EL ÚLTIMO BAILE

 

Ana Tapia

 

 

Maldita sea: ha sucedido. Lo pone ahí, en el periódico. Ese arqueólogo estúpido, con su sometimiento ciego al Partido y su afán de ser famoso. Él y su séquito de estudiantes imberbes. Entre todos han conseguido lo que querían. Las fosas de Skvédesh han sido oficialmente localizadas. Ahora el gobierno aportará el dinero para abrirlas. Las tumbas. Todas ellas. Qué insensatos. No comprenden que puede ser terrible despertar a las viejas pesadillas.

El Coronel me llama por teléfono y me dice que no me preocupe. Nadie vendrá a por mí, dice. No van buscando culpables, dice. Les basta con derramar tres o cuatro lágrimas y hacerse la foto. Correrán ríos de tinta, le replico yo. Tranquilo, insiste. Estás a salvo.

Sé que no tiene razón, por eso hago la maleta. El destino ha querido que me encuentre a una distancia relativamente pequeña de Skvédesh, unos ciento treinta kilómetros. Vine a este balneario a recuperar mi ánimo y a ejercitar mi pierna, dolorida aún por una antigua fractura. No estoy, pues, muy lejos de ese lugar en el que hacía tiempo que ya no pensaba. Skvédesh. Mañana abrirán las fosas. Entonces, Kayoksi y Yuvno vendrán a por mí. Es lógico. Libres del metro de tierra que los ha mantenido sujetos, los muchachos querrán buscar al hombre que apretó el gatillo. Tal vez ni siquiera sepan que la guerra terminó hace casi cuarenta años. ¿Pueden los muertos caminar una distancia de ciento treinta kilómetros? Es posible que sí, pero no me quedaré a averiguarlo. Ha querido también el destino que este balneario esté cerca de la frontera con Finlandia. Voy a cruzarla. Lo hago. No sé si es por ser fiel a mi recién estrenado rol de furtivo, pero lo he hecho por el bosque. Mi jeep ha respondido como esperaba, y ya está. Con el polvo del camino forestal que he dejado atrás, se va también el peligro. Parecerá estúpido, pero algo me dice que a los muertos no les resulta nada fácil cruzar las fronteras. Al menos, habré conseguido desorientarlos.

Me dan una habitación en un minúsculo hotel de un pueblo fronterizo. ¿Por qué no he conducido un poco más? ¿Por qué no me he alejado todo lo posible? Qué imbéciles somos los seres humanos. Cómo nos gusta tentar al abismo. Inexplicablemente, después de la merienda conduzco mi jeep hasta el bosque fronterizo. La línea divisoria está marcada con pintura amarilla en los árboles. Miro más allá de ella, y siento un pinchazo en el pecho, por mi país, una añoranza que no sé si es más fuerte que el miedo a saber si dos esqueletos pueden caminar ciento treinta kilómetros sin desmembrarse. Lo que me imaginaba: sí que pueden. Me limpio una lágrima que se ha escapado, con la manga, y achino los ojos para observar esa espantosa escena, ese baile organizado sólo para mi. Kayoksi y Yuvno se acercan. Aquí están ya. Agotados, tal vez, por la caminata, pero eufóricos. Mueven las mandíbulas y se sacuden la tierra con sus dedos pelados. Y qué hipnóticas son sus cuencas. No traspasan la frontera. No sé si no quieren o no pueden, o será tal vez que los muertos deben permanecer en el país que los traicionó, como si fuera su tributo emotivo. La cuestión es que se quedan tras las líneas amarillas de los árboles, mientras la luz de la tarde declina. Yo me bajo del coche. Se han puesto a bailar, ya no me miran, y casi diría que me molesta ese aparente olvido de mi persona. Me muevo, como un pájaro herido de veneno, en el contraluz del bosque y tiemblo al evocar ese otro bosque, hace tanto tiempo, y una canción antigua que cantaban los fusilados. No quiero, me digo, no quiero bailar este baile de muertos. Estoy vivo, ¿no? Tengo mis derechos de vivo. Oh, pero camino hacia ellos. Camino. No es que desee pedirles perdón, sé que no me lo darán. Están demasiado eufóricos como para irse de vacío, y ahora se detienen un instante y me miran otra vez y juraría que un rictus de tristeza se imprime en sus calaveras. Éramos tan jóvenes. No sabíamos aún nada de la guerra. Pero nos dieron fusiles. Ven, están diciendo ahora con gestos, ven. Y mi boca que ya no es mi boca murmura: ya voy. ¡No! Esperad. ¡No me abracéis! Me vais a hacer llorar. Qué oscuridad. Tengo miedo. ¿Me estáis escuchando? Ya no es como antes. Nuestro país... pero, ¿qué hacéis? ¡Soltadme! ¿Se puede saber de qué diablos os reís?

 

 

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