RECEPCIÓN MADRILEÑA DE “LA FE” (1891), DE ARMANDO PALACIO VALDÉS

 

José Luis Campal Fernández (RIDEA)

 

 

 

Cuando comenzaba la última década del siglo XIX, Armando Palacio Valdés publicó La fe, una novela de conflictos morales en la que oponía la ciencia a la teología, o lo que es lo mismo, la razón a la fe, y si queremos aplicar una terminología exclusivamente religiosa, el bien al mal. La fe vio la luz el 10 de diciembre de 1891. Aunque siempre se mencione 1892 como la fecha de su edición, ya que así consta en las primeras páginas, lo cierto es que saltó a las librerías el último mes del año precedente, puesto que las críticas y reseñas literarias a que dio lugar datan de diciembre. Por la correspondencia conocida de Palacio Valdés sabemos que ya en marzo de 1891 la tenía terminada y que pensaba publicarla en una editorial barcelonesa, aunque al final no le convenció el dinero que le ofrecían y decidió imprimirla en Madrid. Lo que sí ocurrió en 1892 fue la difusión del producto literario entre los ya muchos lectores y seguidores incondicionales que tenía nuestro autor y que, con el inicio de cada año o los meses finales del anterior, aguardaban la llegada de un nuevo libro.

 

La aparición de La fe levantó polvareda. Aunque no fuera Palacio Valdés el primero en plantear novelísticamente la duda religiosa, abrió camino, por la forma de hacerlo, a famosas propuestas posteriores, como el Nazarín (1895) de Galdós o el San Manuel Bueno, mártir (1930) de Unamuno. La controversia debió de pillar al escritor con el pie cambiado, pues unos meses antes de que se difundiera su obra, declaró en carta a un amigo que en La fe tocaba «el asunto religioso sin ofender poco ni mucho al público timorato». Las reacciones de disgusto que cosechó la primera edición del libro movieron a Palacio Valdés a redactar unas páginas preliminares explicativas de sus intenciones cuando éste se reimprimió en 1909 como el tomo decimotercero de sus Obras Completas, lo cual no deja de tener su ápice de supersticiosa “fatalidad”. La razón de esta llamémosla “descarga de conciencia” no tiene otra explicación más que la de que el novelista vive de los ingresos que le reportan sus libros, circunstancia esta que le desaconsejaría, en principio, incomodar a aquellos de quienes depende, sus lectores, que empezaban ya a ser legión y que procedían en su mayoría de un estamento social que profesaba a pies juntillas las doctrinas de la Iglesia católica. Tales prevenciones colisionaban, sin duda, con su expresa voluntad de hacer de la novela un espacio de reflexión filosófica y teológica acerca de un problema en el cual, en mayor o menor grado, están inmersos los jóvenes de su generación. Tal dilema lo solventa Palacio Valdés de una manera pragmática: publica el polémico texto en primer lugar, aun a riesgo de ser vapuleado, como así ocurrió, y después se disculpa “a su modo”, matizando sus propósitos y recuperando para el redil mercantilista a los “fieles” extraviados que habían rechazado su punto de partida, la posibilidad de perder la fe por medio de la duda. ¿Qué logra el novelista con estas desconcertantes estrategias? Sanear su economía, primero, y fortalecer los vínculos con sus consumidores inmediatos, después. Esta “solicitud de perdón” a que me refiero es un preámbulo de tres páginas a la segunda edición de La fe titulado “Declaración del autor”, y en el que, dirigiéndose a quienes había desagradado el producto, les endosa una pregunta con respuesta:

 

¿Por ventura el orden sacerdotal imprime en quien lo recibe la naturaleza angélica y deja por él de estar sometido a las aflicciones con que la providencia de Dios prueba a los demás mortales? De hombres es el dudar, no de ángeles ni de bestias. La duda es una de nuestras más crueles miserias; pero como todas las que padecemos en esta vida mortal, también puede servir para nuestra salud eterna.

 

El argumentario e incluso el vocabulario del narrador ya son signos inequívocos de que está alejado de la crítica combativa que le movió en su día a componer La fe, porque son palabras escritas tras la conversión del autor al catolicismo en 1899 a raíz de su segundo matrimonio, y en las cuales afloran ramalazos religiosos, pero utilizándolos en beneficio propio, pues da la impresión de que, en su fuero interno, no ha olvidado las vacilaciones que motivaron su relato, apuntando que «el santo doctor de la Iglesia Francisco de Sales asegura en una de sus cartas que a pocos ha visto marchar con más rapidez en el camino de la perfección que a los que la duda combate». Y para que no se concreticen sus recelos como únicamente referidos a los católicos, en la última parte de esta ajustada “disculpa” manifiesta lo siguiente: «Declaro que cuando escribí esta obra no pensaba sólo en los católicos, sino en todos los cristianos, y que mi propósito más íntimo fue el ayudar a la salvación, lo mismo de los que pertenecen al alma y cuerpo de la Iglesia que a los que únicamente pertenecen al alma». Sin embargo, el pretendido tono conciliador y aglutinador de Palacio Valdés queda en entredicho cuando excluye de sus observaciones a quienes no sean seguidores de Cristo, dado que afirma que «fuera del Cristianismo no existe hoy sobre la tierra otra religión viable».

 

La fe fue analizada por extenso nada más distribuirse. Los críticos literarios de influyentes periódicos de la capital como El Imparcial, La Época y El Liberal o de revistas de gran reputación como Nuevo Teatro Crítico o La España Moderna hicieron públicas sus opiniones. Del dictamen general no resultó Palacio Valdés muy bien parado, lo cual chocó sin duda contra las expectativas que había depositado en su novela, de la que confesó, antes de editarse, que había sido «de más trabajo y empeño que las demás que he hecho». Salvo Clarín, que la enjuició positivamente, el resto de críticos estableció una clara distinción entre la pertinencia y desarrollo del asunto que la inspiró y su tratamiento literario, saliendo mejor librado lo segundo que lo primero. Para Francisco Fernández Villegas, que se ocupa de la obra en La España Moderna con su propio nombre y bajo el seudónimo Zeda en el periódico La Época, las descripciones del mundo exterior son hábiles y «animadas», y sostiene que «cuando narra lo que ven sus ojos, lo que entra por los sentidos, entretiene agradablemente». Define el estilo de Palacio Valdés como fácil, ameno y sencillo, pero le pone reparos al uso del posesivo y a que «algunos párrafos caen en copia», si bien no especifica. Emilia Pardo Bazán, que reseña La fe en su revista mensual Nuevo Teatro Crítico, que ella misma redactaba de cabo a rabo, incide en «la exactitud de las observaciones de Palacio en lo referente a casinos, festejos, clero, farmacias, periodiquillos, tipos y caracteres», calificándola como muy amena y para nada «pesada ni soporífera».

 

Muy distinta es la conclusión a la que llegan en lo concerniente al problema religioso que el autor lleva a su novela y que difiere del entusiasmo con que Leopoldo Alas la saludó en El Imparcial, asegurando de ella que era «algo nuevo por completo en España» y que «sólo un alma que vive de la esencia de la religiosidad sabe hacer asunto del corazón lo que tantos y tantos hombres han hecho en el mundo asunto de fanatismo, de miedo, de ignorancia, de egoísmo, de orgullo y hasta de comercio». Sin embargo, Zeda, tras conceder que fuera «novela [que] interesa desde las primeras líneas, [ya que] el gran problema de la humanidad ha sido, es y será el que se refiere a su destino ulterior», le recrimina que «la gran cuestión presentada por él sale de sus manos sin arrojar un solo rayo de luz sobre el espíritu del lector», y que éste, cuando concluye la lectura, «se queda poco menos que en ayunas acerca de lo que el autor piensa y del fin que en la obra se persigue», pues, en su opinión, no se «ha ahondado en el espíritu del clérigo cuanto era menester para seguir el proceso de sus dudas, de sus decepciones y de sus desfallecimientos». Este mismo crítico achaca a incongruencia el desenlace, en donde el padre Gil recupera de modo fortuito la fe, afeando a Palacio Valdés que eche «mano de la vara de hacer milagros» y que, sin causa que lo avale, se encienda «de nuevo en la conciencia del sacerdote la lámpara de la fe, haciendo desaparecer de su alma todas las dudas como la luz hace huir las tinieblas». Además, no entiende que un clérigo ilustrado se deje vencer tan rápidamente por las tesis de filósofos antirreligiosos, sulfurándole el hecho de que parezca «que dentro de la religión católica no existen argumentos para contestar a Kant ni para rechazar el materialismo ni para protestar contra las monstruosas blasfemias de Schopenhaüer y Hartmann». Este último filósofo, curiosamente, es el autor de La religión del porvenir, libro que Palacio Valdés había traducido tres años antes. La condesa de Pardo Bazán, por su parte, pone el acento en lo que ella cree que es escasa preparación filosófica del autor asturiano, y escribe: «No diré que no haya abierto en su vida un libro de filosofía, pero se ve que sólo los ha abierto a ratos, y tal vez los que acaba de hojear, para el caso concreto de su novela La fe, no han calado más allá de la epidermis de su entendimiento». Otro crítico, Urbano González Serrano, apunta en el periódico El Liberal que el personaje del padre Gil «se diluye a veces en contradicciones inexplicables» y que es «un débil polemista» porque «en su primera entrevista con Montesinos (...) no consigue modificar las ideas heterodoxas del mayorazgo, se convence de que su misticismo le ha desviado del estudio y presume que en el arsenal de la Dogmática deben de existir armas para refutar los argumentos de la impiedad». Pardo Bazán enlaza este defecto con el de la facilidad cándida con la que se deja seducir y califica, en consecuencia, su proceder como «extraño e infundado», ya que demuestra «inferioridad (...) y quita todo su valor e importancia al conflicto religioso en que anda envuelto, a la fe que pierde y recobra». Sobre este punto disienten también los comentaristas, pues mientras que para Clarín el padre Gil pasa de una fe hereditaria a lo que llama fe «original, incomunicable, musical y poética», para Fernández Villegas la nueva fe a la que arriba el sacerdote, después de dudar y atravesar un calvario de incomprensiones y desgracias en la línea del vía crucis de Jesucristo, es «una especie de fe filosófica que no tiene nada que ver con la fe religiosa».

 

En lo que sí están de acuerdo prácticamente todos los analistas que tuvo La fe cuando apareció es en lo innecesario del episodio de las maniobras de Obdulia: para González Serrano es «lo más flojo del libro» y, para Zeda, «falso y atentatorio a la integridad de la novela», mientras que Pardo Bazán interpreta la figura de Obdulia como la de «una pseudo beata histérica (...) que ocupa con sus dichos y hechos la mitad de la novela (...) y que echa a perder el libro y desfigura el carácter del sacerdote».

 

 

Obras citadas

 

Alas, Leopoldo. “Revista literaria”. Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 18 de enero de 1892.

 

Fernández Villegas, Francisco: “Impresiones literarias”. La España Moderna, Madrid, n.º 36, Diciembre de 1891, pp. 175-178.

 

González Serrano, Urbano. “La fe, novela de Armando Palacio Valdés”. El Liberal, Madrid, 30 de diciembre de 1891.

 

Hartmann, Eduardo. La religión del porvenir. Traducción de Armando Palacio Valdés. Madrid: Eduardo de Medina, 1888, 165 páginas.

 

Palacio Valdés, Armando. La fe. Madrid: Tipografía de los Hijos de Manuel Ginés Hernández, 1891, 321 páginas.

 

Pardo Bazán, Emilia. “La fe, novela de Armando Palacio”. Nuevo Teatro Crítico, Madrid, n.º 13, Enero de 1892, pp. 73-85.

 

Zeda. “La fe, novela por D. Armando Palacio Valdés”. La Época, Madrid, 14 de diciembre de 1891, pp. 1-2.

 

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