EL  FIN  DEL  MUNDO

Carlos Almira Picazo

 carlosylola@gmail.com

 

 

     Hacía una mañana glacial, pero el hombre negro que me dio el prospecto del doctor Selim, adivino y chamán africano, parecía concentrar todo el verde y el sol del trópico en la cara. Me sonrió mostrándome la dentadura y desapareció en la parada del autobús.

     Normalmente no leo la publicidad que me dan por la calle o me encuentro en el buzón, pero tampoco la rechazo. Procuro ponerme en el lugar de quien me la ha dado, incluso espero a que desaparezca antes de tirarla en la primera papelera. Lo normal es que la persona en cuestión no se fije, ni te mire a la cara, pero por si acaso yo prefiero esperar hasta haberme alejado unos pasos para romper los prospectos. Supongo que uno debe aceptarse tal como es.

     Aquel hombre negro me sorprendió saliendo de la librería y, contraviniendo mi costumbre, leí:

     DOCTOR  SELIM: gran ilustre vidente africano con rapidez, eficacia y garantía. NO HAY PROBLEMA SIN SOLUCIÓN. El maestro chamán africano, gran médium espiritual, con poderes naturales, conocedor de los secretos, etc, etc, convoca a sus clientes y a todas las personas de bien, esta tarde a las 19 p.m. horas para EL FIN DEL MUNDO.

     A continuación venía una dirección y un teléfono mal impresos, borrosos. El papel también era malo. Volví a la parada del autobús donde el hombre negro, naturalmente, ya no estaba. Lo guardé en el bolsillo sin un propósito fijo.

     A veces escribo cartas al periódico. Mientras barajaba posibles argumentos e imágenes sobre una carta acerca de la superstición, África, los extraños oficios de algunos inmigrantes, recordé que yo vivo muy cerca del doctor Selim, ¿por qué no ir? Si se acababa el mundo aquella tarde y todo empezaba cerca de mi casa, ¿por qué no?

     Se me apareció el doctor Selim: alto, larguirucho, flaco, negro, de colorines, con medallas y amuletos, gafas oscuras, largas manos, movimientos pausados, expresión beatífica.

     El frío desplomaba el vaho junto a la boca, recortaba los perfiles de los edificios de la antigua Avenida del Azúcar en duras aristas. Volví a arrollarme al cuello la bufanda blancuzca y salí de la Gran Vía, el libro y el prospecto en el bolsillo, con la esperanza de encontrarme al hombre que me lo había dado hacía cinco minutos, el sol y el verde misteriosos.

 

     Después de comer redacté mentalmente: “Sr. Director, hoy, cuando salía de la librería X me han pronosticado el fin del mundo. Un inmigrante que sonreía a diez grados bajo cero. Hoy, veinticuatro de diciembre de 2006, a las 19 p.m. en la calle Bruselas, barrio del Zaidín, tres mil años de Ciencia y Pensamiento se van a ir al traste, con otra porción de cosas. Por si las moscas, como me pilla cerca, he decidido acudir a verlo personalmente, aun contraviniendo mis principios. Omito la dirección”. Traspasé al papel la carta y la reuní en mi bolsillo con el prospecto del doctor Selim para echarla más tarde al buzón.

     En la ventana empañada empezaba a oscurecer.

                                      

     A las tres y media empecé a sentir ardor de estómago. Había comido con desgana y me había echado la siesta, cubierto con una manta de viaje en el único sofá que tengo. La televisión monologaba en medio del comedor helado. Afuera se retorcían unas nubes cada vez más grises.

     No sé cuántas veces he leído el prospecto del doctor Selim (lo llamo así, ni yo mismo sé por qué), y al final lo he arrojado junto con otros papeles, cartas, etc, sobre la mesa. Mi casa debe ser el último refugio de las moscas que se afanan en torno a los platos y los vasos de plástico: “Comida casera La Mama Feliz”. Me llega un olor a fregadero sucio y a patio.

     Desde que llegué de la calle esta mañana, tal vez desde antes, lo percibo todo con una extraña intensidad, como si realmente se fuera a acabar el mundo. Busqué en internet “Magia Africana”, y leí todo lo que pude sobre los chamanes y los espíritus, entre las dos y las tres. Luego escribí esa absurda carta y traté de dormir. Me tomé una antiácida y cerré los ojos.

     La Gran Vía está llena de taxis, autobuses y turismos. La gente cargada de bolsas y paquetes intenta cruzar de cualquier modo. Las luces parpadean en el aire oscuro y helado.

     También yo me voy, me voy: todos nos vamos, nos vamos; adiós, adiós, adiós.

     El cielo invernal: llueve tan fino que sólo se ve al trasluz de las farolas. El hombre negro, cuyo rostro se me ha grabado, me explica lo superfluo de la carta que acabo de escribir. Es mejor que recojas los platos y arregles tus asuntos cuanto antes.

     Despierto pasadas las cuatro. Es increíble lo pronto que oscurece. Sólo me quedan dos cigarrillos. Miro el teléfono siniestro, mudo, sobre el televisor. Enciendo uno, tiene razón, y marco el número de Carmen:

     -¿qué quieres?

     -me gustaría ver a los chicos.

     -hasta el sábado no.

     ¿Cómo le explico que el sábado ya no importa? Me cuelga.

     Me acerqué a la ventana. Eran las cinco y uno, y dos, y tres, y cuatro, y cinco. Cada uno es lo que huele, y yo huelo a fregadero sucio y a patio.

     Tropecé con el libro causante de todo: si no hubiera ido a esa librería no me habría enterado del fin del mundo. ¿Qué haría el doctor Selim? De pronto me vi recurriendo a la lógica. Una cita significa que aún no habría ocurrido, que en todo caso sería inminente. Nunca he pensado seriamente en estas cosas, apenas tengo un recuerdo vago del Apocalipsis, pero me figuro (de nuevo la lógica) que, de suceder, es algo catastrófico que no dejaría espacio para citas ni charlas preparatorias. Luego el prospecto resultaba engañoso: en lugar de decir hoy a las siete p.m. es el fin del mundo debería decir más bien hoy a partir de las siete p.m. se acaba el mundo. Ahora bien, esto volvía a darnos un margen indeterminado, el mismo que tenemos desde que nacemos.

     De súbito se me aclara todo. El doctor Selim es un impostor. En cuanto den las siete nos hará entrar en su casa: nos echará las cartas o nos leerá las rayas de la mano. Recuerdo haber leído en alguna parte que uno puede rastrearse el futuro abriendo simplemente un libro y, con los ojos cerrados, plantando al azar el índice, en una frase cualquiera. Lo hago con el libro que he comprado esta mañana, y leo:

     “Conocía perfectamente todo lo que le estaba contando. Me dijo que lo sentía en el alma”.

     ¿Qué significa? En ese momento empezó a llover. Ya eran las cinco y media, y treinta y uno.

     Los chicos estarían en casa, aburridos, metiendo cizaña. De pronto el silencio, la tranquilidad de mi piso me abruman. Cuando estábamos juntos, cuando estábamos juntos, me repito como un conjuro. Cuando estábamos juntos. Cierro con fuerza los ojos.

     Al abrirlos me extrañé de seguir tumbado en el sofá. Busqué la agenda telefónica (la letra pulcra y angulosa de mi ex). A las seis había agotado a todos los conocidos. Comprendí que sólo podría desahogarme con alguien cuyo juicio no me importara, y marqué un número al azar. Una voz irritada, dijo:

     -¿quién es?

     -escuche, el doctor Selim.

     -¿quién?

     -dentro de una hora aproximadamente va a acabarse el mundo.

     Me cuelga y marco otro, con idéntico resultado. Las moscas se lanzan sobre los restos de la mesa. La lluvia golpea la ventana.

     Al fin me decido a llamar otra vez a Carmen. Tiene uno de esos aparatos que identifican la llamada y no descuelga. ¿Para qué? Sabe lo que voy a decirle, casi las palabras que emplearé, por eso nos separamos. Habíamos llegado al extremo de adivinarnos, era algo asfixiante.

     Es una lástima que los chicos no puedan salir a jugar a la calle. Son las seis y media, y treinta y uno. Cogí el abrigo y el paraguas y, con el prospecto en el bolsillo, bajé sin prisa. El portal del doctor Selim estaba desierto. Faltaban cinco minutos.

     Enfrente alguien barría las hojas y las iba echando en un carrito.                  

 

Volver al Sumario

Volver al Distribuidor

Volver a Inicio