Schlossplatz

 

José Ordóñez G.

 

 

 

 

 

 

Para Silvia

(Stuttgart, 14 de julio del 2007. El Puerto de Sta. María, 19 de agosto del 2007)

 

Schlossplatz  

Todo el espacio se queda pequeño si tú no llegas. Si miras la gran fuente de la plaza ves otra agua fresca, otra humedad que no es la de tus labios. Esa plaza del encuentro, el nuestro tan hermoso, tan fugaz; allí se cerraban nuestros corazones, el uno para el otro. La plaza, el sitio, todo tan inmenso y, a la vez, tan íntimo... como tus ojos en el centro, apareciendo ante mi angustia de perderte, ante el inicio de este otoño en verano. Esa plaza cerrada es una paradoja, porque allí conocí lo abierto de tu alma y mi largo letargo ante el amor más sincero, más nítido, más profundo. Nos amamos allí como dos chiquillos al amparo de una vieja música, tal vez de Serrat o de Hilario Camacho, o de Silvio Rodríguez... todo lo presente era música enamorada. Todo eras tú en esa plaza. El sitio del amor. Tu sitio para que yo lo habitara como el hogar más cálido, como el hogar del regreso a lo único verdadero: la vida llena. En esa plaza me diste la vida que perdí, la que siempre quise, la que nunca he dejado de buscar. La vida que no se mide ni se encierra en los días pactados ya por el silencio, por un vivir sin vida. Los días encerrados del deber y la culpa que tú has hecho estallar como una burbuja de aire, como algo falaz, absurdo, como algo que sé no merezco.

 

Schlossgarten  

A esa hora tus ojos eran toda la luz de la tarde. No me cansaba, te miraba y no me cansaba y tu ternura me vencía como a un niño las caricias de su más cercano amor. La siesta a la intemperie del parque, aquella siesta nuestra donde tus besos colmaron toda mi dicha, aquella tarde nuestra y de nadie, será la tarde de todas las tardes. Eras tan clara ese día que ni los gansos, tan fieles cerberos de lo ajeno, se atrevieron a frenar tu entrega: ¿cómo parar ese don de la naturaleza que eres para el amor? ¿cómo decir no a tanta dicha tuya? ¿cómo no disfrutar de este paraíso que pareció jardín? Estábamos encerrados uno en el otro sin miramientos, sin condiciones, estábamos... volcados en el amor tuyo y mío, y no existía mundo más allá de nuestro amor. Pasó la tarde y el día como pasan las olas hasta caer exhaustas en una orilla de cualquier sitio, de cualquier tiempo, de cualquier cuerpo... aunque el tuyo, que fue mío para mi fortuna, era todo el jardín de aquel paraíso perdido. Jardín cerrado. Así te llaman y así se llama nuestro secreto. Así viví tu cuerpo absoluto, tu amor verdadero. Todo nos dio igual: la gente, las aves, el día nublado... porque no había más todo que nosotros, porque no había más labios que tus labios, ni más amor que el tuyo. Silvia de esta selva que se prodiga en susurros a los que acudo y me entrego. Silvia mía en estos días de agosto. Este jardín que nos guarda, que tengo detrás como mi ángel guardián, será el paraíso para aquellos que lo perdieron todo, para aquellos que por amor pecaron de indulgencia y de poca altura vital. Tú, Silvia mía, eres el jardín cerrado, el ancho espacio que habito por tus besos... mi libertad.

 

Esslingen am Neckar  

Recorrimos la parte antigua, casi todo el centro, y nos fuimos besando en cada esquina como quienes apuran lo más valioso, lo más fugitivo, lo más claro de esta vida. Tu vestido, al que todos miraban en sus insinuaciones más frescas y tersas, te jugó alguna que otra mala pasada para mi bien. Dijiste algo muy hermoso, algo que de tan sencillo y verdadero me llegó con toda la ternura del mundo: “Alemania la he conocido por ti y no sería lo mismo sin ti”. Pero ¿sabes chiquilla mía? ¿qué viaje hubiera sido éste sin ti? No era Alemania, amor mío, eras y eres tú mi viaje más profundo, más cierto. En aquella terraza nos dimos todos los besos que la pasión y la poca vergüenza nos dejó. Es cierto que no había toda la gente que había, ni el murmullo de voces eran voces ni murmullo. Solos tú y yo, y esa timidez tuya cuando la ternura me invadía y te miraba a los ojos como quien mira a un prodigio y se asombra y se ensimisma. Te miraba, una y mil veces me perdía en el verde de tus ojos como en el bosque que nos tenía. Te miraba como quien mira una tarde de primavera por primera vez, como quien en tu cuerpo ha vivido lo primero del primer amor. Esa pequeña ciudad nuestra. Te gustó tanto que la tendré siempre en mi alma porque tú fuiste su alma. La mía, perdida hace tiempo entre los gastos de la rutina y las buenas maneras, la volviste a crear tú con la sencillez y la naturalidad de tus labios suaves, cálidos, trémulos. Cómo te seguí por aquella escalera, aquella subida hasta el cielo era todo mi bien y todo lo que podía esperar; a cada paso te amaba más, más te deseaba y más buscaba los besos furtivos antes de la noche nuestra. Ciudad imprevista, casi nada en el mapa de las grandes cosas y todo en nuestras manos juntas. Vimos la casa que podría ser nuestra, el sitio lejos de todo y de todos, nuestro sitio para amarnos hasta caer dormidos con toda la serenidad de los que ya han sufrido todas las promesas absurdas e insensatas. Te abracé para quedarme así toda la noche y tú me dijiste abrázame así todas las noches.

 

Tübingen  

Te gustó tanto la ciudad. Tal vez ibas ya con todo lo que te había contado del loco en la cabeza. Tal vez ibas al sitio donde un mismo amor como el tuyo, como el nuestro, vivió sus días más tensos. ¿Íbamos a ajustar cuentas con la injusticia, con la amargura de un fracaso que no tenía sentido? Esa ciudad nos lo prometía todo, y así andamos por sus vericuetos: la universidad, el seminario, el río, la torre, la plaza de nuestro almuerzo... ¡Qué no recorrimos sino nuestro viaje de enamorados! Ese día tu pelo y tus ojos lucían como agradeciendo al sol su fiesta. Y yo te miraba con más intensidad aún, era todo ternura en tu semblante. Y ese gesto tuyo de niña joven, reciente, fresca y frágil, ese gesto en la voz con la dejadez de una queja silenciosa y honda. Cuando me besabas con los ojos a punto de caer, y con ese suspiro gracioso, yo me rendía. Tubinga se estrechaba más y más a mi cerco hasta quedar fundida en tus labios. Ah! Tubinga, te has quedado con algo nuestro, por eso también nos amas como te amamos nosotros, como ella te ama. Ciudad antigua, hermosa, ciudad celebrada en la Europa del pensamiento más alto y atrevido. Ciudad de la razón y lo real de la razón ¿cómo es posible que te sostengan los sentimientos? ¿cómo es posible que albergues en tus entrañas la más viva llama de lo que nunca pensó? Te amamos por eso. Ella y yo te amamos porque nos diste un espacio donde lo vivido vuelve a vivirse, donde el amor torna amarse, y respirar es contar las horas de los besos; ese día de la mano tuya, amor mío, conocí una ciudad junto a un río que te llevaba a lo más recóndito de mi historia, a todo lo bueno que me tiene, a toda la felicidad que espero contigo. Tubinga no es una ciudad sino el nombre del amor nuestro. Y sus cimientos tu cuerpo y el mío en la noche al amparo de los susurros, los besos y gemidos de tanto amor real, de tanta razón dejada a la intemperie. Ella redimió en nosotros una larga y triste historia. En sus calles anduvo la dicha y las palabras más ciertas y justas. Dulces fueron tus manos en cada caricia y tu piel, tan suave, dejó que mis manos la recorriera como los meandros del Neckar la quilla de las barcas.

 

Hölderlinturm  

“El Hölder no estaba loco”, reza la pintada en la pared junto a la puerta que da paso a la famosa torre. Hubo un tiempo en que lo tuve por un pobre desgraciado, uno de esos poetas patéticos tan atractivo para los jóvenes de amores trágicos y cursis; un exagerado de las emociones embelesado con un imaginario mítico al que daba una realidad ilusoria, poco fiel a lo que verdaderamente tuvo que ser. Hubo un tiempo en que me impactó, me despertó interés y seguí su rastro en la locura para entenderle. Fue una especie de Juana la Loca del romanticismo alemán. Ahora he conocido el Neckar, la torre, la habitación de aquel majara y su jardín. Y la he conocido junto a ti. En la misma fecha que él moría yo nacía, un par de siglos después, para vivir la misma locura en su torre. No sabría describir esos momentos que pasamos juntos en la casa del carpintero que acogió a Hölder. Me pregunto cómo es posible que los acontecimientos nos hayan traído a este sitio, que me atraía y temía.   Paseamos por las habitaciones y el jardín. No podía mirarte igual. No podía amarte igual. Estaba allí, donde él perdió la razón, y allí también yo había perdido la mía... que era la tuya. Tú eres la razón de mi sinrazón, la torre herida por el rayo, como reza el poema. Y a su orilla, que es la del río también, la ternura flotaba en las barcas que un día llevaron tristes noticias de un amor fallido, de un pobre hombre perdido en los versos de su delirio.

 

Neckar  

No es el río del olvido, pero me lleva a ella desde él. Del Guadalete al Neckar como una conjunción imposible. Entre ambos ella que es de él, del Guadalquivir, unidos por el del pobre loco habitante de la torre a su orilla. Introdujo sus pies en el río como quien se introduce en una larga historia, como quien alberga la esperanza de curar o aliviar los males que el amor le deparó en sus trajines. Ahora la amo yo, con la misma locura, la misma devoción de Hölder... y en su río siento la felicidad y todo el amor al que juré no albergar más, al que fui despreciando en aquellas escasas oportunidades que la vida me brindó, por mor de la compasión, para no dañar más a quien sufrió tanto daño. Pero se es como se es, y no es posible decir no para siempre cuando uno jamás cerró del todo su corazón al viaje, a la aventura, a la vida que se impone con toda su fuerza. ¿Cómo huir de tu amor cuando también es el mío? El río nos lleva, el mismo río de aquel cuyo amor se lo llevó la riada nos lo trae; Susan por Silvia, Hölder por mí... Y el Neckar refrescó y descansó tus pies como lo hizo con aquella mirada perdida, con aquella tristeza insoportable del que no pudo coronar su amor con la dicha de los besos diarios. Nosotros seremos su deseo cumplido, el fin de su locura. Esperé a que tus pies salieran del río para sonreír, miré a tus ojos y nos volvimos hacia la torre como quienes se vuelven a saludar a un antiguo amigo que no mereció su suerte.   Susan y Silvia, Silvia o Susan... al cabo el mismo cuerpo para la dote de las caricias, para la prenda del río que no cesa, para el amor de siempre que brota tras cada golpe de remo, tras cada abrazo entregado y tierno, tras cada tarde contigo cuando el Neckar, ya desvaído y sobrio o febril, junta los ríos de nuestras vidas en este hermoso día de agosto tan cerca del cielo.        

 

U 15  

Dicen que todos los caminos llevan a Roma y que hubo un tranvía llamado deseo. Esos caminos y ese tranvía son el mismo que día a día tomábamos para bajar y subir a las nubes. Era el más antiguo de la ciudad y, por ello mismo, el más propio para este amor nuestro. De Pragsattel a Hauptbahnhof ida y vuelta, vuelta e ida como cada noche en ese rincón del cuarto nuestro, cansados, felices, pródigos en caricias, en besos, gemidos... deseo. Nos quedamos con cada estación y el trayecto dejó de tener secretos; vimos cómo las paralelas no se juntan en el infinito sino en Schlossplatz o en Charlottenplatz, en nosotros que de la mano recorrimos juntos nuestros cuerpos.

 

Frau Fett  

Fue tu primer día allí y nuestra primera noche. Hasta que llegaste pasé las horas del ocaso y la cena en aquel ventorrillo. Desde el primer momento me cautivaron los atardeceres en su terraza. Sobre los viñedos se iba apagando el día mientras yo anotaba algunas frases en mi cuaderno, y todas, a retazos, venían de ti como de un viento suave a bañar mi rostro emocionado. Aquel cielo encendido hería mi alma a la vez que anunciaba a los cuervos la rutina de la retirada; graznidos en bandada, a la ligera, mientras algo tuyo se iba fraguando en cada palabra y en cada cerveza que apuraba con la parsimonia de un perfecto alemán de a pie. Allí empezó la historia de tus ojos. El primer atardecer fundido con ese verde tuyo y de las parras hizo desaparecer mi espera y mis torpes haikus. Así celebré tu llegada y tu compañía, en aquella terraza de las nubes. Te miraba y no me cansaba. Como un bobo atrapado en tus ojos, hipnótico de mí, sentía correr toda la ternura por mis venas, por mi espalda y el mundo dejó de existir, la culpa del mundo, su horror, todas las tareas del fracaso y el desdén quedaron fuera. Quería como atrapar tu mirada, hacerla mía y ver por ella para ver un día nuevo, cambiar este ocaso por el amanecer de tu cuerpo y tu amor, tu claridad y tu inteligencia. No te gustó la Frau desde el principio. Tampoco el decorado del interior de la venta: ecléctico, kitsh, hecho como de restos de tómbola de feria. Era nuestra Frau Fett, así le llamamos por su disciplina para no encajar en los modelos que hoy nos empeñan. Era la antilujuria y la musa de la cerveza de malta de trigo y levadura. Pero le cogí cariño, a pesar de los enormes platos de Spätzle y su modo hierático de decir en un alemán peculiar: “ya no se sirve comida, la cocina cierra a las veintiuna horas”. Le cogí cariño porque ella también forma parte de nuestra vida y de esos días nuestros. En esa terraza quedó la bienvenida de todo el bien que me hiciste y me haces. Y ahora, desde este encierro forzado por la enfermedad y la misericordia, esa imagen tuya en tus ojos y ese cielo soberbio y altivo tras de ti me hacen la misma compañía que la ventera desvencijada y en chanclas cuando tú no estabas aún conmigo.

 

Septiembre (hasta que existas de nuevo)  

Mientras no existes, existes. Cada mañana existes, cada noche existes. Tus ojos ahí delante frente a mis ojos. Todo era septiembre. A mi alrededor la indiferencia; como un autómata hago lo que debo, pero sin mucho entusiasmo. No puedo evitar mi mal humor de vez en cuando y alguna queja: “¡No haré ya lo que no quiero hacer!”. Cuido a mi padre y a mi madre, porque es mi obligación y un dictado de la misericordia y la justicia... pero no estoy para más deberes.   Porque existes soporto este agosto insufrible y recurro a tu fotografía para encontrar un respiro, para verte y tenerte a mi lado como hace pocos días. He recorrido tu cuerpo como las dunas al atardecer, con la misma intensidad de esta calor de la Bahía, y no puedo olvidarlo; no puedo hacer que no existas. ¿Cómo hacer que desaparezcas? ¿Cómo... si no me desaparezco yo también? Toda la vida que me has dado la retengo ahora para seguir teniéndote y alejando estos días absurdos.   No existiríamos el uno para el otro hasta septiembre. Ese fue el pacto. Hasta la vendimia no habría amor ni palabras, ni el más mínimo resto de locura. Agosto sensato, frío, agosto para no amar. Agosto angosto, angustioso, agosto perdido en la banalidad y tu imposible inexistencia... porque no es posible decidir lo que para el corazón es firme y cierto.   La razón son estas líneas, esta memoria que te retiene como quien guarda un tesoro, el más preciado bien para un hombre al que la vida, más allá de la fortuna, le ofrece obstinada otra oportunidad, tal vez la última, él último tren hacia Silvia.

 

 

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