LA UTILIDAD DE LA LITERATURA

 

Carlos Yusti

 

 

 

         En nuestra sociedad utilitaria, mediática e Internetizada la literatura parece no tener usos prácticos rentables. Aparte de los best-Séller, los libros de autoayuda y las noveletas rosas el resto de los libros, agrupados en la categoría de literatura dura, ocupan si se quiere un lugar subalterno en ese gran emporio comercial del libro impreso.

         La literatura tiene utilidad, por supuesto, a otros niveles más románticos e idílicos, a niveles en los cuales el neoliberalismo tiene siempre saldos en rojo. Me refiero a esa zona que se conoce como alma, al espíritu, donde se va forjando lo mejor, en cuanto humanidad se refiere, que podamos tener y brindar.

         Otro aspecto de la  innegable utilidad de la literatura radica en el tiempo ocioso que tardamos en leer un libro. Tiempo que en nuestro mundo vale oro y otros tópicos por el estilo. El tiempo que consume un lector en leer completo, por ejemplo, a Proust es un terreno baldío, un abismo luminoso. Ese hueco infructífero entre el libro y el lector es de suma importancia en un momento en el que todas nuestras actividades (trabajar, comer, hacer el amor, etc.) están cronometradas y ceñidas al horario esclavizante de una sociedad apresurada por el consumo y la ganancia. Ese alto que hacemos al leer un libro puede permitirnos alejarnos de esas urgentes actividades del día que nos colapsan física y síquicamente.

         Leer novelas fantásticas, o de aventuras, puede permitirle a cualquiera abandonar por un momento su estrecho mundo particular amueblado de infinidad de contratiempos domésticos. Leer un poema, un cuento permite que el lector ordinario se acerque al lenguaje con un ritmo distinto al lenguaje que utilizamos a diario en la vida. La literatura permite que conozcamos a cabalidad la riqueza, la complejidad y la belleza de nuestra lengua.

         En lo que a mi respecta puedo asegurar que acercarme a la literatura me permitió sobrevivir al barrio pobre donde pasé mi infancia. Este barrio de mi niñez tenía mucha similitud con el Oeste peliculero. Imperaba la ley del revólver. Adultos de muy dudosa reputación pululaban por sus calles. Hacerse lector en un medio tan hostil para los sueños y la poesía no fue sencillo. No obstante por esa engreída petulancia de cargar siempre un libro bajo el brazo (era lo que dice en forma despectiva un “sobaco ilustrado”) pude granjearme la simpatía de los buscones y perdedores del barrio. Me tenían como un niño estudioso y aplicado. Yo sería lo que ellos nunca fueron. La protección velada, o no, me vino de todos lados gracias a mi afición de leer libros. Siempre vuelvo a mi barrio. Visito la vieja escuela donde cursé la primaria. Mantengo conversación con los alumnos sobre mi experiencia como lector, sobre como, al igual que Sherezade, la literatura pudo salvarme.

         La literatura más que un medio para hacerse de una educación, de un saber técnico es una manera literaria de ver la vida. De sentir la vida alejada de las pasiones analfabetas. De esa vida que pasa por el tamiz asombroso de la palabra escrita y se enriquece y nos enriquece de manera determinante.

         Leer permite ensanchar la imaginación. Permite que nuestros sueños adquieran la carne ineludible de la metáfora y la parábola. Permite que aprendamos a leer la vida como un hecho irrepetible digna de ser narrada, poetizada y de ocupar vastos anaqueles en las bibliotecas públicas y privadas. Porque a fin de eso se trata la literatura, de la vida hecha palabras, de la vida hecha con trozos grandilocuentes de poesía, sueño, pesadilla fugaz, de la vida como ecuación fundamental que poco a poco puede ir aclarando lo leído en los libros.

         Como se nota la utilidad de la literatura va directo al corazón. Amamos porque lo hemos aprendido primero en los libros. Soñamos porque estamos hechos de palabras. Convivimos porque tenemos la capacidad de cantar y contar. Porque estamos escritos en ese gran libro de la naturaleza como enigma y respuesta.

 

 

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