PUESTA DE SOL

 

 

Yuli Castro

 

 ycastroc@gmail.com

 

 

 Los moribundos rayos solares se tiñeron de escarlata y magenta con matices dorados y dejaron de encandilar a los osados que dirigían la mirada hacia el horizonte. Un juego de luces y fulgores danzó en  el cielo y el espectáculo -sin costo- de la puesta de sol, inició.

Contemplando, con los pies descalzos y mojados, estaba Felipe. Él era un hombre de mirada aguzada, penetrante y fantasmal. Era solitario. Misterioso. Le gustaba disfrutar de sí mismo y a menudo se descalzaba para caminar sobre la fina arena mientras en su mente una y otra historia se maquilaban. Era un exquisito manufacturero de sueños. Un artesano de historias.

Esa tarde, sin embargo, contempló distraído el baile astral. Hacía tiempo que había conocido a una hermosa chiquilla que cercenaba su aliento sin misericordia e inquietaba, con su voz de hada, a su corazón. Cada noche ella aparecía en su mente para iluminar sus pupilas con una magia semejante a la de los rayos del sol en el cielo.

La echaba de menos. La brisa del mar traía en un suave soplo, el que sin duda era el perfume de su amada: el viento olía a melancolía que no duele. Olía a órdago. A luna estival.

Dejó de caminar y se tumbó en la arena. Encontró una vara desgastada y trazó algunos garabatos ininteligibles. Eran una loa a esa diosa encantada que lo mojaba como una tempestad interna. Al estar hendiendo la masa de arena de playa, dejó al descubierto la guarida de algunos cangrejos. Éstos, al saberse descubiertos, cavaron rápidamente para buscar nuevamente refugio y quedar a salvo lejos de la mirada de cualquier depredador.

Y entonces se le ocurrió una idea a Felipe: atraparía un cangrejo por cada día que estuviera lejos de su niña adorada. Así, cuando pudiera tenerla entre sus brazos, le daría tan peculiar obsequio y ellos constituirían el testimonio más fidedigno del amor que le profesaba. Era sencillo; un crustáceo por cada día de extrañarla.

Con el plan perfectamente trazado, al día siguiente y cuando el cielo comenzó a colorearse del característico tono azafranado, Felipe salió de casa con un frasco en la mano para capturar a su primera víctima. Se deleitó con el hechizo celeste y acto seguido apresó a un artrópodo. Se fue a casa satisfecho de llevar a cabo sus ideas tal y como fueron planeadas.

Al día siguiente y más contento aún, llegó a la playa para repetir la escena. Sin embargo, cuando se dispuso a capturar  otro animalito, no lo logró. Por más que hurgó entre la arena, no apareció ninguno. Desesperado, cavó más profundo pero no obtuvo éxito. Parecía que los cangrejos fueron alertados por alguien -o algo- y habían logrado huir hacia un perfecto escondrijo. Felipe se retiró abatido por el fracaso de su misión.

Estando en su habitación, observó detenidamente al rehén que estaba en su estante. Su mirada emitía un lamento ahogado; expresaba el anhelo de salir de esa cárcel y regresar  a la humedad de la playa con los suyos. Felipe comprendió su torpeza. Entonces supo lo que debía hacer.

Hoy, ya no guarda más recipientes de ese tipo ni tampoco es el verdugo secuestrador de indefensos. En su lugar, él es un mago que ha podido encapsular –en envoltorios transparentes- la luz que emite cada puesta de sol y así, espera poder darle a su niña toda esa luminiscencia que ha guardado y acumulado para ella.

 

 

Para mi mago, con infinita gratitud, por iluminar mi vida.

 

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