El hombre que se perdió en sus pensamientos

Carlos Briones

 

El joven Ricardo Bada, conocedor de rarezas y de peculiaridades, en un viaje de Bonn a Colonia, después de haber pasado algunas horas con J.L.Borges me sugirió, en 1983, un encuentro con la doctora G. No reaccioné como todos reaccionan y Bada insistió: Deberías conocerla. Y agregó cierta expresión fácil, pero que se correspondía con su empeño: Es encantadora. El resultado fue un desastre: me contuve. Las fascinaciones de Bada no siempre coincidían con las mías: respecto a Borges y Hernán Valdés, claro, por supuesto, ciento por ciento; pero respecto al cubano Alejo Carpentier o al colombiano Gabriel García Márquez, no. Me explico: me fascina El amor en los tiempos del cólera, pero de ahí a encontrar fascinante todo lo que dice o escribe este autor, no. Algunos lo hacen por lealtad política, como ciertos chupamedias chilenos. Claro, si Bada les pilla una pifia se las hace notar. Los seguidores de García Márquez lo han crucificado ya un par de veces. García Márquez le ha dado las gracias. Julio Cortázar fue más entusiasta, le grabó un larguísimo mensaje, con un afectuoso comienzo: Rrricarrrdo. No me vi de inmediato con la doctora G., pasó un tiempo. La llamé, y ella me lo hizo notar: El joven Bada me dijo que era posible que tú llamases. No tomé en cuenta su observación y nos pusimos de acuerdo para vernos. En verdad era encantadora y se comportaba de manera muy parecida a Bada. De inmediato me sugirió que debía conocer a dos o tres personas: jóvenes y de mucho talento, mujeres. No le presté atención a sus pases, y me concentré en ella. Vieja, como era, todavía tenía formas, y lo principal, ¡Maldito Bada!, encanto. Inteligente, hermosa, encantadora, y… lo principal: desafortunada en el amor, lo dijo ella. (Bada también me había contado el chascarro de unos patanes chilenos que habían tratado de seducir a la polaquita Helena de México.) Me mostró fotos de cuando era joven, y por ella conocí a la fotógrafa que documentó la patinada de un general galés que ordenó encerrar a los judíos, después de la liberación de Hamburgo, que habían devuelto de Palestina, en los mismos barracones que los habían tenido los nazis. Pasé horas chequeando, comprobando detalles, autentificando, y después meses documentando e investigación esa ofensa, esa arrogancia, esa estupidez, esa infamia del Alto Mando Inglés. Para nada, y por supuesto, nadie quiso publicarla. Las fotos de la doctora G. cuando joven y también de la fotógrafa, me hicieron dudar y contenerme. Mi sanción al nazismo es drástica y dogmática. No dejé de coquetear con la doctora G. mientras sucumbía a los juveniles encantos de las encantadoras y jóvenes inteligencias que ella me había sugerido conocer. Judías o teutonas, daba lo mismo, me inclinaba sí, por esas mezclas con algo de nuestro continente. Ariadna, en Argentina la bautizaron como Adriana, pero ella después arregló su nombre, había nacido y se había criado en la Patagonia, me mostró algunos impresos. Descubrí, revisándolos y escuchando sus comentarios, uno, en el que alguien había reproducido una parte de la Tabla 15, de las famosas Tablas iraquíes. Los caracteres eran singulares.

-Obsérvalos con detenimiento –me recomendó de manera juvenil y maternal, y me indicó cierta ruta. Después, sé, se fue al baño. Lo hice, me concentré en la escritura y traté de ver; cuando comencé a percibir una forma, sentí el acercamiento, la temperatura del cuerpo de Adriana y una breve presión en mi hombro. Me concentré aún más en el deslumbrante quehacer. Supuse, con placidez, pero con la frialdad de mi oficio, que mi estado no era ajeno a los efectos del té de Adriana, aficionada a ciertas mezclas naturales que, según ella, la ayudaban a concentrarse. Al comienzo me pareció distinguir un rostro, con facilidad me imaginé la figura de L-Palm (el personaje, digámoslo así, de la Tabla 15). Sabía que no estaba en un lado ni en otro: sentí, con agrado, el avance de las manos de Adriana. Yo no estaba en la posición de L-Palm, nunca lo he logrado, pero sentí un cierto calorcillo en la cara, cuando en los rasgos de L-Palm comencé a distinguir los míos. El leve sabor a tabaco de la boca de Adriana, en vez de molestarme, me tranquilizo, y su pericia, me tranquilizó aún más. Trascender así, pensé en un recodo de mi lejana lucidez, no estaba mal. El agrado físico del quehacer de Adriana era envolvente y placentero. Con droga o sin droga, verme a mí mismo, y sentir, hacer y percibir, verme hacer mis fantasías, era algo absolutamente superior a todo lo experimentado por mí. Yo sentía y veía, en la reproducción del documento de Adriana, lo que hacía. Pensé, vulgarmente, aunque me vuelva majareta, después voy a escribir todo, absolutamente todo. Adriana se comportaba, podía verlo y observarlo, como el más apasionado voyeur, de manera audaz y espléndida. La temperatura de sus oquedades era superior a la tibieza de su espalda. Yo pienso por imágenes, por eso cuando me preguntó una argentinada íntima y deliciosamente obscena en relación a la fascinación que me producían sus nalgas, y la vi descomponerse en la imagen que me entregaba el documento, tuve que tomar una decisión: perderme en mi fantasía o fornicar con Adriana como siempre lo había pensado. Algo, algo que ahora considero un error, le dije, al pasar. El cuadro se descompuso, la imagen cambió, y comencé a ver a la doctora G., sin embargo yo era el mismo. Seguí, no podía parar, no podía pensar otra cosa. Lo intenté, pero no pude.

 

He corregido, he suprimido muchas páginas, sobre todo aquellas que presentía exculpatorias, de esta experiencia. Estoy en Santiago de Chile, mi hijo y mi mujer, siguen viviendo en Colonia, Alemania. Cada cierto tiempo me escriben, y así al pasar, me incluyen noticias de viejas y queridas amistades. (Para la Guerra del Golfo, a Horst Reichardt, redactor responsable de Europa Semanal, se le había ocurrido que fuese a reportear esa fanfarronada del poderío militar occidental: Por tu experiencia, fue todo su argumento. Fue un desastre. El trabajo de la cadena CNN era aplastante, y superficial. Ninguno de sus reporteros se metió en el drama que ahí realmente se vivía, y se justificó, militarmente, bajo la perspectiva del castigo militar occidental al dictador iraquí. Era difícil, estoy de acuerdo, cruzar las líneas, pero no imposible. Pasé momentos bastante desagradables con mis colegas occidentales, cada vez que tocábamos el tema de la objetividad de la información, como en Vietnam se atrincheraron en que era imposible la imparcialidad. Y de la Cultura, ni hablar.)

Horst Reichardt, me informa mi mujer, en una frase dolorosa y despectiva, habría sido la única personalidad alemana, de los 15 ó 20 presentes en el funeral de la doctora G., ocurrido hace poco. Le escribí a Reichardt, pidiéndole detalles. Me mandó un video, brevísimo, donde Silvina Bórquez informa de este evento. No aparece él, reacio, como todos los hombres de TV a aparecer en cámara. Pero en un rincón, de negro, enteramente, y con un velo transparente, está Adriana. Siguiendo esa vieja y maniática costumbre de los hombres de TV, retengo la imagen, la computarizo, la acerco, la manipulo hasta la saciedad, hasta la insatisfacción enfermante; ninguno de los manipuladores de imágenes ha alcanzado jamás aquel producto que lo satisfaga. La imprimo, me concentro en ella y repito un ejercicio lento, voluntarioso y sublime, hasta que ella me toca, hasta que ella me alcanza. Eso es todo. Estoy corrigiendo una versión de la Tabla 15, que creo, alcanza un porcentaje bastante alto de exactitud.

(Las tablas iraquíes, o Las tablas encontradas en Iraq, como algunos, que no nombraré, quieren, son, como todos sabemos: quinientas diecinueve. Doy por hecho que todos lo saben, o deberían saberlo. Corrijo: la información está y los que quieren saber, saben. Hace mucho tiempo que dejaron de inquietarme las víctimas de la ignorancia: cristianas, ateas, musulmanas, agnósticas, me da igual. Mi propósito, aunque parezca lo contrario, no es denigrarlos, ya sean víctimas o victimarios.)

La Tabla 15 dice así:

El espejo que detiene el tiempo1.

Desde hace más de siete mil años, en un lugar del desierto, en el Oasis de los Guepardos, los hombres, los animales, los vegetales, y hasta el sol, el viento y el agua, protegen y defienden a L-Palm, un ser que no es hombre ni mujer, rey ni reina, y que a cambio de la felicidad, obtuvo un pedazo de ese algo en el que se refleja de cuerpo entero, desde todos los lados, arriba y abajo, así como de Sur a Norte y de Este a Oeste, y que sólo basta mirarlo para que dé sabiduría, buena salud, poder omnipotente sobre los que lo ven, sobre los que piensan en él, y sumisión de parte de los que cada cierto tiempo han tenido el falaz propósito de atacarlo para reducirlo.

L-Palm tiene el pelo del color del trigo, melena poderosa, frente ancha, maxilares fuertes, su perfil es riguroso; depende del lado que se le mire, representa un prototipo de raza humana; nadie le ha visto el color de los ojos, pues su mirada está concentrada en ese pequeño objeto que mira y que mantiene a una distancia de unos veinte centímetros de su cara impertérrita; impertérrita, no inexpresiva.

Sobre una roca, alta, inaccesible, L-Palm está ahí, en la eternidad, inútil, mirando ese objeto; quienes se acercan, se imaginan las respuestas que él da a sus interrogantes. Muy diversas generaciones de hombres y de mujeres han adoptado a L-Palm como la Verdad, la Eternidad, y por último como el origen de los arquetipos griegos, de los que nace la fantasía de lo que conocemos como dioses, esas explicaciones, necesarias o innecesarias, pero falaces, del Universo.

Hasta la forma de la inaccesible roca, sobre la que está sobre sus piernas flextadas, con su talle recto, y su tórax henchido, hasta allí llegaron, miraron, y trataron de imitar a L-Palm los hombres que construyeron esas porquerías que las civilizaciones conocen como pirámides; pero las construyeron no para la vida, sino para su continuidad, dicen, para la muerte. (El concepto de la muerte no pertenece a su cultura, es muy posterior y bastardo, su contaminación de dolor e infamia, para ellos era sólo de misterio y bienaventuranza.)

Los que vuelven, pero que no saben que han vivido ciento setenta veces cinco lunas, y predican sus imaginaciones, inventan y mienten, como el semita Nubsah, el Infame, que, torturador y asesino, protegido por los hábitos de una religión nueva, mandó matar a Gutman, el Guerrero, ese joven que pudo enfrentarse a su destino de efebo de hoplita, ésos son los de la Secta Secreta del Soid, que primero fueron violadores, asesinos, adictos a unas esencias trastornadoras, por lo que fueron perseguidos y castigados por los romanos, y luego con la exageración del castigo se convirtieron en víctimas, obtuvieron perdón y poder, y se convirtieron en engañadores, recolectaron engañados, y retornaron a su origen, amenazaron y mataron impunemente.

Hasta aquí la mentada Tabla 15, y la traducción de la doctora Mirjam G., que trasladó este texto al alemán. En un lugar secreto, de Persia o Iraq, están las otras quinientas dieciocho Tablas que un hombre santo del desierto -se dice- tradujo al parsi. No se sabe en qué idioma original están escritas. Sólo se sabe que su lenguaje era poético e intrincado, lleno de severas sentencias y de sabios juicios. Los creyentes aprendieron a creer en ellas como los hombres que aprendieron a leer en el cielo.

La doctora Mirjam G. anotó una advertencia para los posibles lectores de su trabajo. Dice que no la deja completamente satisfecha la utilización del pronombre neutro alemán "es", y que a veces, en la comprensión del texto original sintió la masculinidad de L-Palm. Por eso, en algunos casos, recurre a las imperfectas imágenes de la fantasía cristiana de los seres asexuados que no son más que un resabio de la voluntad castradora y represiva de los especuladores semitas que intentaron un tercer género, que no se opusiera a las implacables leyes de la fertilidad; para que no quedara en evidencia la infertilidad de algunos. Luego documenta una serie, criminal para nosotros, de castigos para los infértiles. Hubo un tiempo -dice- en que se perseguía y castigaba a los infértiles, ya sea estos hombres o mujeres; los que para protegerse inventaron la santidad o la dedicación absoluta a orar -hablar con los dioses-, a inventar dioses o a interpretar los sueños originalmente. Y lo que era pecado se convirtió en algo divino. Y como en todos los excesos, eran seres que se drogaban continuamente, como los de la secta de los esenios, en el clímax de su superación, las víctimas se convirtieron en victimarios.

La doctora G. trabaja este texto a fines de la década del cuarenta. Me la imagino influenciada por el impacto psíquico de los crímenes del Nazismo (otra posterior secta secreta). Yo traslado sus reflexiones y su trabajo, del alemán al castellano, cuarenta años después y estoy no menos impactado por lo que hacen ciertos defensores de la Cultura Occidental. En Castellano, como todos sabemos, no existe el género neutro; hay sólo dos géneros: masculino y femenino, y nadie se plantea dificultades con los seres asexuados, como los ángeles de la regiones cristianas, que en castellano, arbitrariamente se les impone el género masculino. Sé que me refiero a fantasías que no son propias de este idioma. Pero cuya adhesión fervorosa ha hecho un aporte importante a su población mundial, que no se corresponde con su representación celestial ni menos en su centro de poder aquí en la Tierra2.

Este quehacer, y el placer, la fascinación que me reporta, no es una exageración, aunque pensar no sea otra cosa, me resulta placentero y necesario, perentorio, en mi soledad. Se me ocurre una frase: El hombre que se perdió en sus pensamientos. Voy a tratar de practicar esta idea y ver qué resulta.

Notas:

1(Original en parsi, persa antiguo, traducido al alemán por la Dr. Mirjam G., 1948)

2(Lo Franco, Santiago de Chile, 25.12.95)

 

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