A LA VISTA DEL LECTOR
Aquiles Cuervo
 

    Ana-Sofía cuenta sus últimas monedas y deja aparte los dólares ganados en la última hora. No hay más clientes a la vista y se toma una pausa. Está dejando de fumar, pero no le hace el quite al último cigarrillo del día. El médico le ha recomendado que haga ejercicio y que mejore su régimen alimenticio. Le ha prohibido el cigarrillo, las “emociones fuertes” y el dulce.

 

         -“No deberías estar todo el día de pie. No es bueno para tus rodillas. Debes pensar en el futuro. Sé muy bien que te gusta andar comiendo todo el día, pero debes acostumbrarte a otra vida. Cuando ya no tenemos veinte años, debemos prepararnos para la tercera etapa de la vida”.

 

    Ana-Sofía no ve cómo podría trabajar sin “estar de pie”. Además, ya no es hora de cambiar de oficio. Una vez una amiga que vivió en Europa le contó que en Holanda se trabajaba de otra forma:

 

          -“Allá no tienes que estar de pie todo el día. En los andenes se habilitan espacios exclusivos para ejercer nuestro oficio sin tantos contratiempos. Incluso son los clientes los que vienen a buscarnos.”

 

    En Cartagena, la fama de Ana-Sofía le permite darse el lujo de esperar a que sean los clientes quienes tengan que venir a buscarla. Se sienta a fumar en el andén, lejos de las miradas invasivas de los turistas furibundos que bordean el Malecón y marca un número de teléfono en su celular. Al otro lado de la línea suena un contestador automático:

 

          -“Lo sentimos. En el momento no podemos atenderle. Su mensaje, sin duda, es prioritario para nosotros. Siempre estamos cerca de usted. No deje de pensar en nosotros. Por favor, digite el número de su documento de identidad y en breve le devolveremos la llamada. El costo, incluido el IVA, se lo cargaremos a su cuenta. Hasta pronto”.

 

    Ana-Sofía no deja ningún mensaje. Termina de fumar su cigarrillo y enciende otro antes de que se acabe el primero. A esa hora nadie repara en su presencia espectral. Ni siquiera uno de los viejos recicladores de “botella y papel” que recorren eternamente el puerto se acerca a pedirle un cigarrillo o un “besito de…negra”. (“Un besito… negra… dale un besito a este viejo-pecho-frío… dame un besito de negra… no te hagas la intratable… déjate querer, así sea de medio lado…”, suelen decirle los vagabundos, a ritmo de son trasnochado). Hoy el día ha estado tan malo que ni Heriberto Polanía, el lustrabotas oficial de la ciudad, ha venido a brillarle sus viejas botas marca “Popsi”. Ana-Sofía todavía tiene que esperar una hora más antes de que vengan a recogerla. Busca en su bolso su paquete de cigarrillos. Se topa primero con el único “regalo” del día (sus viejos clientes suelen darle de vez en cuando un regalito, aparte de venir a lo que vienen): una bolsa de litchis de Madagascar, traídos directamente desde Singapur. El capitán del “Barco ebrio”, un viejo amigo que suele venir a Cartagena una vez cada dos años, siempre le trae los mismos litchis. Al principio no le gustaron, pero con el paso del tiempo se fue acostumbrando a su sabor y de vez en cuando guarda algunas semillas. Después de comerse una docena de litchis, saca de su bolso una pequeña alcancía de color dorado, donde deposita cinco dólares con sesenta centavos. Es el ahorro del día. Los billetes se esfumarán más tarde cuando tenga que pagar una parte del arriendo (debe un mes de renta por el alquiler de una buhardilla) y deba comprar un par de zapatos nuevos. Los zapatos son esenciales en su oficio. No es lo primero que observan sus clientes, pero hace parte de su estilo. Antes de fumarse otro cigarrillo, vuelve a marcar un número en su celular. Esta vez alguien responde después del primer timbre:

 

          -“Hola... Residencia de la Familia Melo Pinilla. ¿Con quién tengo el gusto de hablar…? Hola… ¿hola?”

 

    Ana-Sofía espera unos segundos y cuelga. Enciende su tercer cigarrillo del día y lee una revista de farándula internacional en inglés. Le gusta ver las fotos de los eventos sociales y lamenta que pocas veces se puedan ver los zapatos de la realeza y de la nobleza europea. En cambio, siempre sonríe cuando ve los zapatos de los actores de Hollywood. A veces recorta las fotos de “famosos con zapatos”. El resto de secciones de esas revistas no le interesan. Cuando va a encender otro cigarrillo, un carro descapotado se acerca a su andén y suena la bocina. Han llegado antes de lo convenido. Dos hombres con acento extranjero y algo mayores se bajan del carro y abordan a Ana-Sofía con una sonrisa superficial en sus rostros. El que venía manejando le pregunta cómo estuvo el “negocio” hoy y el otro se limita a ojear un rato una revista de deportes. Ana-Sofía les dice que ya está lista para irse y les pregunta si puede hacer una llamada.

 

         -“ No tenemos prisa. Nosotros sabemos cómo funcionan las cosas aquí. Venimos dispuestos a adaptarnos a las costumbres locales. Lo importante es que tú te sientas cómoda cuando llegue el momento. Por ahora, tomate tu tiempo”.

 

    Ana-Sofía marca otro número y esta vez deja un mensaje lacónico, indicando una dirección y un nombre. Los dos hombres la invitan a tomar un café en un bar cercano. Antes de que ella comience a contarles su historia, uno de ellos enciende una grabadora:

 

          -“Llevo treinta años trabajando en las calles. Empecé de pelada, cuando vivíamos en Riohacha. Mi mamá y mi tía me iniciaron en el oficio. Eran otros tiempos. Nuestros mejores clientes eran el cura y el alcalde. Mi mamá dice que mi abuela inició a nuestro premio Nobel en nuestras artes. Creo que él ya contó eso en sus memorias. Gabito siempre es muy atento con nosotras. La última vez que lo vi, me regaló su último libro: sus Memorias. Lo que no me gustó fue el título.  En la época de Gabo, la gente no venía a las carreras a buscarnos. A veces incluso teníamos clientes que venían sólo a hacernos visita. Se tomaban un cafecito en la sombra y charlábamos un rato. Aquí en Cartagena todo es más competido y tienes que hacerte un lugar. Tienes que hacer respetar tu esquina y tu antigüedad. Eso sí, a mí me va mejor que a las demás porque sé hablar inglés y sé tratar bien a los turistas. Yo sé cómo interpretar lo que vienen a buscar y casi siempre logró satisfacerlos. A mi marido no le gusta mucho que yo siga en las calles, pero no se mete en mi vida. A veces, cuando no doy a vasto con tanto cliente, me trae el almuerzo y se toma un par de cervezas con los clientes que llegan a esa hora. Con mis hijos todo es más complicado. A veces dejo que la mayor venga a darme una mano, pero ella se aburre mucho aquí. No sé qué otra cosa quieren saber…”.

 

    Uno de los hombres le pregunta si puede tomar un par de fotografías. Mientras ella posa para la cámara, como si fuera una de las modelos de la revista de farándula, el otro hombre escribe con impaciencia en su libreta:

 

         -“…Ana-Sofía es una de las voceadoras de prensa más legendarias del Caribe colombiano. Su Quiosco ambulante apodado “El gran putas” es uno de los más antiguos de Cartagena. Obregón, Germán Espinoza, Cepeda Zamudio, Vinyes y García Márquez son algunos de sus clientes más famosos. Los que saben leer siempre llegan hasta ella. Ana-Sofía es la única vendedora que acepta monedas extranjeras. Después de treinta años ha hecho una colección de más de 1000 billetes y monedas que muchos envidiarían…”

 

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