LA SIRENITA

 

Manuel Moya

 

 

Ilustración: Frederick Leighton - El pescador y la sirena, 1856-1858

 

 

 

 

 

No hace ni una semana que vi a la sirena en el acuario de mi prima Ifi. Movía su cola, su pecho y su larguísima cabellera de sirena como me han dicho y yo he leído no sé dónde que hacen las sirenas de verdad. Yo me hubiera ido con mi prima al jardín, pero la sirenita me guiñó un ojo, hizo tilín-tilín con sus pechos, me tiró un beso volado y me mostró su cola de una manera que no sé no sé si es como muestran sus colas todas las sirenas. Cantar no me cantó, más que nada porque estaba debajo del agua y debajo del agua es difícil cantar. El caso es que me quedé allí quieto, sin saber si irme al jardín, si jugar con las palomas o inventar cualquier excusa para estarme todo el rato con la sirena. Estaba frente a mi primera sirena y la verdad es que era todavía más guapa de lo que hubiera pensado. Mientras decidía, me la quedé mirando mientras ella nadaba y me guiñaba el ojo entre los demás peces, que nadaban por allí tan ricamente, sin echarle mucha cuenta, la verdad. Incluso uno se acercó para decirme con esa boquita como de gelatina que se gastan los peces y que les impide gritar: muchacho, no te fíes de esta pelandusca, está majarona perdida, anda y vete con Ifi, antes de que te complique la vida. Pero ella me hacía guiños, movía su cola y su melena y me decía, ven, ven que te voy a... y a mí, si no era mi prima Ifi y las palomas, no me esperaba nadie, aunque yo le daba a entender, en fin, que mi prima... pero ella seguía dale que dale y que me metiera, venga, que te metas conmigo en el acuario, que vería lo que era bueno y yo no sé qué más... Pero aunque yo le juraba que quería hacerlo, cualquiera se metía en el acuario sin saber nadar ni nada y, además, conociendo a mi tía Clitem. Bueno, que no hacía una cosa ni la otra.

En una decisión de cobardía o de que me dolían todos los huesos por dentro y por fuera, me fui al jardín con mi prima y lo primero que hice fue preguntarle que desde cuándo tenía una sirenita en la pecera.

-¿Una qué?

-Una sirenita. Sí, esa que tenéis dentro del acuario.

Por lo que se ve, no escarmiento. Cada vez que cuento algo de esto, acabo en casa de un señor que siempre le está diciendo a mi madre, que no se preocupe, que me va a poner bueno y que se tira todo el rato preguntando y preguntando, como si lo que yo viera o no viera le importara una pizca así. Por eso le pasó lo que le pasó, porque lo uniquito que a él le importaba era el dinero de mi madre. Antes se tiró todo el tiempo preguntando que si la sirena por aquí, que si la sirena por allá. Que si era verdad que hacía esto y lo otro con la cola y con los pechos, que si era verdad que me había dicho..., que si además de la sirena había otros seres en la pecera. ¿Seres? ¿Cómo que seres -pregunté alarmado, pensando en pirañas, serpientes pitón y esas cosas-, qué son seres, qué quiere decir con seres? Monstruos, no sé, cosas peligrosas, como dragones, dinosaurios, rinocerontes, mamuts y todo eso. Está loco, pensé, este tío está loco. ¿Mamuts, dinosaurios...? ¡Cómo iba a haber!. Es una pecera, le solté. Pero... Los mamuts, los saurios viven... Vivirán, dije, pero la pecera de mi tía Clitem es una pecera igual que todas, sólo que con una sirena así y asá, contesté de mala gana. Entonces, una sirenita, eh, una sirena cómo, ¿de esas que son mitad mujer mitad pez, con los ojos azules y una diadema de oro en el pelo? ¿Estaba tonto o creía que me estaba tomando el pelo?, me preguntaba. Y le dije cómo era, cómo son las sirenas y él golpeaba con su bolígrafo de oro en la mesa, toc, toc, toc. ¿Entonces? Entonces ¿qué? No entendía nada, de verdad, yo no sé cómo puede haber gente así en la vida, y encima que cobre un pastón por hacer esas preguntas. Pues eso, chavalote, que has tenido la fortuna de ver nada más y nada menos que a una sirena, ¿no es verdad? Claro, una sirena así y asado, sólo eso ¿Usted no ha visto a ninguna? Me miró haciéndose el sorprendido y dejó de hacer cloc-cloc con el bolígrafo. Nunca, nunca había visto una sirena, mira que soy viejo, pero... ¿Cómo son las sirenas, chavalote? Escamas, pechos, pelo rubio hasta la cintura, ojos pintadísimos, bocas de fresa, una larga cola brillante... ¿Así era, dime, así era la sirena que tú viste? Hay preguntas estúpidas incluso para un médico que era el campeón mundial de las preguntas estúpidas. Si uno ha dicho una cosa ¿a qué viene preguntarle otra vez si es así o asado...?, y, además, una sirena es una sirena, no hace falta haber ido a la universidad y tener colgado el título por todas partes, más fea o más bonita, con los ojos azules o verdes, una sirena es siempre una sirena, así que no tengo que andar explicándole a nadie qué es una sirena, como no tengo que andar explicándole a nadie cómo es un bonubús, un helado de tres bolas, un coche de bomberos o el grito de Tarzán.

No sé qué es lo que quería sacarme aquel señor, pero como veía que por ahí no me iba a pillar, me preguntó muy muy serio que mirase alrededor y le dijera todo lo que veía en el despacho. Yo miré a todos lados, muy despacio, para que no se me pasara nada. Un sillón, le dije, sin saber si era ese el tipo de respuestas que me pedía. Un sillón, muy bien, ¿qué más? Unas paredes, dije, un poco más escamado todavía por que no sabía hacia dónde quería llevarme. Ah, claro, unas paredes, muy bien, muy bien, unas paredes recién pintadas ¿no es eso? ¿Qué más? Un almanaque, dije siguiéndole el juego. Muy bien chavalote, un almanaque, un buen almanaque italiano. ¿Qué más? Un bolígrafo de oro, dije, importándome un bledo que el almanaque fuera italiano o no, o que el bolígrafo fuera de oro. Un bolígrafo de oro, repitió como haciéndome ver que era oro auténtico, del bueno, chavalote, oro bueno, bueno. ¿Qué más? Un aparato de teléfono, dije. ¿Qué más? Una lamparita, dije. ¿Qué más? Una ventana, dije volviéndome hacia el ruido que desde hacía un rato se había ido agrandando en mi cabeza. Claro, claro, una ventana, que da a la ciudad, que forma parte del mundo ¿no es eso? Una ventana, repetí. ¿Qué más? Una cosa muy grande y con plumas rojas que está entrando por la ventana y no sé cómo se llama. ¿Qué cosa roja?, preguntó alarmado. Esa dije, riéndome para mí, señalando a esa como águila prehistórica que ya iba derechita perdida hacia él, como para zampárselo allí mismo.

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