DE BABILONIA
Manuel Moya
Los campos se ocultan en su arcilla
y en los barcos no se narra la grandeza
de sus templos; la sangre duerme
y duerme el dios que aquellos ojos vieran
guiando las borrascas.
Ahora es el león, son las serpientes
los que pulen cornisas y escaleras,
pero aún bulle entre sus sombras
un idioma lábil como el fuego.
Ningún signo del viejo labrador
que en las planicies se ocupara
del trigo y de las lunas. No se pesca
donde al cabo se hacen una las corrientes.
Abajo, en el arroyo, se afanan los escribas
trazando en las arenas laberintos,
acaso laberintos ellos mismos.
Sólo el mercader se hace a la mar,
atraviesa cabos y desiertos
convencido de que el cielo
es el mismo y de su parte:
en qué lugar, pregunta,
el ámbar y la púrpura, el secreto del oro
y del guarismo, la forma del puñal
en los estambres.
Pero aquél que nació de las arenas
a ellas vuelve, y ni la furia,
ni el dolor, ni la canícula,
ni los trazos errados del escriba
podrán nunca cegar
el ancho pozo de su sangre.