SEQUEDAD

Olga Pérez Zumel

 

 

    Los ardores de julio soliviantan a quienes se atreven a habitarlo. Heroicos se mantienen por los caminos polvorientos embaucados por las sombras que prometen siestas. Caminaba con paso lento como siempre, nunca tuvo prisa, pensaba en las cosas acercándose a uno sin necesidad de ir a buscarlas. Un día más, bochornoso como otros, le secaba el alma como pescado colgante entre moscas y salazones. Las manos sujetaban los bolsillos guardándose del aburrimiento. Ya pasó el tiempo en que doblaba el lomo de sol a sol y las agrietaba atando haces de trigo. Hoy la maquinaria adelantada cortaba y ataba en horas lo que cien hombres no podrían en un mes. Nunca trabajó tierras propias, siempre se dobló para otros a cambio de pan y sopas. Paseaba ahora su mirada cansina y hastiada de recuerdos por campos y caminos ahogados de sol. Allí el negro olmo donde un día vertió lágrimas amargas. Aquí la caseta tras la cual levantó la falda a aquella moza morena que le buscaba con impaciencia y desvergüenza una vez entregado el almuerzo al marido. Estúpido, que sospechando siempre nunca le negó el saludo. ¡Que placeres aquellos!, cuando su mano encontraba el camino abierto hasta el fruto jugoso ya por la espera. Y la risa loca de ella, risa medio boba. Se le hormigueaba el cuerpo bajo el ombligo sólo con el recuerdo. Un procaz verano para solitarios de camino polvoriento. Y la pesada calima le engullía ocultándole al mundo, para ella, diabólica, ansiosa de almas extraviadas a pleno sol.

 

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