos modos en el mundo real nadie está libre de la envidia de manera espontánea, y menos aquellos cuyo leit motiv es la fama. Quien quiere verse libre de tal “pecado” debe reconocerlo en sí mismo y combatirlo por el expeditivo procedimiento de no dejarlo intervenir en la determinación de sus acciones. Ahora bien, don Quijote ha sido creado con la “gracia” de ser inmune a la envidia[6]. Y es precisamente este hábil artificio cervantino lo que le da al personaje su atractiva inocencia. Si Cervantes hubiese permitido que la envidia de don Quijote llegase a las páginas de su novela, si hubiese propiciado la ocasión de que el caballero la reconociese en sí mismo y la combatiese, la historia habría sido más edificante, la curación de Alonso más verosímil, y el libro habría contenido al menos una hazaña verdadera. Pero seguramente jamás habría alcanzado la fama de que hoy goza.

 

Ahora bien, si don Quijote se  ha librado de la envidia no se ha librado de la confusión. La confusión es el mecanismo de que se vale su enfermedad radical para perpetrarse como dislate positivo. Confundido respecto de su propia persona, de su identidad, el mundo mismo le resulta confuso, confunde los harapos con vestidos, las bacías con yelmos, los palos con lanzas, las campesinas con princesas, los rebaños con ejércitos. En general toma por excelente todo lo vulgar. Paralelamente a esto, resulta, y el escudero no le va a la zaga, extraordinariamente ingenuo. Y esa ingenuidad -que, aunque taimada, constituye otro de sus indudables atractivos- es verosímil y consecuente: está dispuesto a creer cualquier cosa con tal de ser creído. Así se lo susurra a Sancho: Sancho, pues vos queréis que os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más.[7]

 

Don Quijote es un enfermo de vanidad, siendo su particular forma de vanidad, su motivación, la fama y en especial la fama del campeón, la de aquel que recurriendo tan sólo a sus cualidades innatas[8] -la fuerza de su brazo y su valor personal- obtiene lo más excelente en todos los terrenos. En definitiva será la fama (que él merece) la que le ha de deparar la felicidad. Ahora bien, como corresponde a la contradicción inherente a toda dinámica patológica, don Quijote es un incapaz para la felicidad. Lo simboliza en la elección de su pareja, una mujer que no conoce, a la que reinventa en su imaginación y con la que según sus propias declaraciones no tiene la menor intención de consumar la unión. El cumplimiento de sus titánicos compromisos lo ha de dejar libre para acudir, cubierto de gloria, a los brazos de su amada, pero el caballero nos decepciona al hacernos saber que lo único que ha de consumarse en el esperado abrazo ha de ser la culminación de su propia locura. Tantos esfuerzos para merecer a una dama y a la mitad nos sale con yo soy enamorado no más que porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean; y siéndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes. ¿No será impotente el caballero?[9]

 

Pero existe otra explicación: en su vanidad don Quijote no desea obtener nada que no derive de sus propios merecimientos, y se da el caso de que en el amor existe siempre un donativo imposible de pagar, de compensar o de merecer, y es precisamente ese donativo, que proviene de otra persona, el que Alonso no se permite aceptar, porque en su fantasía enferma se considera capaz de ganar todo aquello que reciba. Y es por ese camino de la vanidad como don Quijote se priva a sí mismo del amor en busca de una felicidad que, puesto que ha de provenir únicamente de sí mismo, es una felicidad más divina que humana o, lo que es lo mismo, una felicidad inalcanzable.

 

Ahora bien, su fantasía deja una puerta abierta a la posibilidad de un contacto sexual, cuando hace un inexplicable elogio de la alcahuetería. Tal vez es el lado trivial que se permite por una vez aflorar sus reprimidos deseos de sexualidad en la permisividad y aun el elogio de aquel que hubiese podido proporcionársela secretamente.

 

En su aspecto sublime, la felicidad deberá venir de la mano de su altruismo, de su noble y generosa dedicación a la defensa de los débiles y desfavorecidos, lo que no obsta para que en general prefiera la amistad de personajes encumbrados y las causas de ricas princesas agraviadas, más proclives a regalar ducados, reinos y hasta imperios con los que el caballero y su fiel servidor (su parte trivial) podrán subvenir en lo futuro a las  imprescindibles necesidades de su rango. Claro que este deseo hipertrofiado de bienes materiales permanece en un segundo plano y en todo caso don Quijote no los desea para sí, sino para favorecer y compensar a su escudero.

 

Pero Sancho, que nunca ha perdido completamente la razón práctica, (él mismo no es sino la razón práctica) sabe distinguir casi siempre lo real de lo imaginario aunque no pocas veces el delirio de su amo consigue anidar en su ambición, y eso lo envilece más allá de toda medida. Los pasajes en los que se produce este grotesco envilecimiento de Panza son en mi opinión los más tristes y dramáticos de toda la novela. Afortunadamente Sancho posee, si no salud en el sentido genuino del término, sí una fuerza descomunal, y renace en cada ocasión de sus “pecados” como un ave Fénix.

 

En general el personaje tiene un sesgo hacia lo sublime. La locura de don Quijote viene a ser más constante y más intensa que la ambición del escudero[10]. Es natural si tenemos en cuenta que la ambición material pronto o tarde debe rendir sus cuentas en el mundo de las cosas existentes en tanto que el domicilio de los proyectos insensatos de Quijano es su sola fantasía, y su perdida sensatez el único juez de sus famosos extravíos. Mientras que la ambición de Sancho se frustra a palos y coscorrones, la locura de don Quijote, inmune en tanto que sublime (inmaterial) a cualquier castigo físico, se ve alimentada a cada paso por la interpretación delirante que él hace de la realidad y que tiene por objeto en cada ocasión reforzar sus argumentaciones obsesivas. Cualquier confrontación que hubiese podido desanimar sus propósitos es reinterpretada al rumor de sus fantasías descabelladas. Así cuando los molinos le imponen traumáticamente su inapelable molinidad, él enseguida recurre al encantamiento (uno de sus argumentos favoritos) para explicar la inopinada presencia de esos ingenios de viento en medio de la llanura manchega donde sólo un momento antes campaban a sus anchas aquellos temibles gigantes. Y lo mismo  cuando el efluvio aliáceo de la campesina disipa, vía pituitaria, cualquier duda sobre su condición. Verdaderamente nos hallamos ante un loco recalcitrante. Su familiaridad con los encantadores y los encantamientos no es sino un signo más de la sublime situación que imagina disfrutar.

 

Y ha sido precisamente ese necesario sesgo hacia lo sublime el que parece  haber dado lugar a la imagen moderna de don Quijote[11], tan distante de la primitiva intención de su autor, intención que queda patente en toda la obra, pero de un modo meridiano en el reproche de la sobrina. Hemos de tener en cuenta que la sobrina es la persona más próxima a Quijano y por consiguiente la persona que más lo ama, de manera que el reproche que hace de su locura debe ser considerado seriamente[12]: Qué sepa vuestra merced tanto, señor tío, que, si fuese menester en una necesidad, podría subir en un púlpito e irse a predicar por esas calles, y que, con todo eso, dé en una ceguera tan grande y en una sandez tan conocida, que se dé a entender que es valiente, siendo viejo; que tiene fuerzas estando enfermo, y que endereza tuertos, estando por la edad agobiado, y, sobre todo, que es caballero, no lo siendo, porque aunque lo puedan ser los hidalgos, no lo son los pobres...

 

Pero  la novela de Cervantes no es sólo el relato de un desatino, de una enfermedad; es asimismo el de una curación, si bien no completa desde una perspectiva antropológica. El reencuentro consigo mismo de este doble personaje constituye un magno acontecimiento literario cuyos perfiles están caligrafiados con los trazos magistrales del iniciado. Dolorosamente consciente de su escasa disposición para el trabajo, el autor no promete, como hacen otros, ocuparse  en fecha breve de cuestión tan interesante, pero si algún día se ocupa promete, eso sí, hacéroslo saber.

 

 

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NOTAS
 

[1] Capítulo XXX de la primera parte.

 

[2] Sancho también se contagia del deseo de notoriedad de su amo, pero en unos términos más moderados, sin esperar la gloria: por verme puesto en libros y andar por ese mundo de mano en mano, no se me da  un higo que digan de mí todo lo que quisieren. (Capítulo VIII de la segunda parte). A ver qué famosete actual puede mejorar esto.

[3] Capítulo XXV de la primera parte.

[4] Esto puede tomarse en un doble sentido en la medida en que el loco sea también él mismo.

[5] En El Quijote los sufrimientos positivos de todo tipo toman la forma de acontecimientos traumáticos que sobrevienen al entrar en conflicto el personaje con su entorno. Estos acontecimientos equivalen a los episodios que produciría la enfermedad.

[6] Cabría objetar esto, si bien remotamente, atendiendo a la tristeza que acomete a don Quijote cuando Sancho parte para gobernar su ínsula. Él atribuye tal tristeza a que echa de menos a su escudero, pero un lector malicioso podría pensar que se debe al suceso de Sancho, lo que demostraría envidia en el hidalgo. Personalmente acepto la interpretación de don Quijote porque si Cervantes hubiese querido hacerlo envidioso lo habría mostrado con más claridad.

[7] Capítulo XLI de la segunda parte.

[8] Merece la pena señalarse el hecho de que don Quijote no se toma el menor cuidado en ejercitarse física o técnicamente para sus aventuras.

[9] Dada la confesada virginidad del don Quijote jamás podremos disponer de ningún testimonio objetivo al respecto.

[10] Ambición material y vanidad sublime no consiguen concertarse bien, especialmente cuando la primera se exacerba, ya que la última siempre lo está. Así cuando don Quijote declara que no tiene intención de casarse con la princesa Micomicona, Sancho no puede soportar semejante falta de juicio; con su ambición a punto de caramelo siente cómo le quitan la miel de los labios y arremete contra don Quijote y de paso, contra Dulcinea. Es una pequeña apoteosis del enfrentamiento de la ambición material contra la ambición vanidosa. No hay modo de que ambas estén juntas si están ambas exageradas. La cosa termina en palos, es decir en sufrimiento. (Capítulo XXX de la primera parte)

 

[11] Inexplicablemente don Quijote ha llegado a representar  aquello de más noble y genuino que posee la naturaleza humana.

[12] Capitulo VI de la segunda parte, que  Cervantes dice ser uno de los importantes capítulos de toda la historia.

 

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