PÁGINAS DE UN DIARIO

José Luna Borge

 

Domingo, 14 de enero de 1996

No sé quién dijo alguna vez que "lo más difícil, cuando se recuerda la juventud, es limpiarse los pies en su umbral, y entrar en ella desnudo, desprovisto de la experiencia y de los pensamientos actuales".

Ese ejercicio de la memoria viene a ser un simple ejercicio de humildad en el que hay que ir despojándose de todos los trajes y prendas que, desde entonces, nos hemos ido comprando y poniendo. Pero, siendo esto difícil, hay otra cosa que lo es aún más: el pensamiento, lo que entonces uno tenía en su cabeza, las ideas, sueños, proyectos que alimentaban nuestros sueños. "Cuando uno se acuerda de su pasado remoto, lo más complicado no es reconstruir en la memoria los hechos, ya que éstos acuden involuntariamente y se acumulan; mientras que los pensamientos de aquella época y la actitud de entonces hacia la realidad circundante se precisan de una manera torturante". Estas palabras de Izraíl Métter me animan a preguntarme ¿en qué pensaba yo en aquellos años? ¿de qué emociones vivía? a sabiendas de que la respuesta se pierde en vaguedades, dentro de paisajes perfectamente delimitados. Es como una escena de muñecos de guiñol a los que ves moverse, gesticular y reír, e incluso logras identificar, pero que no tienen voz, no escuchas su voz ni sabes lo que piensan y lo más terrible es que mañana sucederá lo mismo con estos años y con estos días.

 

Martes, 23 de enero de 1996

Es necesario no apegarse demasiado a las cosas, hay que saber dejarlas marchar. Por ese camino se llega al desprendimiento absoluto, a la erradicación de egoísmos y apegos inútiles y dicen que, incluso, a verse pasar a uno mismo por la vida como si fuera el viento que pasa y acaricia la playa, como el fluir de las estaciones o como esta nube que deja aquí su carga de agua y al rato se va a otras tierras, a otros caminos.

Dejar marchar las cosas y las personas, siempre equivale a sufrimiento, a dolor. Recordar, sin embargo, es como si un espejo que antaño se rompiera, fuera recomponiéndose en nuestra memoria, pieza a pieza, arista con arista, restañándose con la serenidad del paso de los días.

No, no hay que aferrarse demasiado a las cosas, hay que saber dejarlas marchar. "El dolor de ahora es parte de la felicidad de entonces".

 

Jueves, 25 de enero de 1996

La solitaria rutina de poner en orden acontecimientos y pensamientos que cada día nos asaltan, es la tarea del escritor de diarios. La vida entorno y la propia se van configurando en un recinto privado del que somos dueños y señores. Ese pequeño paraíso lo vamos modelando a nuestro gusto y antojo y la lucha por dotarlo de carácter es uno de los asuntos más apasionantes que la vida nos puede deparar. El conseguirlo y transformarlo en propiedad privada en la que, a su vez, se encuentren a gusto los que a ella se asomen, ese es el gran reto del escritor de diarios.

 

Jueves, 11 de abril de 1996

Los niños juegan, como todas las tardes, en el jardín. Aún no saben que esos juegos que ahora practican con tanta entrega y audacia les han de servir de recuerdo o de paño de lágrimas el día de mañana. La vida es así de sorprendente y tal que ahora ellos juegan con ella sin tiempo y sin memoria, ella jugará mañana con ellos, cuando ya el tiempo se les haya escapado definitivamente de las manos y sólo sea el lugar de la melancolía.

 

Jueves, 18 de abril de 1996

Un dolor venido a menos no es ni tan siquiera dolor, es la carbonilla de un recuerdo que van apagando los días. Como aquellos trozos de carbón incandescente que echaban en nuestras manos infantiles los fogoneros de las temibles Santa Fe a su paso por Sahagún y nosotros bailábamos con ímpetu y afición, ahuecando y agitando las manos. La brasa, poco a poco, se iba reduciendo a carbonilla que lanzábamos sobre la nieve, dejando un rastro, un hueco humeante y quemado, el recuerdo del fuego sobre la nieve.

 

Sábado, 17 de febrero de 1996

He intentado recordar una cosa tan simple como un número de teléfono que durante algún tiempo fue importante para mí y, sin embargo, no ha acudido a la memoria. Era entonces tan principal que venía solo, con la misma naturalidad que el respirar y, ahora, se ha ido sin darme cuenta. Un teléfono que deja de marcarse se olvida, como se olvida un rostro o un camino que hace tiempo transitábamos. El recuerdo es una cualidad mágica y misteriosa; cubre de suave niebla aquello que va quedando alejado y coloca en primera fila lo que la vida nos va ofreciendo en cada momento.

 

Domingo, 18 de febrero de 1996

Viaje a Oviedo. Hace cinco años que no venía por aquí y en este tiempo la ciudad ha cambiado mucho: zonas céntricas cerradas al tráfico, fuentes y esculturas polémicas, iluminación del casco antiguo y del Campo de San Francisco con más farolas que árboles, viejas y nuevas librerías, viejos y queridos recuerdos…

Otros rincones, sin embargo, siguen igual que estaban hace quince años: antiguas esquinas que me traen imágenes perdidas, calles y casas donde viví de alquiler durante tantos años, aquella avenida de Pumarín, donde quedó varado el fantasma de un antiguo y querido recuerdo… Pasé frente a aquella puerta, la vieja y desvaída puerta de madera ha sido cambiada por otra de aluminio, y no pude evitar dirigir la mirada hacia el piso tercero. La inútil memoria me trajo al instante aquellos dulces días de vino y rosas. Llovía y el frío viento azotaba los ojos, pero allí estuve, detenido unos minutos frente a mi propia verdad que, de pronto, se me presentaba desnuda y más desvalida que nunca, en una oscura y desolada calle de esta lluviosa y nunca olvidada ciudad.

La memoria nos espera despojada en lugares imprevistos. Sin apenas darnos cuenta, nos pone por delante un espejo donde nos vemos reflejados, pero en el que a duras penas logramos reconocernos.

 

 

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