Carles Frexeire
Jorge estaba sentado mirando cómo delante pasaba una señora gorda, fea, vieja. El paso de peatones parecía temblar, las líneas apartarse a su paso. “Oh Dios, qué tía tan gorda y tan fea, si yo fuese una de esas líneas del paso de peatones me apartaría”, pensó. Aún quedaban unos veinte minutos para su cita con los colegas en el parque, había tiempo. Se encendió un cigarro y se pensó a sí mismo (por aquel entonces, en primero de bachillerato, le gustaba pensar que pensaba este tipo de cosas, ¡sobre todo los días que tenía filosofía!). Se había puesto guapo. Hoy iba Nube al parque. Quería que se fijase en él.
Antonio era chófer de autobuses desde que tenía veintidós años. No le gustaba demasiado. Tenía cuarenta y cinco y se consideraba un fracasado. Cuando llegaba a casa, cierto tipo de repulsión inconfesable y patética le apresaba la boca del estómago al escuchar a su mujer que preguntaba qué tal le había ido.
- Pues bien, hija, bien. Ya sabes, los domingos por la mañana tranquilos, no como los días de diario.
Desde las siete y media hasta las diez de la mañana, los días de diario, ninguna de las líneas era muy soportable: señoras hacia el ambulatorio con quejumbres inventadas por puro aburrimiento, niños gritando con padres exasperados, chicos adolescentes irrespetuosos con todo lo que les rodeaba, ejecutivos modernos y ecologistas que cogían el autobús para poder decir que no contaminaban la ciudad con sus coches, personajes raros que se subían al autobús, se sentaban, miraban, bajaban...Y la mujer le preguntaba que qué tal, y él no podía explicarle todo lo que sentía y pensaba porque era una amalgama de experiencias y sensaciones difícilmente moldeable. Y no quería. No le apetecía. Ya no quería compartir cosas con su mujer.
Antonio estaba concentrado en la conducción. Sabía que a esa altura de la calle, tras la próxima parada, había un cruce peligroso. Nada acongojante, lo había pasado muchas veces sin problemas. Faltaba algún semáforo y otro estaba mal puesto. Había un paso de cebra que quizá no debería estar. Pero nada raro. Antonio consideraba la organización del tráfico de la ciudad un caos que tenía que aceptar irremisiblemente. Y así lo hacía.
Nube estudiaba cuarto de la E.S.O. y estaba resentida con su madre por haberle puesto un nombre que, desde su punto de vista, era ridículo. Y ya estaba harta de la clase media de antiguos hippies lectores del País Semanal y fumadores ocasionales de canutos a la que pertenecían sus padres. De ahí su nombre. “Yo me cago en los 60”, pensaba cada vez que su madre le decía que los Beatles y que los Doors. Esa mañana le gustó ponerse unos pantalones de campana que le hacían buen culo. Quería que Jorge se fijase en su culo ese día, porque es que a ella Jorge le gustaba. Se pintó, tanto como a su madre le molestaba. Tuvo cuidado de colocar bien los calcetines en la lengüeta de las botas de montaña que, aunque pasadas ya de moda, le seguían gustando. Y no le importaba que no estuviese en la montaña. Su camiseta con dos manos y Don’t Touch en las tetas le parecía de lo más sexy. Jorge ese día se iba a fijar en ella y a lo mejor hasta le entraba. Salió sin decir adiós, ya les había dicho a sus padres que iba a comer al parque. Eran las 11:30 de la mañana, más o menos. Los colegas esperaban en la puerta del parque. Fue a la parada del autobús.
Antonio vio cómo subía una nueva pasajera, la única de esa parada. Una chica de unos catorce años que calzaba unas botas marrones enormes, de montaña. Llevaba una camiseta con dos tetas puestas en las manos. Ejem, con dos manos puestas en las tetas. Una mano en cada teta, claro. “Me la follaría, incluso me haré una paja pensando en esta chica luego” pensó fugazmente Antonio, borrándolo instantáneamente de su mente, sabiéndolo algo impúdico y moralmente reprobable. “En cualquier caso, va provocando”, se justificó a sí mismo.
La chica subió al autobús y saludó amable:
- Buenos días.
- Hola.
- ¿Deja en el parque? – preguntó Nube.
- Justo en el parque no, pero al lado.
- Vale.
Nube saca su bonobús y lo inserta para picar. Lo guarda en el bolsillo de la parte de atrás de sus pantalones de campana. Cinco segundos después se lo quita, porque se nota y ella quiere que su culo quede bonito y que Jorge se fije en él.
Desde el fondo del autobús José Luis se fijaba en la monada que acababa de subir. Le hacía gracia cómo el conductor se había quedado mirando su trasero mientras ella se guardaba el bonobús en el bolsillo de atrás.
Antonio subió la vista recriminándose a sí mismo su atracción por las menores. Se sobresaltó: en el famoso cruce una vieja gorda y fea cruzaba lentamente y sin prestar atención, la muy hija de su madre. Pegó un frenazo y sintió cómo el cinturón le salvaba la vida, pegándole al asiento al mismo tiempo que veía cómo la provocadora chica de la anterior parada salía disparada por la luna delantera.
Dolores sólo podía pensar en sus achaques. Los dolores en las pantorrillas y el cosquilleo de su castigada y colesterosa circulación eran su mayor preocupación aún cruzando el paso de peatones. Mientras pensaba en lo que le iba a decir al médico cuando llegase, pegó un respingo al darse cuenta de que un autobús se le echaba encima. Estaba a unos tres metros y no frenaba. En ese instante miró a los ojos del conductor, que acababa de subir la vista. Este detalle (que acabase de subir la mirada sin prestar la atención que debiera a su trabajo) no le molestó. Curiosamente no pudo pensar en otra cosa más que en las sensaciones que le provocaba la mirada justo en ese instante: sabía que ese chófer había pensado, aunque fuese fugazmente, igual que este pensamiento fugaz suyo, que era fea y gorda. Eso le disgustaba.
Al ver cómo el autobús se abalanzaba sobre la vieja fea y gorda, Jorge pegó tres zancadas por puro instinto. Recorriendo esas tres zancadas también pensó en por qué hacía aquello realmente. Supuso, muy a su pesar, que era una de las cosas más egoístas que hacía: una patética sensación reconfortante le recorría el estómago en el momento preciso en el que pensaba que quizá incluso podría ser atropellado y quedar como un héroe. En ese mismo momento pensó que, realmente, la vieja se la traía muy floja. Pero eso era lo de menos. Cierta solidaridad, conciencia o convención social, que para el caso es lo mismo, le impulsaron irremediablemente a salvar a la gorda, pensando inmediatamente en las consecuencias positivas que tendría aquello para él mismo.
Nube, tras insertar su bonobús con cuidado en la cartera, para que no se arrugue, e intercambiar miradas entre cómplices y seductoras con un chico que es muy atractivo del fondo del autobús, nota que el coche da un tremendo frenazo y gira bruscamente. Pierde el control y sale disparada hacia la luna delantera del autobús por la inercia.
Dolores siente cómo le dan un empujón por su costado derecho, cómo le cae una persona encima y cómo el último impulso del autobús le golpea en el brazo derecho.
Antonio fue a los entierros de Nube, Jorge y Dolores: se sentía bastante culpable.