Larga noche de ayer
Fernando Díaz San Miguel
1
Mientras se afeita
-el vaho del agua asciende
hasta los espejos,
el traje y la jornada esperan ya
tendidos sobre la cama
que nadie ha deshecho-
siente cuan lejos
queda la noche,
piensa que todo
parece un sueño.
2
Vencido bajo la ducha
-con los ojos cerrados,
el cansancio muy dentro
que se enfrenta a otro día,
apoyada la espalda
sobre las baldosas-,
limpia el cuerpo
largamente lamido en la noche.
3
Entra en la casa vacía.
Se desnuda en soledad
en su cuarto,
percibiendo en la piel,
con agrado,
el olor fuerte a sudor
que no es sólo suyo,
y otros tenues aromas
que en su mano reúne.
4
Despeinado, ojeroso,
sucio del sexo de la noche
vuelve
-seca la boca,
rancio sabor
del alcohol
y otros licores-,
en el autobús
de las siete treinta,
lleno de estudiantes.
5
Sale en silencio de un lecho,
despega su desnudez de otra desnudez,
y se viste deprisa, de cualquier manera,
que la habitación se ha llenado de luz
en un intervalo de tiempo.
6
Gasta
-atendiendo al sucio
instinto del alba-
el amor que le queda
por dar esa noche,
en los muslos suaves
de la espalda que duerme
pegada a su pecho
-que despierta confusa
y se entrega en silencio,
solícita y delicada.
7
Gritan los pájaros
sin piedad en la noche,
y él atiende a un aliento
-con sabor a sus restos-
que parece dormido.
8
Un hilo de voz
cansado y mimoso
-que ya no engaña
a nadie-
se pega a su cuerpo,
le pide que duerma,
que duerma ahora que la fiebre
se ha apoderado de él,
ahora que dormir
es como la muerte
y el sueño es un mito.
9
Mujer casi bonita pervierte,
con sus palabras en el remanso,
la religión del anonimato,
ahora que ya no entrecorta
sus suspiros
de espaldas a este desconocido
cuya cara nadie sabe
muy bien
si recuerda.
10
Escucha
roce de sábanas,
el apresurado sonido
de su propio aliento
y cuando
-como por error-
abre los ojos,
la dulzura le invade
cuando menos lo espera:
«Vuelve a hundir
tu cabeza
entre mis piernas mojadas,
en esta buhardilla
de oscura madera
que hemos llenado de velas».
11
«Déjame que busque
el corazón
entre las sábanas,
los latidos
al final de tu vientre,
que en estos momentos
en los que uno no se reconoce
quiero recuperar
el ritmo de la vida».
12
«Tapas tu cuerpo desnudo
con la manta
mientras bebes,
entre tus manos,
una taza de agua.
Luego me miras y sonríes.
Yo sonrío también,
supongo,
mientras te observo así,
y me cae el sudor por el pecho,
y una gota arriesga una vela».
13
«Depongamos
la confusa visión
de los cuerpos
ante este ciego momento.
Deshagámonos en esta arcada profunda
y prolongada
que lo entrega todo
sin saber nunca
muy bien
a quién».
14
Olvida
su historia
-la vida,
tan cuidadosamente construida,
a veces se presenta
como algo
ajeno, irreal,
si lo miramos-,
y se queda con esta noche,
vacua, imprecisa,
en la que él
ya no importa.
Porque el aire está caliente
y él se muerde los labios,
despacio.
Manos tiran de su cadera,
contra otro cuerpo,
crispadas y silenciosas.
15
Se pregunta
cómo ha llegado
hasta aquí,
hasta esta habitación
llena de girasoles secos,
al mirarse los ojos
en un espejo antiguo,
sobre un cajón de mimbre
junto al colchón
en que espera,
desnudo, ya sucio.
Se mira los ojos gastados,
las fotos de las paredes,
las velas que ella ha encendido
en las escasas superficies planas
no ocupadas por el desorden,
antes de salir,
tambaleándose hacia el servicio,
supone que a lavarse.
Así es que no le pregunten
que hace aquí,
ahora que el alcohol
empieza a perder sus efectos;
por qué dice sí
cuando ella le pregunta
si se queda
y piensa,
que a dónde va a ir él
a estas horas,
casi sin dinero,
abandonado por el transporte público.
Oxford, 30 de mayo de 1995