LA MÁQUINA

 

José Luis Crespo Fajardo

 

                                                                      

 

Decía un borracho que alzaba la cabeza del güisqui sólo para soltar filosofadas: “Todo sigue un camino determinado. El sol, la tierra, repiten una y otra vez  su circuito maquinal.” A lo que Jorge Locura coreaba: “Sí, si, maquinal…” Era Semana Santa y la tarde olía a sahumerio. Para esos días Jorge cubría un curro temporal de camarero en el Slogan. Hacer cortados y servir tapas de ensaladilla no le creaba mayor problema, y se le veía feliz yendo y viniendo por la barra con los faldones de la camisa colgando. Pero todos sabíamos que no iba a durar un santiamén, porque en el Slogan, flanqueando la entrada sur, como Escila y Caribdis, hay dos tragaperras.

 

     Don Facundo, el jefe, estaba sobre aviso de su afición –o más bien afección, puesto que dicen que la ludopatía es una enfermedad- pero como fuere que no encontrase camarero de costos tan asequibles, lo admitió y cada tanto salía del almacén para echar una ojeada. Cerca de las tres, un asiático se había enganchado a la máquina de Milenium y desde entonces no la soltaba. “No parará hasta que la rompa”, farfullaba Jorge, y pasando un paño con disimulo aguzaba el oído para escuchar el golpe de la moneda al introducirse… ¡clang! “Ya suena a premio”. En los ojos del chino brillaban los colores centelleantes de la máquina, capaces de provocar ataques epilépticos al más desprevenido. Cambiaba billete tras billete apurando brevísimos sorbos de cerveza. No con menos elegancia, (aunque con mayor abundancia) tragaba el borracho, que discurría: “¿El destino? ¡Bah! El mundo es un pinball, y unos tienen el protagonismo de ser la bola plateada, y el resto… ¡Mierda!  Somos reboteadotes.”

 

     En la calle apenas había tránsito. Mucha gente había acudido a ver la procesión del Señor de la Piedra Fría. Jorge Locura, en pugna consigo mismo, empezaba a transpirar ya más de lo acostumbrado e intentaba distraerse ordenando las botellas de las vitrinas del fondo. Una muchacha entró preguntando por el jefe. Cuando Don Facundo se asomó, manantiales de sudor resbalaron por el cuello de Locura, a la par que se escuchaba el característico clin, clin, clin del dinero fácil. Por suerte era un premio de tres fresas, dos mil pesetas de las antiguas. Tres sietes azules y habría tenido que ir a cambiarse de camisa.

 

- Papá, ¿Se te ha olvidado venir a ver la procesión de la parroquia? Mamá y yo estamos esperándote.- Dijo la chica, a la vista de cuyo escote, Jorge sólo veía una ranura sin fondo y sin pulsador de devolución.

 

No son esos los parroquianos a los que tengo que atender.- Respondió el jefe.

 

Tú verás. O vas a esta, o a ver la vigilia del viernes

 

¡Vaya usted don! Yo cuido del fortín.- Se apresuró a ofrecerse Jorge.

 

Caray, qué chico más responsable.- Flirteó la muchacha.- Entonces puedes venir papá.

 

- Es que en la procesión va mi suegra.- Explicó el jefe, dirigiendo a Jorge una mirada circunspecta.- Bien. Voy sólo para pedirle un milagro al Señor, y que le salga un callo o un uñero. ¿Podré confiar en ti media hora?

 

Por supuesto. Todo controlado. Despreocúpese usted, don Facundo.

 

- En la vida no hay nada peor que la mentira. – Alzó la voz el borracho- Yo detesto la mentira, y punto. La religión no quiere que se mienta. Pero hay muchos mentirosos, y a veces les va bien…

 

- ¡Garúa!, Eres como un dolor de muelas.- Riñó el jefe, pero el borracho siguió  haciendo gárgaras de güisqui.

 

     Jorge Locura posee un sexto sentido para estas cosas, y sabía que era cuestión de pocas monedas que la máquina vomitase su contenido. Haciendo gala de su particular misticismo, le he visto echarse con las manos la brisa de una tragaperras, aguantar la respiración y pinchar veinte céntimos para sacarse de sopetón ciento veinte, si bien a la postre volvían íntegramente a  engordar la panza de otra máquina. Cuando el chino miró su racaneado botellín de cerveza, y luego pasó a hurgarse el bolsillo, Jorge pensó que la próxima sería la jugada definitiva. Pero el chino simplemente sacó dos caramelos, giró noventa grados y cogió vereda hacia rumbos desconocidos. Locura gritó: “¡Dios… la voy a reventar!” y dando un brinco por encima de la barra comenzó a meterle las propinas del bote que traía bajo el brazo. El borracho ni se inmutó. Estaba dando la brasa con aquello de: “La naturaleza nos pone ante un camino, y nos empuja a seguirlo. No nos damos cuenta hasta qué punto todo tiene  una funcionalidad.”

 

     Veinte minutos más tarde, cuando don Facundo regresó junto a su familia, se encontró esta escena que describimos no muy cambiada. Todas las previsiones de Jorge se habían ido al traste. Los clientes se acumulaban en el local mientras él tartamudeaba una justificación inconclusa  sin parar de introducir monedas en la máquina. Don Facundo tuvo que sacarlo a rastras del bar, tapándose la nariz porque Locura apestaba como una vaquería. Ese fue su despido. La última mirada lacónica que dirigió a la tragaperras de Milenium fue para maldecirla: “¡traidora!”.

 

     Más tarde, antes de echar el cierre, Garúa, el borracho, arengó: “Las personas tienen dos motivos por los que obrar. Principalmente la razón, la lógica, y luego está lo que sientes, y lo que imaginas a partir de lo que sientes. Yo siempre me he guiado por lo que he sentido, y me he equivocado mil veces.” La hija del jefe, que se había quedado para ayudar, le entregó el vuelto de su última copa. En su escote Garúa veía la cornucopia del dios Baco. De salida echó una moneda a la máquina chapadita de la derecha y… ¡premio! Tres Cirsas en línea. Prácticamente huyó, dando tumbos con la calderilla cayéndole de la camiseta enrollada. Dicen que se le oyó mascullar: “El juego, el vino y las damas, son la pérdida de nuestras almas.”

 

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