LA CRISIS DE LOS MISILES

 

 Juan Villa

 

 

 

 

Antonia entra en la tienda. Hace una calor rara para ser finales de octubre. El veranillo del membrillo, piensa. De un tirón levanta la cortina y a una acaramelada yunta de moscardones que anda a lo suyo entre los pliegues. Enojado zumbido que se acalla tras el rápido cortinaje de los dípteros para retomar sin dilación su trajín. Huele a humano, o no, a humana. La tienda de don Isaac Cartagena está atestada de gente, de mujeres. Son las mujeres del Patrimonio que los jueves vienen al pueblo a hacer el costo desde sus apartadas soledades.

La tienda de don Isaac es un almacén mestizo. Ferretería-cordelería-ultramarinos-quincalla-refino... una tienda de tiempos y lugares tergiversados en los que las carencias desbaratan las fronteras, las especializaciones, abastardan; lo poco que hay se apelotona todo y así se simula la abundancia; que las apariencias, digan lo que digan, manque engañen, confortan. El establecimiento es relativamente reciente, nacido al olor de los escuálidos jornales de las explotaciones forestales que a morir vienen al pueblo. Ocupa un ala de una casa grande donde vive el propietario y su familia. La casa está engastada entre el edificio de la plaza de abastos y una panadería. En el centro de la población. Lugar perfecto que muestra bien a las claras el olfato comercial del propietario, como su nariz, su nombre y su apellido -Cartagena. El tendero gasta guardapolvo de crudillo, pulcro; es grande, saludable, conspicuo, de abundante pelo rizo mal dominado por la brillantina en el colodrillo. Las manos, de buena talla, fascinan con sus movimientos, tremolantes, alelan; las féminas las siguen girando sus cabezas al unísono, en movimiento coral, como pajaritos, como si miraran un partido de ping-pong. Cuando remata el empaquetado de un cuarto kilo de azúcar o de pimiento molido -siempre a la altura del pecho como los charlatanes de feria o los prestidigitadores- no hay ojos que sus dedos no emboben: las almas se congelan en el instante en que don Isaac con el índice y el pulgar de su diestra alisa en rápido movimiento el áspero papel de estraza consumando la función: Voilá!

Es su feligresía básicamente femenina, sobre todo por la mañana cuando los hombres están en el campo, y si alguno entra, tímido y por un flanco, es despachado de momento por el mancebo -nunca lo hace él-porque los varones son preferentes al tener ocupaciones más serias, un tiempo más valioso; y con esa onerosa norma de doble filo también elimina rápido las incómodas intromisiones del sexo fuerte -¡tan toscos, tan hoscos, tan faltos de sensibilidad! - que tanto rechinan en su casto serrallo.

Pero no es su porte, ni su imponente nariz aguileña de guerrero altivo, ni sus habilidades sin cuento lo que hipnotiza a la parroquia; es su palabra.

-Esta vez los rusos se han pasado. Creían que los americanos se iban a quedar con los brazos cruzados mientras ellos llenaban de misiles la isla de Cuba. ¡Leoncitos a mí! ¡Pues buenos son los americanos! ¡Acordaos del Maine! ¡Nos quitaron Cuba y no le habíamos ni amagado! ¡Menuda les va a caer! Así son los comunistas, para ellos todo el monte es orégano, hasta que dan con la horma de su zapato, y esta vez han dado y bien dado. ¡Mira que llevar hasta las mismas barbas del tío Sam la bomba atómica! Cosas propias de mentecatos, de resentidos, quieren destruir América por envidia, porque en América se vive bien, ¡"te américan guai"!, como suele decirse; no como en Rusia que andan las criaturas muriéndose de hambre por las calles, y se sabe que en la Siberia se cría a la gente como a los perros, en unos corralones grandes con cercas de alambre, y a algunos los tienen hasta en jaulones, como a las perdices. ¡Estos no escarmientan! Dónde creen que van a llegar con sus misiles que al lado de los de los americanos son una auténtica birria. ¡Ja, ja, ja! -don Isaac se ríe como en los tebeos-. Han violado la doctrina Monroe y eso es arrojar la soga tras el caldero que se dice vulgarmente. Claro, los muy idiotas no contaban con los U2, que son capaces de retratar hasta el lápiz que llevo en la oreja, o las pecas de tu cara, Antonia, desde los diez mil metros de altura, y de más si hace falta -Antonia se sobresalta, y se estremece al pensar en lo asombroso de sus pecas retratadas desde diez mil metros de altura o más-. El presidente Kennedy le ha hablado al pueblo americano por los aparatos de televisión, que allí los hay en todas las casas; ha declarado nada menos que la "cuarentena defensiva", ¡lagarto, lagarto!, y ha ordenado a los militares poner mirando para Rusia todos sus misiles. ¡El holocausto nuclear, paisanas, allí no va a quedar títere con cabeza! ¡No querían lana, pues trasquilados! -don Isaac simula unas tijeras con el índice y el corazón de su mano derecha- ¡Tatatatatá...ta, ta! ¡Aunque a la calva del peje de Kruschev poca lana le van a sacar! Esto de la crisis de los misiles nos va a dar mucho que hablar; y si no, al tiempo.

Antonia sale de la tienda. Vuelve a levantar la cortina. Los moscones se han ido, todo cansa. Al salir se topa con La Calandria, menudito y bailarín, mensajero del progreso y provisor de la ciencia, que cada mañana acude a la tienda a entregar el ABC de Sevilla a don Isaac -subscriptor número dos del pueblo, después del ayuntamiento- y se queda un ratito a oír las fugaces primeras impresiones del seductor minorista a las noticias de portada y a la firma de la tercera.

-Bueno, bueno, hoy tenemos tercera sabrosa, ¡don Agustín de Foxá!-dice don Isaac mostrando la página a la concurrencia,

-¡Lo que puede saber este hombre! -comenta por lo bajo La Calandria.

Antonia tapa la cesta con el mantón y da la vuelta a la manzana, hasta el almacén del Patrimonio Forestal del Estado. Se instala en el remolque de uno de los tractores arrebujada con dos docenas de mujeres más y parten hacia la finca.

Al llegar al poblado se encamina a su chozajo, en pleno bosque de La Rocina, al pie de un rancho de carbón en cuyos boliches trabaja su marido. Se pone a hacer la comida, cavilosa. Llega su marido, sucio como un choco.

Comen mudos. Antonia y su marido son jóvenes, pero no lo parecen; tienen   cara   como   de   asustados.   Ahora   Antonia   está   fregando los descascarillados platos en un lebrillo de barro sobre un tocón de eucalipto que le sirve de poyo. Enfrenta su espalda a la de su marido que sigue sentado, liando un pitillo.

-La cosa anda mala en Rusia, Ramón.

El hombre no se inmuta. Su mirada vaga en el sendero terco de unas hormigas cargadas a tentemonete. Como un autómata, guarda la petaca, saca el yesquero y enciende parsimoniosamente el pitillo. Con el pulgar tapa el tubo metálico hasta que siente que la yesca se ha apagado. La lía y se la mete en el bolsillo derecho de la chambra, junto a la petaca. Al rato, la hilera de hormigas se corta. Entra la última en el hormiguero arrastrando un grano de avena loca diez veces mayor que ella.

-¿Qué ha pasado en Rusia?

-No sé -la mujer suspende la labor por unos segundos-. Lo ha dicho Don Isaac Cartagena.

 

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