POEMAS
Luís Benítez
EN EL ARDUO ANIVERSARIO DE UNA BODA
“Después de la primera muerte ya no hay otra” Dylan Thomas
Nuestra generación fue un puñado de hombres solos, una pizca de mujeres destruidas, un manojo de nadas sin zapatos, el racimo de las viñas de la ira. Yo que agonizo me permito evocarte aunque mi recuerdo te cause asco, nena, asco profundo, como causa asco la inmunda mermelada que transpiran los siempre equivocados porque aman demasiado, aunque el credo y el miserere que rezamos siempre tú y yo solos en dos noches separadas a sabiendas por nosotros -tuyo el creo solo en mí y mío entero el miserable de mí- desde entonces dicen que nunca nunca se ama demasiado: ¿o no será acaso, en lo profundo, lo que nadie puede ver, al revés el oscuro latín de lo real? Concentrado todo da pavor en el urgente fin de siglo, hay que terminarlo de un modo o de otro y éste es el fúnebre galán de la fiesta, vestido para la fecha que ya un cuarto de centuria arranca. Lástima, en september love, que no fue aquélla ni ésta mi noche de septiembre. Una sangrienta primavera baja sobre la noche del suicida y la náusea habita desde entonces cada esponsal. Creo ver a tu padre muerto con su dedo hundir la hondura a donde dio la noche, a la loca de tu madre pegándote en la cara el monograma indeleble de otra loca en su progenie. Creo ver a unos muertos celebrar la boda, mi ojo derecho -el que mira al olvido- arranca del olvido precoz la sonrisa que perfora la vergüenza. Mi ojo izquierdo, el que mira a la vejez, arruga del futuro, verruga de lo que fue terso, se complace en las vísperas anticipando tu rostro y el mío entre las llamas arder como dos fotografías viejas. ¿Fui el fantasma de la noche y de las noches luego felices, las noches y las tardes en que engendraste a tus hijos? ¿No fui acaso el olvido y lo reído por los esposos, cuando la burla a los que pasaban raudos en el tren, un rostro tiznado de furia asomándose desde la locomotora, el primero de los que veían desnuda a la virgen loca bailar con el idiota? Dame al menos ese miserable papel en tu vida, el del diario arrugado que se aleja por la ruta que lleva a un pueblo de cobardes la noticia titular que yo lamento. Dime, hoy muda calavera de lo que amé hasta la esquina misma del infortunio, si yo, que albergo esta pecera de imágenes donde hasta cabe Virgilio, no era entonces, en la riente oscuridad, entre los labios de la muerte que en la florida edad todas las señas tienen de la vida, sino lo ridículo y eterno donde lo llorado llora lo que no ve de sí, ese sí mismo. Mátame. Pero no de a poco, como la vida. De una palabra mátame. De una mirada sola.
LA TARDE DEL ELEFANTE
A mi amigo, el poeta Nicholas Stix, en donde quiera que esté.
¿recuerdas, nick, la tarde del elefante? tú estabas abrumado por el enésimo rechazo que esa mujer casada madre ya de cuatro hijos te había propinado por teléfono lo único que te daba desde hacía entonces once años al menos cuando era soltera te lo decía en la cara y estabas irritado de veras enojado porque llegué una hora tarde y te dejé solo en la enorme nueva york por otra hora más entregado a ti mismo ni mi taxi ni mis disculpas calmaron tu rabia anglosajona decias sólo se está solo en las grandes ciudades ¿te acuerdas, nickie, de la tarde del elefante? muchas lluvias y nieves y pisadas de zapatos italianos y de zapatos deportivos pasaron por esa esquina del village pero ella no ha olvidado todavía la tarde del elefante tú me sermoneabas en tu álgido inglés sin darte cuenta de que yo también estaba derrumbado
y entonces esa enorme sombra
hablabas del tedio de las ciudades del aburrimiento amarillo que se pone al oeste del puente de tu brooklin y de las mujeres jóvenes que cruzan solas y en ómnibus los laberintos sedosos de central park rumbo a esos cuartos donde la calefacción les falla
y entonces esas pisadas majestuosas
hablabas de que no te habían incluido en esa antología y decías que el marido de ella era calvo seseoso y que dibujaba historietas el tonto de los cómics repetías el tonto de los tebeos repetías mientras la gente siempre está alerta la gente dejaba corriendo la acera tumbaba las sillas y olvidaba a los niños en su loca carrera decías que la rutina es una vieja ciega que mendiga monedas por bond street y por harlem y que cada persona la recibe en su casa
entonces ese gordo la mole se quedó parado cerca de nuestra mesa en la esquina desierta mientras el cajero temblando llamaba a la policía
cinco mil kilogramos de pacífica selva aplastando el asfalto una inmensa epifanía gris de cuatro metros de alto y esa trompa curiosa con un dedo en la punta que probaba las frutas de las mesas caídas y revoleaba jugando los manteles manchados
aplastó en su huida de algún circo o del zoo a esa vieja mendiga que a la gente oprimida acongoja en su casa nos miraba sin miedo como todas las cosas que sonriendo repiten soy amigo del hombre
El cotillón de las tinieblas
Las llaves rotas, las monedas sin valor, esos teléfonos anónimos recobrados de un bolsillo, el polvo de las paredes, de los muebles, las ventanas. El polvo que cubre toda la tierra como un segundo mar, en seco. Una mancha en la ropa que continúa en la carne, un grito y después un susurro y después el silencio que a duras penas se disfraza de resto de la tarde. Un llamado sin voz, despertarse buscando un algo indefinido que a nuestro lado se desangra y difumina y que olvidamos por grados. Lo que nos amenaza desde una mosca chillando furiosa en la cortina. Una misma situación, las idénticas palabras, que cada cuatro exactos años se repiten con la morosa precisión con la que baja, de nuevo, un ascensor. Las cosas que nos miran fijamente, desde las vidrieras cerradas, cada vez que pasamos haciendo la penosa pantomima de ignorarlas. Alguien que nos observa desde un lejano edificio, exactamente cuando vemos sin oírlo que nos está diciendo algo.
El compacto horror de la tortuga que nos devuelve al jurásico.
UNA GARZA EN BUENOS AIRES
Algún pincel trazó una rápida letra S delgada y blanca sobre el agua castaña y allí estaba de improviso la garza, los turistas no la vieron y ella sí vio todo y a todos, rápida e inmóvil sobre el milagro del agua. Un espejo en medio de la ciudad negligente, pintado de transparente, un ojal abierto que abrochó en un solo momento toda la ropa vestida por el invierno. Ella seguía en la orilla fatal de su propio Amazonas, la pata desdeñosa replegada contra el cuerpo, en un decir mi equilibrio está hecho de una perenne silueta y de una manera perenne que no los reconoce. Era un arpón paciente atento sólo al cálculo entre el berrido juguetón de los patos domésticos, solamente ella precisa como una diminuta guadaña en el Jardín Japonés que afable exponía sus gracias, con esa serenidad oriental que nada sabe de los bruscos asesinatos de una garza con hambre. Todos se fueron pero de modo igual yo no vi nada: faltó un segundo entre las cosas, creí; un instante en el instante siguiente fue sanguinariamente salteado, pero cuando la garza voló otra vida que la suya en el estanque faltaba.
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