AMOR

 

Tomás Segovia

 

 

Al principio él hubiera querido que yo dejara mi empleo. Era un poco como dejarlo él mismo, ¿comprende usted? Siempre he sabido que el trabajo es para él como una condena, como un daño que soporta sin quejarse. Le hubiera gustado, mientras estaba en esa oficina tan triste y oscura (¿la conoce usted?; una verdadera mazmorra, realmente deprimente...); como decía, le hubiera gustado de vez en cuando poder levantar la vista un momento e imaginar que yo mientras tanto me paseaba al sol, miraba jugar a lo niños en un parque, o simplemente recorría los escaparates. Estuve a punto de ceder, aunque me parecía demasiado egoísta. Pero pensándolo bien, comprendí que no sería ninguna ventaja. Él mismo lo reconoció, sabe bien que si yo estuviera de ociosa todo el tiempo, acabaría por no saber qué hacer y me sentiría terriblemente culpable. Mientras que ahora, por lo menos, cuando alguna vez puede faltar a la oficina, o si se sale una hora por algún asunto, ¡cómo saborea esos ratos de libertad! Claro que a la vez siente la amargura de lo cortos que son esos oasis.

     Pero la amargura él la soporta muy bien, es fuerte. Creo que eso fue lo primero que me gustó de él. O más bien no es que me gustara, era otra cosa: como un ponerme en paz, la certeza de que aquella persona, de la que nada sabía, tenía como un peso para mí. Esa capacidad de soportar lo que venga, por triste y desalentador que sea, y ese heroísmo que tiene para no hacerse nunca ilusiones, para vivir casi sin esperanza, me conmovió —y me sigue conmoviendo. Cuando pienso en él así, en general, sin actitud determinada, siempre me lo figuro con el mismo gesto: la cara seria, la frente lisa, la boca plegada, las mandíbulas un poco apretadas, y esa mirada como desnuda, un poco triste, que se dirige gravemente hacia adelante, pero sin posarse en nada determinado, sin gusto ni disgusto, sin regodeos pero dispuesta a todo; que hace pensar sobre todo en esa voluntad obstinada que tiene de no mentirse.

     Pero temo aburrirla. Todo esto en el fondo no son tal vez más que cosas de mujeres. Y además no sé por qué se lo cuento a usted. Nunca había hablado de ello, casi puedo decir que nunca lo había pensado, por lo menos así, claramente y con palabras. Debe de ser también, como le decía, la falta de costumbre. Hablo con muy poca gente, y la verdad es que aquí no viene prácticamente nadie, no porque no nos quieran o porque no queramos a la gente, sino porque así son las cosas, y nosotros más bien lo preferimos así. Usted sabe que Paco es poco amigo de conversaciones. Eso es lo que hace que algunos piensen que es orgulloso. Pero no, no es eso en absoluto. Yo sé que sufre, lo que pasa es que le parecería una cobardía refugiarse en la amistad, en la vida social, tal vez hasta en las confidencias. No sé si tendrá fe en algo (lo dudo), pero si en algo la tuviera sería en la fortaleza del ánimo. Creo que sólo yo entiendo eso, en parte por lo menos. Eso creo, aunque claro que podría equivocarme. O a lo mejor siempre es una tontería creer que se conoce a alguien. Pero me imagino que así debe de ser siempre el amor, ¿no cree usted? Figurarse que es uno el único ser en el universo que entiende a una persona determinada, que la ve de veras. Y a lo mejor son los otros los que ven justo... Pero no creo que sea así. Primero porque ven menos cosas, y además porque les ponen mucha menos atención.

     Vaya, ahora me pongo a hablar de amor, qué tontería. Nosotros nunca hablamos de eso; las palabras son tan incómodas, y tan peligrosas... Estoy segura incluso de que él no se ha preguntado nunca si me quiere. Yo tampoco, además, ¿para qué? Esas preguntas suelen ser falsas y no aclaran nada. Si alguien me dijera que Paco y yo no nos queremos, creo que no me ofendería, podría reconocer que tal vez es verdad. Pero lo que me importa no es que esto sea o no querer, que tenga ese nombre u otro cualquiera, que se parezca o no a lo que les pasa a otros. Lo que me importa es que sea lo que es, y saber que es real con toda certeza. No sé si esto es amor u otra cosa, pero sé que es lo más fuerte, lo más... grave que hay para mí en el mundo, y con eso me basta. Creo que también Paco lo sabe. Lo que somos el uno para el otro es bien difícil de precisar. En realidad sufrimos a ratos de una gran soledad, incluso estando juntos. Lo sabemos y no nos asustamos ni nos avergonzamos de que así sea. No sé si les pasará lo mismo a otras personas; sé por lo menos que en general lo ocultan, que está establecido que dos personas que hacen el amor no deben sentirse solas. Pero nosotros no queremos mentirnos por eso sólo. A veces nos miramos a los ojos largo rato, como impotentes, como desesperados, con una ganas enormes de que pudiera expresarse nuestra soledad, de que pudiéramos entender con toda claridad lo que las miradas del otro intentan en vano comunicarnos. Tal vez el amor no es más que eso: estarse quieto delante de una persona, esperando eternamente en vano que la muralla se desvanezca, que nos deje respirarlo como él mismo se respira. Cuántas veces he sentido eso junto a él. Muchas noches, echados en la oscuridad, con los ojos abiertos sin ver nada, nos quedamos callados, invadidos de una especie de tristeza que no tiene nombre. A veces le oigo suspirar, y sé que el sufrimiento que hay en él no podrá expresarse nunca, porque es como una especie de silencio, como una cosa ahogada y borrada. Y comprendo que él lucha por nombrarlo, por darle una forma que pueda comunicarme. Siento entonces una piedad tan grande, que me parece que toda mi vida se detiene y cesa por completo, como en una especie de asombro infinito que al mismo tiempo no es más que vacío y no es más que esperar. Es como una piedad inmensa y callada de él, de mí, de todo lo que vive. No porque él suspire, ni siquiera porque sufra, sino porque es él, porque es un hombre, porque está vivo y tendrá que morir y porque no sabrá nunca. Y siento ganas de llorar interminablemente por eso: por la vida entera, incluso por su belleza, por nosotros dos que nos abrazamos en medio de la vida como niños amenazados, apretándonos fuerte y sin poder decirnos palabras. Él lo sabe, sabe con qué intensidad casi insoportable y con qué violencia yo amo su secreto y su impotencia, eso inasible que para mí será siempre el fondo de su alma, eso de que en el fondo fondo, él, como todo el mundo, en realidad no tiene nombre.

     Verdaderamente es absurdo que le diga a usted estas cosas. Que él sufre, que yo sufro, que es atroz tener que morir y espantoso no salir nunca del todo de esta soledad... todo el mundo sabe eso. ¿Qué me va a contar a mí?, dirá usted. Es cierto, y por eso no nos quejamos. Pero cuando un ser que está entre nuestros brazos nos mira implorante y mudo como un perro moribundo, queriendo salvarse, queriendo ser conocido, no podemos evitar que lo que le pasa a ese ser, su miedo y su silencio, nos parezca una injusticia terrible y única.

     Lo más profundo de nuestro amor, si es que esto es amor, no está en las esperanzas ni en las ilusiones, como algunas personas dicen de ellas mismas, sino en esa piedad más grande que la vida que nos tenemos; así me imagino que pueden quererse un hombre y una mujer condenados a muerte. Por eso usted comprenderá que si me preguntaran, yo no sabría decir si somos o no felices. ¿Le parece a usted que esa pregunta tenga algún sentido?

     Ah, esos pasos son los de él, ya llega. Por favor, no aluda usted a todo esto, no tendría sentido. Realmente no sé por qué me he dejado llevar a hablarle de este modo, perdóneme y no me...

(¿1956?)

 

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